De las pocas cosas en las que he estado de acuerdo con Zapatero es en aquello de que la nación es un concepto discutido y discutible. El contenido se hace tanto más confuso cuando nos movemos en la Europa actual, similar, por una parte, a un enorme puzzle cuyos territorios se han barajado demasiadas veces […]
De las pocas cosas en las que he estado de acuerdo con Zapatero es en aquello de que la nación es un concepto discutido y discutible. El contenido se hace tanto más confuso cuando nos movemos en la Europa actual, similar, por una parte, a un enorme puzzle cuyos territorios se han barajado demasiadas veces para formar distintas unidades políticas y, por otra, a un extenso espacio de emigraciones y de mestizaje, en el que resulta difícil -por no decir imposible- encontrar unidades homogéneas y diferenciadas, sean cuales sean los criterios que se establezcan. No obstante, en esa búsqueda los nacionalismos grandes o pequeños han convertido a Europa, a menudo, en campo de desolación, muerte y miseria. En contra de lo que nos pueda parecer en este momento, España no ha ocupado un puesto aventajado en ese baile; sus contornos y fronteras desde hace siglos están bastante definidos y su presunta diversidad interna es inferior a la de otros muchos países.
Hoy se afirma continuamente que España es plural. Con tanta o mayor razón se podría decir lo mismo de cualquier otro Estado, y otras regiones europeas podrían aducir también iguales o mejores motivos para reclamar la independencia que Cataluña. Toda entidad es plural. Desde su inicio, desde los griegos, la filosofía planteó el problema de la unidad y la multiplicidad. Uno y múltiple son la cara y la cruz de una misma moneda. Cataluña es también plural. No solo porque en estos momentos el secesionismo haya dividido en dos a la sociedad catalana, sino porque Barcelona, por ejemplo, es muy distinta de Gerona. De hecho, como pone de manifiesto un interesante artículo en el diario El País de Santos Juliá, en la estructura administrativa de España no existían hasta 1906 las regiones, solo las provincias. Fue en esa fecha cuando varios diputados catalanes demandaron al gobierno la agrupación de las cuatro provincias en región, lo que no se consiguió hasta la República.
La defensa de la España plurinacional puede resultar una trampa de difícil salida que nos retrotraiga a estructuras de la Edad Media. Desde luego, la solución no pasa por contraponer la España grande y libre, tanto o más errónea y que incurre en el mismo vicio identitario. Archivemos el término nación, porque si se trata únicamente, como se afirma, de un concepto cultural, no tiene utilidad en la realidad política. Más bien lo contrario, puede ser un peligro, ya que induce a confusión, y nunca sabremos si nos estamos refiriendo a la cultura o a la política. Hablemos de Estado, de República, no en el sentido de forma de gobierno contrapuesto a Monarquía -que si se quiere, también-, sino como res pública (cosa pública). Estado compuesto, no de territorios ni de pueblos, sino de ciudadanos (citoyens), sin privilegios y con los mismos derechos. A los independentistas, y por contagio a los de Podemos, se les ha vuelto todo en hablar de los derechos civiles, pero los derechos civiles no son los derechos de los territorios, ni los fueros (privilegios) propios de una organización feudal, sino los derechos de los ciudadanos. El pensamiento nacido en la Ilustración supera las estructuras medievales, los reinos de taifas y por supuesto también los planteamientos imperiales, para situar el problema político en la igualdad ante la ley, e incluso, también y muy importante, en una cierta igualdad económica. Lo demás es retroceso y reacción.
Europa se compone de Estados democráticos. Con un dibujo invariable, al menos en la parte occidental, desde hace 75 años, desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Ha sido esa constancia de diseño la que ha permitido una época de paz y prosperidad. Desde luego, el mapa podía ser otro, pero es el que es, fruto si se quiere de guerras y tratados, pero cristalizado en constituciones que, con todos sus defectos, mantienen fundamentalmente los principios de la igualdad de todos ante la ley, el autogobierno (democracia) y en cierta medida los derechos sociales y económicos. Cualquier cambio del diseño que se pretenda hacer al margen o en contra de esas constituciones supone abrir la caja de Pandora, retornar a los nacionalismos y romper el equilibrio conseguido a lo largo de todos estos años.
La nación, para justificarse, recurre a realidades identitarias y a supuestas constantes históricas o más bien metahistóricas. Los secesionistas catalanes estarían encantados, a no ser por quien era el autor, de predicar de Cataluña la expresión que Primo de Rivera usaba para definir España, «una unidad de destino en lo universal», y es que el nacionalismo sea del signo que sea hunde sus raíces en el romanticismo del siglo XIX y se acerca bastante al fascismo. Solo que en el siglo XXI ciertas cosas resultan ridículas y un poco paletas. «El destino en lo universal» se transforma en «hacer país» de tipo botiguer, al ritmo de tres por cientos y varas de alcaldes.
