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El tic tac del reloj (el fracaso de la COP30 y las verdades de la transición energética)

Fuentes: Rebelión

«A medida que las señales se hacen cada vez más claras de que el crecimiento económico ilimitado no solo es matemáticamente ridículo, sino que está conduciendo aceleradamente al mundo al desastre, las voces de quienes proclaman que es la cura esencial para todos nuestros problemas suben en intensidad. Si uno habla lo suficientemente alto, deja de oír el tic tac del reloj.» (Manfred Max-Neef y Philip B. Smith: La economía desenmascarada.)

No se obró el milagro en la COP clausurada hace unos días en Belém. Supongo que esa mínima diferencia fonética respecto de la ciudad homófona palestina explica que no se repitiera lo improbable en el municipio brasileño. O quizá es más fácil que una virgen dé a luz que el conjunto de los países se pongan de acuerdo sobre cómo ponerse en serio a atajar –aunque a estas alturas ya habría que hablar más bien de paliar– el desastre climático. Ya no es cosa de un futuro lejano que vaya usted a saber, como en su día asegurara el simpar José María Aznar y apuntalara el campechano Mariano Rajoy avalado por la opinión experta de su primo catedrático de física de la Universidad de Sevilla. Catástrofes como la dana que cubrió de luto a Valencia hace poco más de un año son la dolorosa prueba.

La COP es la conferencia de las partes, esto es, una reunión anual de los Estados que firmaron la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Las «partes» –palabra que aporta la p al acrónimo en cuestión– se refiere a los países que han ratificado este tratado internacional para luchar contra el cambio climático. Parole, Parole… que cantaba Mina.

Palabras que poco efecto han tenido sobre la realidad. Como prueba baste el informe derivado de un estudio llevado a cabo por el Instituto de Medio Ambiente de Estocolmo (SEI), la organización Climate Analytics y el Instituto Internacional para el Desarrollo Sostenible, publicado hace unos días. En él se advierte que los Gobiernos de todo el mundo planean producir para 2030 un 120% más de combustibles fósiles por encima del nivel límite establecido para mantener el calentamiento global por debajo de los 1,5 grados que recomienda el Acuerdo de París. La cifra señalada representa un aumento de diez puntos porcentuales respecto del informe precedente, correspondiente a 2023. Los Gobiernos planean ahora mayores niveles de producción de carbón para 2035 y de gas para 2050 de lo que habían estipulado hace dos años. Según Emily Ghosh, una de las coordinadoras del informe: «Para mantener el objetivo de 1,5 grados al alcance, el mundo necesita reducciones rápidas en carbón, petróleo y gas, redirigiendo esos recursos a una transición energética que priorice la igualdad y la justicia». Tal como van hoy por hoy las cosas, con más negacionistas del cambio climático instalados en el poder y en tendencia ascendente las opciones políticas de extrema derecha que tienen en la Agenda 2030 una de sus bestias negras, con una Unión Europea que hasta hace un año parecía decidida a caminar en la dirección señalada por Ghosh pero que ahora se muestra titubeante, no podemos decir que vayamos por buen camino.

De ese descarrilamiento político ha dado cumplido testimonio la última COP, la número 30, celebrada en la ciudad brasileña de Belém –puerta de entrada a la Amazonia brasileña tan amenazada por el ansia extractivista– entre el 10 y el 21 de este mes de noviembre. Reproduzco aquí el titular de Público sobre el evento: «La COP30 concluye con un acuerdo sin referencias a los combustibles fósiles tras “las negociaciones más oscuras de la historia”». Una reunión de 195 países durante días que no ha llegado a ningún compromiso concreto; solo uno vago del diplomático brasileño Correa do Lago, quien presidió el evento, con el establecimiento de una «hoja de ruta» para detener y revertir la deforestación y para abandonar gradualmente los hidrocarburos. Nada que a los ecologistas y a muchos países como España les parezca suficiente. En fin, la enésima ocasión perdida de afrontar de verdad el problema. Y en vista del mediocre seguimiento mediático que ha suscitado la celebración de esta COP30 y el débil eco que ha generado su desenlace, diríase que su fracaso le trae sin cuidado a prácticamente todo el mundo.

