La sentencia del Tribunal Constitucional que anula la ilegalización de la candidatura europea de Iniciativa Internacionalista-La Solidaridad entre los Pueblos (II-SP) por parte del Tribunal Supremo es una buena noticia. Al menos para quienes durante los últimos años contemplaban con preocupación cómo, en nombre de la lucha contra el terrorismo, la Ley de Partidos Políticos […]
La sentencia del Tribunal Constitucional que anula la ilegalización de la candidatura europea de Iniciativa Internacionalista-La Solidaridad entre los Pueblos (II-SP) por parte del Tribunal Supremo es una buena noticia. Al menos para quienes durante los últimos años contemplaban con preocupación cómo, en nombre de la lucha contra el terrorismo, la Ley de Partidos Políticos de 2002 se convertía en un peligroso instrumento de limitación de la libertad ideológica, del pluralismo político y de otros principios básicos ligados a la idea del Estado de derecho.
Entre otros extremos, el Tribunal Constitucional ha desautorizado la pretensión del voto mayoritario de la Sala Especial del Tribunal Supremo, secundada por Fiscalía y por la Abogacía del Estado, de que cualquier opción política que pudiera simpatizar con la ilegalizada Batasuna debía considerarse instrumento de ésta y, por consiguiente, de ETA. A pesar, sin embargo, de las credenciales garantistas de algunos de estos argumentos, la decisión deja en pie una parte sustancial del problema: la propia Ley de Partidos.
Efectivamente, lo que en términos formales fue presentado de entrada como una norma abstracta y general, dirigida a «cualquier partido», se reveló, muy rápidamente, como algo distinto: como un recurso dirigido a silenciar, según las conveniencias del momento y sorteando garantías procesales básicas, cualquier opción electoral más o menos vinculada a aquellos sectores de la izquierda abertzale no dispuestos a distanciarse de la estrategia de ETA en los términos predispuestos por los partidos mayoritarios de ámbito peninsular.
Primero fue la disolución de Batasuna, que la Sala Especial del Tribunal Supremo se apresuró en identificar en su totalidad con ETA, a pesar de que muchos de sus miembros y buena parte de sus votantes rechazaban el uso de métodos terroristas, como bien recordó en su momento el periodista Javier Ortiz. Entonces, el Tribunal Supremo llevó adelante un procedimiento caracterizado por la poca consistencia de las pruebas aportadas y por las dificultades con las que los afectados tuvieron que ejercer su derecho de defensa. El Tribunal Constitucional dio por buena estas actuaciones e insistió en que a un procedimiento de ilegalización no se le podían exigir las mismas garantías de defensa que a un proceso penal o administrativo. Naturalmente, y a pesar de que existía asentada jurisprudencia según la cual en un sistema democrático «todas las ideas tienen perfecto acomodo», el núcleo de argumentos favorables a la ilegalización estaba ligado a la ausencia de condena de atentados terroristas. Poco y nada importó, por ejemplo, que tras unos atentados que habían tenido lugar en Santa Pola, algunos miembros de Batasuna expresaran su «solidaridad con las víctimas y sus familiares» o su «deseo de impulsar mecanismos que pongan fin definitivamente a los lamentables acontecimientos que causan tanta pena y dolor a nuestro pleno». El Tribunal Supremo entendió que se trataba de una condena tibia, introduciendo así una singular guía de valoración de las pruebas en juego.
Los argumentos utilizados para disolver el «complejo» Herri Batasuna-Euskal Herritarrok-Batasuna levantaron la veda político judicial y muy pronto se extendieron a otros partidos y agrupaciones de electores que, en razón de sus relaciones más o menos remotas con miembros del mismo, pasaron de inmediato a considerarse soporte o complemento de ETA. Muy pronto, la ilegalización de un partido fue el pretexto para extender sus efectos a otros diferentes que no habían sido parte en el proceso de ilegalización del primero y de los cuales ni siquiera se decretaba su disolución. En ese contexto, las garantías procesales y el derecho a la tutela judicial efectiva se fueron degradando progresivamente en un proceso sumarísimo o express que generaba abiertas condiciones de indefensión. Unas listas «contaminadas» por candidatos más o menos ligados al mundo abertzale «contaminaban» a su vez a otras, en una sucesión imparable de ilegalizaciones fundadas, no en la realización subjetiva de actividades contrarias a los principios democráticos, sino en la simple ocupación objetiva de un espacio ideológico.