El Estado se conforma como algo mucho más humilde, no recurre a ideas grandilocuentes, solo se justifica por lo fáctico, simplemente por el hecho de existir. No es esencialista, sino funcionalista. Su razón de ser se encuentra exclusivamente en que realiza una función, pero función sustancial, organizar políticamente a la sociedad, y permitir por tanto su existencia. Aunque sea en sentido figurado hay que acercarse a la teoría del pacto social. Todos los ciudadanos renuncian a una parte de su libertad para poder conservar el resto. Mi derecho termina allí donde comienza el de los demás. El Estado de derecho es la salvaguarda de los más débiles frente a los fuertes, y el Estado social, el escudo de los más desprotegidos frente al poder económico. El Estado constituye también la defensa de las regiones menos desarrolladas frente a las prósperas. Allí donde no existe un Estado que vertebrador (en el orden internacional entre países), los desequilibrios económicos se tornan lacerantes y escandalosos.
Es verdad que en buena medida el pacto casi siempre se nos da hecho, pero en las sociedades democráticas todos tenemos la ocasión de modificarlo día a día mediante los procedimientos democráticos. De la ley a la ley, pero a través de los instrumentos que la propia ley prevé para cambiarla. Cuando se pretende alterar la constitución por otros caminos (caminos subversivos), si se hace desde abajo se llama revolución, pero si es desde el poder, con armas o sin ellas, constituye un golpe de Estado.
Y golpe de Estado está siendo la actuación que el secesionismo catalán ha denominado el procés. Se ha pretendido corregir la Constitución sin sometimiento a los mecanismos que la propia Constitución establece para reformarla. Una minoría, las autoridades e instituciones de una región, poder constituido, se han proclamado poder constituyente sin serlo. En aras de un imaginario e ilusorio derecho de autodeterminación, inexistente, se ha querido despojar a todos los ciudadanos españoles de su derecho, ese sí existente por la Constitución, a ser ellos en conjunto los que determinen la estructura territorial de España. Se ha pretendido usurpar la soberanía que pertenece en exclusiva a la sociedad española.
El discurso independentista muestra a menudo sus contradicciones. Entre las medidas que se contemplan para la futura república, figura el conseguir del Gobierno español que todos los catalanes que lo deseen pudiesen tener la doble nacionalidad. Aceptan de hecho que la nacionalidad española es un derecho de todos los catalanes. Lo que sin duda es cierto, pero entonces ¿cómo no asumir que habría que conceder la doble nacionalidad también a todos los españoles? La supuesta nacionalidad catalana sería también un derecho de la totalidad de los españoles, por lo que se supone que tendrían capacidad de votar. Carece de sentido que esta facultad se reconozca a posteriori y no previamente para decidir la propia independencia.
Entre las múltiples trampas tendidas por los secesionistas figura la pretensión de transformar el 27 de septiembre de 2015, unas elecciones a una cámara regional, en un plebiscito para la independencia. Plebiscito que en todo caso perdieron, pero, como ocurre siempre con el independentismo, no aceptaron el resultado tal como ellos mismos lo habían planteado (en un plebiscito lo sustancial es el número de votos) y se aferraron al número de escaños para iniciar lo que llamaron el procés, un camino hacia la independencia.
Una vez perdido este primer envite, es casi seguro que, de cara a las elecciones del 21 de diciembre, el secesionismo va a intentar plantear de nuevo las elecciones en términos plebiscitarios. Sin duda, ese es el sentido de las palabras que Puigdemont ha comenzado a repetir con cierta frecuencia -frecuencia que seguramente irá aumentando según nos vayamos acercando a los comicios- acerca de si el Estado español o incluso Europa respetarán el resultado de las urnas. Como siempre, son palabras saduceas, porque los resultados a los que se refiere no son los relativos a la conformación de un parlamento regional que es lo que se elige el 21 de diciembre, sino el resultado de un supuesto y falso referéndum que no se celebra y en el que pretenden transformar los comicios. Si alguien no ha respetado los resultados en el pasado, y es previsible que no los respete en el futuro, son los secesionistas que han querido transformar un poder constituido en un poder constituyente.
Lo peligroso en este debate es que, a menudo, desde fuera del secesionismo, bien sea en Cataluña o en el resto de España, se termina cayendo en la trampa de su discurso capcioso, y debatiendo en su terreno. Conviene tener muy claro que lo único que se elige en las próximas elecciones es un parlamento autonómico, con las competencias tasadas que le otorgan la Constitución y el Estatuto de autonomía, y que deberá elegir un gobierno regional con funciones y competencias también tasadas. Sea cual sea la cifra de secesionistas que en estas elecciones se pongan de manifiesto, no pueden usurpar los derechos de todos los catalanes, y mucho menos de todos los españoles.
Me da miedo cuando se habla de solución política o de salida negociada al conflicto catalán. Porque el primer y principal conflicto, no lo olvidemos, está planteado entre las dos partes en que hoy se divide la sociedad catalana. Ahí se encuentra quizás la primera tarea que debería acometer el nuevo Parlamento. La primera negociación debe darse en ese marco, pero conscientes siempre de cuáles son las limitaciones de un parlamento regional, de manera que la factura de la concordia y de la reconciliación en Cataluña no la terminen pagando otras regiones de condiciones económicas menos favorecidas. Como afirmó con cierta ironía un presidente de Extremadura, tener dos lenguas no significa tener dos bocas.
Fuente: https://www.republica.com/contrapunto/2017/11/16/elecciones-regionales-no-plebiscitarias/