¿Qué diría Godwin Olu Patrick Obasi del momento en el que nos encontramos con respecto a la lucha contra el calentamiento global? ¿Que quién es Godwin Olu Patrick Obasi? Si lo buscan en internet encontrarán su referencia en la Wikipedia en inglés, donde se nos dice que se trata de un meteorólogo nigeriano fallecido en 2007 y secretario general de la Organización Meteorológica Mundial (OMM) –agencia de la ONU– entre 1984 y 2003. Gracias a sus investigaciones en universidades de América del Norte y en Kenia, así como en el Servicio Meteorológico de Nigeria, podemos entender el proceso que lleva al calentamiento del planeta y el papel causante de la especie humana. Fue bajo su mandato que la OMM, en colaboración con el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, creó en 1988 el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés). Climatólogos de todo el mundo se integraron en él para revisar cantidades enormes de datos y las investigaciones existentes. El resultado fue una primera evaluación científica de los efectos del cambio climático que quedó plasmada en un primer informe que vio la luz en 1990. La conclusión práctica que se derivaba de los hallazgos científicos, constatada la contribución decisiva del ser humano en el calentamiento de la superficie terrestre, era tajante: si se quería evitar que el mundo tuviese que soportar una tasa de aumento de la temperatura global «superior a la experimentada en los últimos 10.000 años» era imperativo un cambio radical durante el siglo siguiente. Hace ya treinta y cincos años de esta contundente advertencia, y ese cambio radical al que se llama a la humanidad ni está ni se le espera. Más bien todo lo contrario, como indica –por ofrecer solo un botón de muestra– ese gesto neocolonial consistente en que los países más contaminantes paguen a los más pobres –que son los que más padecen los efectos dañinos del desastre ecológico– para seguir contaminando. Un estudio reciente confeccionado con datos a partir de 1850 demostraba que los países más industrializados eran colectivamente responsables del 90% del exceso de emisiones de CO2 a la atmósfera, correspondiendo el 40% a los Estados Unidos de Norteamérica. La injusticia es palmaria puesto que las consecuencias del colapso climático se sufren de manera desproporcionada en el Sur Global.

El tic tac del reloj fue puesto en marcha por los científicos en su informe del IPCC de 2018: tenemos que lograr un fuerte descenso de las emisiones de efecto invernadero para 2030. Si para ese año no se consigue, «el calentamiento global superará los 1,5 grados en las décadas siguientes, lo que causará la pérdida irreversible de los ecosistemas más frágiles y una sucesión de crisis para las personas y las sociedades más vulnerables». Nos quedan apenas cuatro años; pero la voluntad política necesaria para evitar, o al menos mitigar, esa catástrofe ecológica de la que hemos sido de sobras advertidos parece más débil que hace siete años.

Los optimistas dirán que estamos en el buen camino, que pasito a paso vamos avanzando por la senda de la transición energética y aquello del green deal, que hay en efecto algún que otro obstáculo (Trump, por ejemplo), pero que se superará con el tiempo. No lo ve así Manuel Casal Lodeiro, activista y divulgador en cuestiones energéticas y ecosociales. Su último libro, publicado el año pasado bajo el título Las verdades incómodas de la Transición Energética, ofrece argumentos bien sólidos para que contemplemos ese proceso político-económico bajo la mirada crítica que revela según él que la transición energética es un timo. Según expuso en una conferencia impartida el pasado trece de noviembre para un ciclo organizado por el Instituto de Paz y Conflictos de la Universidad de Granada, la transición energética se sustenta sobre una serie de creencias que no se sostienen frente a la realidad de que vivimos en un mundo finito. Lo que sigue es un resumen de tales creencias y las razones que las desacreditan de acuerdo con lo expuesto por Casal Lodeiro en dicha conferencia (su desarrollo completo se encuentra en https://www.youtube.com/watch?v=uC-bKent-Js).

La creencia primordial es que la transición energética frenará el cambio climático merced al uso progresivo de las energías renovables. Ahora bien, la producción y transporte de los elementos necesarios para su aprovechamiento (placas solares, aerogeneradores, etc.) llevan consigo inevitablemente la emisión de grandes cantidades de carbono a la atmósfera.

La fe puesta en la economía circular carece asimismo de justificación racional. La segunda ley de la termodinámica es incompatible con el reciclaje total; la entropía supone la inevitable degradación energética en cada proceso de reciclado. Además, aunque se alcanzase el cien por cien del reciclado, no bastaría dado que estamos sometidos al ineluctable imperativo capitalista del crecimiento constante. La economía circular es una quimera por su incompatibilidad con el capitalismo. En todo caso sería concebible una economía espiral que debería tender al decrecimiento tal y como propugnan Alicia Valero Delgado, ingeniera química y experta en materiales críticos, y Antonio Valero Capilla, catedrático de Ingeniería Energética en la Universidad de Zaragoza (sus argumentos se hallan en el libro titulado Thanatia. Límites materiales de la transición energética).

