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Sobre el calentamiento global

El tren

Fuentes: www.javierortiz.net

Ayer critiqué la machacona insistencia con la que muchos atribuyen el cambio climático «a la acción del hombre». No tendría nada que objetar a esa afirmación si de lo que se tratara fuera de rechazar la patraña de que se trata de un fenómeno natural, propio de la evolución climática del planeta (como lo fue, […]

Ayer critiqué la machacona insistencia con la que muchos atribuyen el cambio climático «a la acción del hombre». No tendría nada que objetar a esa afirmación si de lo que se tratara fuera de rechazar la patraña de que se trata de un fenómeno natural, propio de la evolución climática del planeta (como lo fue, por ejemplo, la glaciación de Günz, allá por el cuaternario). Sin ser especialista en la materia, ni muchísimo menos, estoy de acuerdo en que son mucho más sólidos -y más desinteresados- los argumentos de quienes afirman que el acelerado calentamiento global que padecemos es, en lo esencial, antropogénico. Debido, dicho sea por concretar más, a los efectos nocivos de determinadas actividades de la especie humana.  

Pero son muchos los que se refieren a «la acción del hombre» -así, en general- no en los estrictos límites del debate al que acabo de hacer mención, sino con la intención, bien diferente, de promocionar la idea según la cual, en realidad, la culpa del cambio climático la tenemos todos. Ayer oí a un periodista especializado en cuestiones medioambientales defender esa idea por la brava y sin matices: no echemos la culpa ni a los gobiernos ni a los industriales -vino a decir, en resumen- porque ellos se limitan a atender las exigencias de los ciudadanos. 

Ya en mi Apunte de ayer argumenté que las pautas de consumo energético propias del estilo de vida del mundo económicamente más desarrollado -del de la mayoría de sus poblaciones, al menos- tienen no poco de inducidas, y que esa inducción responde a poderosos intereses económicos ligados a la propiedad privada. No voy a extenderme en ello. Me parece más interesante subrayar las consecuencias políticas que se derivan de uno y otro enfoque.

Quienes sostienen como argumento principal que «todos somos culpables» deducen de ello que hemos de ser todos y cada uno de nosotros los que aportemos la solución, cambiando nuestros hábitos de vida, renunciando a comodidades que en el fondo representan un derroche, volviéndonos, en suma, más austeros. «Echar la culpa a «los de arriba» es fácil. Cada uno tiene que asumir su cuota parte del cambio», concluyen.

Ya he dicho que no comparto el análisis en el que se basa esa conclusión. Tampoco la conclusión.

Pretender que se produzca una revolución social como resultado de la suma de millones de mini revoluciones individuales (o familiares, tanto da) es una pura ensoñación. Eso no va a ocurrir jamás. En una sociedad tan fuertemente competitiva como la nuestra, en la que la mayoría define su estatus en relación al estatus de quienes tiene a su alrededor, sólo una minoría sería capaz de apretarse el cinturón voluntariamente, sin mirar si los demás hacen lo propio o no.

Aun dejando de lado el hecho de que buena parte de las emisiones atmosféricas que provocan el cambio climático no son resultado de la actividad de los ciudadanos de base, subrayo ese otro aspecto que me parece de cajón, a saber: que la gran mayoría no variará sustancialmente su comportamiento en tanto no se vea en la obligación de hacerlo.

El único modo que habría de variar las pautas sociales de consumo energético -y, por vía de consecuencia, también las individuales- sería adoptando medidas legislativas que establecieran estrictos límites para las actividades contaminantes, que penalizaran cualquier trasgresión de esos límites. Si todos nos viéramos constreñidos a cambiar nuestros hábitos, el cambio no sólo se produciría (a la fuerza ahorcan) sino que, además, encontraría una mayor aceptación social, al afectar a todos por igual. O, por decirlo de otro modo: nos resignaríamos a ello. Ya hay experiencias en ese sentido. Por ejemplo, en aquellas ciudades que han pasado de desaconsejar el tránsito rodado por el centro urbano a prohibirlo, directamente. De las recomendaciones sólo hacían caso unos pocos. La prohibición, en cambio, si bien causó un fuerte rechazo inicial, ha acabado por ser aceptada, además de respetada.

He utilizado en el párrafo anterior el condicional («habría», «sería») con toda la intención. Y es que dudo mucho de que las autoridades de los países de capitalismo desarrollado sean capaces de seguir la vía prusiana; esa especie de revolución desde arriba que anteayer proponía Jacques Chirac con su habitual desenvoltura demagógica. No creo que sean capaces de hacerlo, pero no porque teman el enojo de la ciudadanía (ese tirón podrían aguantarlo, si en todas partes se hiciera lo mismo), sino porque están cogidas por el cuello por los grandes grupos empresariales industriales y financieros que obtienen sus inmensos beneficios de la explotación del actual modelo de consumo energético. La noticia que aparecía ayer, en la que se contaba que el American Enterprise Institute, financiado por la petrolera Exxon Mobil y muy ligado al círculo de los Bush, se ha dirigido a numerosos científicos ofreciéndoles importantes sumas por sacar «estudios» que pongan en tela de juicio el informe del Grupo Intergubernamental sobre el Cambio Climático, es la caricatura más extrema de lo que funciona a todos los niveles. Al menos yo, no veo al Gobierno español enfrentándose a la vez a la Banca, a las empresas extractoras, distribuidoras y comercializadoras de combustibles, a las siderúrgicas, a las centrales térmicas…

En el editorial que dedica hoy a la cuestión, El Mundo tiene el detalle de mencionar la responsabilidad principal que debe atribuirse en este capítulo a los EUA y, aunque en menor medida, también a las demás grandes potencias, aunque no proponga ninguna vía de solución. El País, en cambio, se cuida mucho de señalar con el dedo a nadie en particular, pero sostiene que hay que cambiar de rumbo y apela a los intereses de la Humanidad a medio y largo plazo. Sin embargo, ése es precisamente el problema: la lógica del capitalismo lleva a la persecución del beneficio máximo al más corto plazo. Está en su naturaleza.

Por resumir: que podrán  tomarse medidas menores, como las que ya se han adoptado con los aerosoles y con el gas de los frigoríficos, pero el tren que se ha puesto en marcha -ésa es la imagen que han utilizado algunos científicos- va a seguir adelante.

Las cuentas de beneficios se encargarán de que no le falten vías.