Queda demostrado que si «ellos» pueden meter explosivos en los aparatos electrónicos, la obsolescencia de la especie humana pronto será también posible, de manera que después de programar su suicidio colectivo solo queden unos pocos individuos que, por ironías del destino, se encuentren justo en ese momento paseando en mitad de un bosque, sin móvil ni cacharro semejante, teniendo en cuenta que suelen ser los paseantes de los bosques las personas que con más frecuencia se olvidan de las cosas útiles cuando más les hacen falta.
Vamos camino de la estupidez absoluta, no del abismo, y esto significa que las sombras de la caverna de Platón son cada vez más atractivas y engañosas. De hecho, hace tiempo que ya no son sombras sino auténticos hologramas en movimiento capaces de atrapar nuestro sexto sentido hasta dejar la intuición tan borracha como una cuba de aguardiente.
Por partes: de lo primero que hay que avisar es que ya nos están matando desde hace tiempo, y no hablo de los pesticidas que se encuentran en todos y cada uno de los eslabones de la cadena de consumo, nos están matando por haber nacido, porque no les interesa que seamos personas vivas sino solo cuerpos que devoran otros cuerpos. Cuerpos que consumen y cuerpos para el consumo. Y cuerpos víctimas del imparable deterioro de las condiciones ambientales en las que vivimos.
Vas y te compras unas zapatillas, y resulta que tienen sangre, la sangre de otros cuerpos que se dejan la piel por ti, para que tú compres esas zapatillas. Pero no es este el único acto de antropofagia que realizas al día, pues cada vez que adquieres una piña de Colombia o una salchicha de Frankfurt, seguro que estás matando a un indígena dejándolo sin su casa, la selva, sí, la misma selva que lleva meses ardiendo sin que ningún organismo internacional ponga el dedo índice en el botón rojo de alarma. Y si no es un indígena, será un orangután o una mariposa; seres, en todo caso, más inteligentes que la mayoría de los individuos adscritos a la especie obsolescente.
Segundo aviso y último: estás sola, estás solo. O lo que es lo mismo, no hay quien defienda la vida, más allá de ese reducido grupo de fanáticos vitalistas concienciados del que quizá formes parte. Y es que, tal vez, los organismos que hasta hace poco decían que defendían los derechos de la Tierra, ahora han pasado a ser meras estructuras de hormigón y acero sin habitantes en su interior, si acaso un comisario, algún que otro vendedor de drones para guerras eficaces y las mujeres que limpian los suelos de mármol, que siempre son mujeres. Pero tampoco pienses que Greenpeace te va a defender, y si lo piensas no lo digas porque te llamarán todos los días para que pagues las cuotas con las que pagar a los activistas que se cuelgan de los teléfonos para hacer llamadas buscando más y más personas socias que paguen a los activistas que se cuelgan de los teléfonos.
Es verdad que tengo suerte, lo reconozco, porque además de paseante de los bosques tengo una memoria como una noria, a juzgar por las vueltas que doy buscando lo que pierdo, y esto es una suerte, porque dispongo de más probabilidades de sobrevivir cuando llegue el fatídico momento en el que alguien diga que es hora de que un fallo imprevisto haga detonar el explosivo que llevan dentro todos los aparatos electrónicos, desde una plancha inteligente a una balanza digital con la que salir disparados después de un reconocimiento del sobrepeso.
¿Pero ese «ellos» quiénes son?, te preguntarás, y yo también me lo pregunto. Yanis Varoufakis, en su libro El minotauro global da implícitamente una respuesta a través de otra pregunta, en este caso retórica: “¿Y si el capitalismo no es un sistema «natural» sino, más bien, un sistema particular propenso al fallo sistémico?” Lo que nos viene a decir Varoufakis es que el propio sistema nació viciado, contiene fallos en sus genes que obligan a que los errores se vayan repitiendo, de manera que estos errores, que se traducen en millones de sacrificios a cada minuto, sean inevitables. De ser así, ¿qué importa que haya alguien o no comandando el sistema, si el sistema va a fallar de todos modos?
Desde esta perspectiva de un sistema mecanicista y automatizado, el capitalismo es la propia máquina, algo más perfeccionada que la que dibujó Charles Chaplin en sus Tiempos Modernos, pero máquina al fin y al cabo, capaz de funcionar siempre del mismo modo, independientemente de quién se encargue de su mantenimiento y capaz, también, de funcionar por sí misma, sin acción humana consciente, provocando continuos fallos que sirven para que la máquina aprenda, pero no a funcionar mejor sino a producir fallos cada vez mayores, pues el fallo, la trampa, la equivocación, el engaño, los espejismos y la propaganda, todo junto, es lo que permite a la máquina seguir alimentándose de cuerpos, cada vez más cuerpos.
Desde esta perspectiva, la intrascendencia de ese «alguien» parece obvia de cara a aceptar la loca deriva del capitalismo como cuestión cultural, global y totalizadora. Sin embargo, esto no parece tan claro cuando se trata de órdenes concretas. Y es que aunque admitamos que el capitalismo es imparable, lo cierto es que la velocidad con la que se toman los errores –en círculos académicos llamados decisiones– es bien distinta. No es lo mismo un dirigente psicópata que muchos psicópatas juntos dirigiendo. Lo primero produce errores necesarios para el sistema –guerras, explotación, represión, hambrunas, etc.–. Lo segundo podría provocar una debacle en el funcionamiento y, en consecuencia, el fin del lugar donde se sitúa la máquina: el propio planeta Tierra como finca donde aposentarse.
¿Pero no serán esos «ellos» unos personajes que actúan como si gobernaran el mundo, como sucede en una buena pieza de teatro, cuando el director permite a los actores que se crean sus papeles para que el público aplauda a rabiar al final del espectáculo?
Tengo dudas. En todo caso, si «ellos» solo interpretan unos roles, ¿dónde está el director o los directores, y quén es o quiénes son?
No voy a sorprenderles diciendo que es la propia Inteligencia Artificial la que está detrás de todo, porque no es cierto. Por desgracia. A pesar de sus limitaciones emocionales, la AI tiene más empatía con los móviles que quienes ordenarán que exploten cuando sea preciso.
En mi humilde opinión, y puesto que soy ateo, ese «ellos» lo configuramos todas las personas del mundo que «creemos» en el capitalismo, queramos admitirlo o no. Y es que la máquina está preparada para ser mantenida por sus propias víctimas, ese es el principio básico con el que fue construida desde tiempos de Adam Smith, que ya en su día preconizó que “ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros es pobre y miserable”.
Así que son los sueños de las personas los que alimentan la máquina, ¿así de sencillo?
Pues sí, va a ser eso, va a ser que, de acuerdo a los principios del liberalismo, cada vez que soñamos con tener algo más que un viejo y rancio automóvil de diésel, reparamos la máquina; cada vez que votamos a un partido que pone en su puesto a miles de funcionarios ciegos, reparamos la máquina; cada vez que abrimos X, reparamos la máquina; cada vez que guardamos silencio, reparamos la máquina; y así hasta el infinito.
Y la reparamos para que siga cometiendo crímenes, que fue el fin último para el que fue diseñada, bajo la apariencia de una mayor felicidad para unos pocos.
Ay, unos pocos, ¡a ver si esos pocos van a ser «ellos»!
Si preguntan por mí, no estoy en el bosque.
Julio Fernández Peláez es miembro de Ecologistas en Acción Zamora.
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