Tampoco importó mucho que los partidos considerados «sucesores» de Batasuna hubieran renunciado explícitamente a la violencia en sus estatutos, como ocurría con el octogenario ANV, o que hubieran apostado explícitamente por vías políticas para impulsar sus principios, como pasaba con el PCTV. Bastaba con que hubiera contactos con miembros de la izquierda abertzale ahora arrumbados a la clandestinidad y privados de derechos políticos básicos, y, sobre todo, que no hubieran «condenado» hechos de violencia en los términos preestablecidos por el Partido Socialista y el Partido Popular, para que el veto electoral se desencadenara fulminante.
La ilegalización de D3M y Askatasuna, en las últimas elecciones vascas, engrosó la lista de desterrados políticos, convirtiéndose en preludio de un seguro paso por la Audiencia Nacional bajo la acusación de terrorismo. Pero también consiguió perfeccionar uno de los objetivos no confesados de la Ley de Partidos: impedir que la izquierda abertzale mayoritaria tuviera representación en el Parlamento vasco y facilitar, de ese modo, un cambio en el gobierno autonómico.
A diferencia de los casos antes referidos, la pretensión de ilegalizar la candidatura de II-SP a las elecciones europeas suponía, por primera vez, una utilización de la Ley de Partidos fuera del ámbito específico de la Comunidad Autónoma Vasca. Por primera vez, se incluía a una coalición electoral sin candidatos vascos y promovida por dos partidos de ámbito castellano -Izquierda Castellana y Comuneros- cuya legalidad nadie cuestionaba. Entre sus filas destacaban sindicalistas, escritores o intelectuales de diferentes partes del Estado, ajenos, en muchos casos, al mundo abertzale. Tan solo uno de ellos, el dramaturgo Alfonso Sastre, había concurrido, sin ser miembro de ningún partido, en listas ya disueltas.
Los escollos jurídicos para dictar una sentencia de ilegalización con visos mínimos de ilegalidad eran evidentes. Pero la Sala Especial del Tribunal Supremo, alentada por la connivencia entre el Partido Socialista y del Partido Popular -supuestos archirrivales en las elecciones europeas- decidió dar un paso adelante y, pese a discrepancias internas, anuló la candidatura. Las pruebas de «contaminación» por parte de organizaciones ilegalizadas, y con ello, de la propia ETA, eran de una ostensible fragilidad, por no decir inexistentes, lo que obligó al Tribunal a colocar la ausencia de condena explícita al terrorismo como argumento casi exclusivo de la ilegalización.
Tratándose, sin embargo, de unas elecciones que no ponían en peligro el mapa político autonómico o estatal, una parte importante del establishment comenzó a cuestionar la decisión. Algunos juristas que habían aprobado las ilegalizaciones anteriores o que, en general, consideraban la Ley de Partidos perfectamente compatible con la Constitución española y con el Convenio Europeo de Derechos Humanos, comenzaron a agitar el fantasma de un posible fallo adverso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. La «prensa respetable» dio cobertura a este tipo de posiciones y sostuvo, en sus editoriales, que se había llegado demasiado lejos, encomendando al Tribunal Constitucional la restauración del «sentido común».
En ese contexto, el veredicto constitucional representa, sin duda, un severo varapalo no sólo para los partidos mayoritarios que, al unísono, habían impulsado o aceptado el veto electoral, sino también para quienes, desde la izquierda, se limitaron a anunciar el acatamiento acrítico de la sentencia, cualquiera fuera su sentido. El peligro, ahora, es que los argumentos del Tribunal Constitucional pretendan convertirse en expresión de un nuevo «sentido común» en el que la Ley de Partidos, «debidamente interpretada», aparezca como un horizonte incuestionable e irrebasable. La legalización de la nueva candidatura, en efecto, significa para muchos salir del limbo electoral y volver a poder ejercer el derecho al sufragio activo negado en los últimos años. Pero también es una oportunidad para recordar, esta vez en el espacio europeo, las razones por las que la propia Ley de Partidos sigue siendo parte importante del problema.
Jaume Asens es Vocal de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona. Gerardo Pisarello es Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona y miembro del Consejo de Redacción de SINPERMISO