En los días más difíciles de la clandestinidad en nuestra última batalla por ser libres, cuando no eran suficientes los contactos, ni las casas donde los compañeros podían esconderse, frente a las amenazas más brutales de una tiranía que veía enflaquecida su autoridad a pesar de haber asesinado a los mejores jóvenes del país, flotaba […]
En los días más difíciles de la clandestinidad en nuestra última batalla por ser libres, cuando no eran suficientes los contactos, ni las casas donde los compañeros podían esconderse, frente a las amenazas más brutales de una tiranía que veía enflaquecida su autoridad a pesar de haber asesinado a los mejores jóvenes del país, flotaba por las calles de la Habana, sutil y grácil una hermosa mujer de cabello blanco de ojos esmeradamente negros, apostados en la más firme de las miradas.
Mi tía Aída Santamaría fue la más serena y bella de aquellos raros Santamarías emblemáticos que sembraron su corazón en la revolución cubana. Chaviano sin haber encontrado qué hacer frente a una mujer de tanta belleza y serenidad, sólo repetía como un imbécil cuando sabía que ella visitaba una cárcel o hacía algún arreglo. «¡Ah, esa palomita blanca, esa palomita blanca!».
Si Haydée fue la dueña de la pasión más desbordada y de una inteligencia moldeada sólo por la emoción; si tío Aldo significó valor, en cuyo estómago descansó el secreto de la llegada del Granma y en cuya precia militar se confió cuando la Crisis del Caribe siendo y se instalaron sin rubor los cohetes estratégicos en mi Patria; si fue Adita, la pequeña Adita, el símbolo de la alegría, el arte, y en su casa, de fiesta permanente encontró Silvio y Pablo sus mejores tertulias; si por último… o más bien fue por primero, Abel el símbolo de la entrega absoluta, ese santo inmaculado de ojos verdes; ojos con los que quisieron comprar el corazón de mi madre en las cárceles de Santiago de Cuba; entonces Aída Santamaría, a la que acabamos de dar sepultura, fue el símbolo de la serenidad, de la coherencia, fue esa persona a la que todos acudían cuando era menester sufrir o resolver alguna diligencia. Cuentan que cuando ya era evidente que la palomita blanca era la más comprometida de los revolucionarios y que agentes encargados por la tiranía le comunican en Encrucijada (tierra natal de los Santamarías) que debería abandonar el país, descubren los agentes un libro que descansaba en el librero que había sido llevado allá después del Moncada por órdenes de Fidel. Fidel, dicho sea de paso, sabía que aquel libro era desde ya propiedad de la Historia. El agente saca el libro firmado por el tío Abel y dice entre sorprendido y amenazador: «Abel, éste fue el que murió en el Cuartel Moncada». Tía Aída señaló imperturbable «No, Abel fue al que asesinaron cobardemente en el Moncada». Dicen que ese oficial la miró intrigado, y los bellos ojos de mi tía no se apartaron un solo segundo de su rostro. El batistiano colocó sin chistar el libro en el armario, como quien aleja a la cruz.
Al triunfar la revolución cubana, en la que había dejado junto como legado la vida de su hermano Abel y el dolor de su familia, Aída se entregó de lleno a las nuevas tareas.
Dirigió el Departamento de Prevención y Asistencia Social. Los trabajadores sociales, que son ahora nuestro orgullo, tuvieron su primer empleo bajo al ala de esta palomita blanca, que desde enero del 59 decidió volar mucho más alto.
Las funerarias, los barrios marginales, la atención a los combatientes, no es con mucho una labor inédita en mi patria. Aída fue la primera trabajadora social. Los bienes que se recuperaban de los asesinos y de los cobardes que abandonaron el país fueron entregados a los más necesitados a través de sus blancas manos.
Recuerdo ahora, siendo una niña que en plena zafra de los 70 mis padres estaban en Amancio Rodríguez, un pequeño pueblo de pescadores en la antigua provincia de Camaguey. En lo que mi padre arengaba a los macheteros, para llegar a aquella meta de los 10 millones, que dicho sea de paso, muchas deformaciones posteriores hubiésemos evitado de haber llegado a aquella cifra, pues el precio a la «derrota» de aquel plan fue caer en los brazos de la burocracia soviética y todas sus incalculables aberraciones, pues bien, mientras Armando Hart alentaba y organizaba la molienda de azúcar, mi madre se encargaba de construir una carretera, un acueducto, y otras obras en «Macondo», como ella bautizara al pueblo. Entregaba ladrillos para la construcción de las casas de los campesinos, para obras sociales, etc. Entonces como cuento de hadas, mi tía Aída enviaba todos los artículos abandonados por los presurosos burgueses que abandonaban el país: Las campesinas de Amancio contaban además de una exigencia por cortar caña, con cacerolas esmaltadas, cubiertos finos, sábanas de lujo, enviadas por el Departamento de Aída Santamaría Bienes Recuperados del Estado. No es que esto fuera importante para que los humildes entendieran la revolución, mas de alguna manera era un símbolo que el café matutino de los cañeros se colaba en un recipiente que otrora pertenecía a un soberbio ladrón. No es que pasaran esos objetos de unos ladrones derrotados a unos ladrones en el poder: Los tenía el pueblo, al que poco le importaba la firma americana de los recipientes que usaban, seguirían taimando el café para «los diez millones» a pesar de tener que usar el derroche aquel de la burguesía más platanera y mediocre de todas.
Aída siguió siendo el puntal más firme de su familia, mediadora entre las peleas de abuela Joaquina y mi madre, partera (por llamarla así) de todos sus sobrinos. Me contaba mi madre que cuando ya yo había decidido nacer, aún no era el momento de hacerlo tan sólo porque Aída no aparecía. Para llegar a este mundo tuve que esperar por la anuencia y el aplomo de mi tía Aída.
Murió siendo militante del Partido Comunista y tratando de perseguir que nosotros, sus hijos y sobrinos, que de alguna manera hemos crecido en el bendito huracán de los Santamaría, sigamos leales a estos empeños.
Como era su deber Aída enterró a sus cuatro hermanos. ¡Cuál de los cuatro con más dolor que el otro! A uno lo asesinaron, la otra se suicidó, la más pequeña murió antes de tiempo envuelta en el peor cáncer… A mi tío Aldo hace un año, de igual manera… A todos tuvo que darle sepultura tratando de amainar el dolor confuso y disímil, de todos sus descendientes.
Ahora puede ser el fin, al menos para nosotros: La última rama de ese árbol milagroso acaba de ser devuelta a la tierra.
No sé si a mis primos, a mi hermano, y a mí ellos nos hayan dejado algo de aquel embrujo, pero será difícil que florezcan de igual manera: Estamos contaminados, con nuevos tiempos, nuevas prisas, y mucho menos de amor.
Hoy cerró un capítulo extendido de esta obra peculiar de la revolución.
Debemos juntar las manos con fervor… y pensar… y amar mucho para que las cenizas de luz de esa legión de iluminados puedan acompañarnos un tanto más allá, cuando tengamos que seguir a tiro forzado, lidiando con la muerte en los años que nos restan. Creo que la magia no muere, pero al menos hoy creo perder la fe para tratar de encontrarla.
Con el sepelio del día de hoy algo muy hermoso e indefinido termina por cerrarse en esta luminosa historia de una revolución fabricada a pluma de ángeles.