Da la impresión de que se ha instalado en la opinión pública la creencia de que la todopoderosa tecnología es capaz de fabricar energía, lo cual tropieza con la tozuda realidad que representa la primera ley de la termodinámica aprendida en la escuela: la energía ni se crea ni se destruye. Mediante la innovación tecnológica no podemos compensar el declive de la energía fósil. Es más: se da la paradoja de Jevons, enunciada en el siglo XIX por el filósofo y economista inglés William Stanley Jevons, en virtud de la cual cuanto más eficiente es una tecnología energética, más se incrementa el consumo de energía. Jevons lo observó en su época respecto de las mejoras tecnológicas en la eficiencia del uso del carbón que resultaron en su mayor consumo general, puesto que su uso se volvió más rentable en más fábricas y para más propósitos. No se olvide, pues: la tecnología solo nos puede ayudar a explotar una energía ya existente; no la puede crear de la nada. En cuanto a las innovaciones tecnológicas, están sometidas a la ley de los rendimientos marginales decrecientes: con el paso del tiempo, obtenemos menos eficiencia de esas innovaciones.

Las energías renovables no son tan limpias como se proclama por doquier. Requieren combustibles fósiles, hay que extraer de las minas los materiales con los que se fabrican los dispositivos renovables; por ejemplo, las baterías de iones litio de los coches eléctricos son potencialmente muy tóxicas para los seres vivos. La construcción y mantenimiento de esos coches es más contaminante que los tradicionales precisamente por las baterías.

Se promueve políticamente la compra de vehículos eléctricos como si fuesen la panacea para la movilidad sostenible. Pero no hay coches eléctricos para todos. Tampoco la red eléctrica podría soportar un parque automovilístico eléctrico tan numeroso como el actual de coches de combustión, ni hay materiales suficientes para fabricar tantos. Ahora compran los automóviles eléctricos mayormente los ricos, y se los estamos subvencionando entre todos.

El hidrógeno no es la solución del futuro, ni el verde. Porque no es una fuente de energía (primera ley de la termodinámica otra vez), sino un almacén para la energía, bastante ineficiente por cierto, porque el hidrógeno almacenado se va perdiendo a lo largo del tiempo (la inapelable entropía). Su utilidad es muy limitada: vale para sistemas que no se pueden conectar a la red como barcos y vehículos pesados. Por otro lado conlleva un colonialismo energético, ya que es producido en países pobres para aprovechamiento de los ricos. En cualquier caso no es competencia para los combustibles fósiles.

No tenemos suficientes minerales eficientes para esta transición energética. Con el Sol tenemos energía de sobra, pero con limitaciones en nuestra capacidad de captarla. Para eso necesitamos unos materiales, minerales y energía para construirlos de los que no disponemos en las cantidades requeridas. No nos llega el cobalto, el litio, el cobre, la plata; todos necesarios para la transición energética, y la minería cada vez es más costosa. A esto hay que añadir que los ingenieros no diseñan para el reciclaje sino para la obsolescencia. En verdad el sentido que se aplica es el capitalista, no el energético.

Si se quiere llevar a cabo de manera satisfactoria la transición energética se impone una masiva reconversión de todas las estructuras y sectores. Porque actualmente todos dependen de combustibles fósiles. ¿Cuánto cuesta esa reconversión masiva? ¿Cómo repartimos la carga de su coste para que sea de forma justa y causando el mínimo estrés social?

La verdad es que la transición energética no es un problema técnico sino cultural. Es falso que la transición energética consista simplemente en cambiar energías sucias por limpias. Se impone un cambio radical como ya advirtiera el siglo pasado el IPCC en su primer informe. En opinión de Casal Lodeiro eso implica todo una revolución cultural empezando por los valores que nos sirven de brújula, porque el capitalismo es una civilización con una ideología. La humanidad como especie tiene que asumir una nueva fase en su existencia en este planeta que nos permita transitar de una economía basada en el poder y la codicia a otra regida por la compasión y el bien común. En ese sentido se trata también de un cambio antropológico, condición necesaria para liberarnos del imperativo capitalista del crecimiento perpetuo, insostenible aún con energías renovables.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.