En la reciente década de 1970, el pensador Ivan Illich escribió: «El americano típico consagra más de 1.500 horas por año a su automóvil: sentado dentro de él, en marcha o parado, trabajando para pagarlo, para pagar la gasolina, las llantas, los peajes, el seguro, las infracciones y los impuestos (…) Estas 1.500 horas le […]
En la reciente década de 1970, el pensador Ivan Illich escribió: «El americano típico consagra más de 1.500 horas por año a su automóvil: sentado dentro de él, en marcha o parado, trabajando para pagarlo, para pagar la gasolina, las llantas, los peajes, el seguro, las infracciones y los impuestos (…) Estas 1.500 horas le sirven para recorrer unos 10.000 kilómetros al año, lo que significa que se desplaza a una velocidad de 6 kilómetros por hora», aproximadamente la mitad de la velocidad que desarrolla un ciclista urbano sin esforzarse. Más de 30 años después, las palabras de Illich siguen siendo válidas, excepto que ahora se podrían aplicar a la práctica totalidad del mundo desarrollado más las economías «emergentes» de Oriente; es decir, a buena parte de la humanidad. Hoy sabemos, además, que este uso compulsivo del automóvil es uno de los mayores responsables del crecimiento desbocado de las emisiones de gases de efecto invernadero, de la pérdida de habitabilidad de las ciudades -grandes y pequeñas-, del enorme gasto de tiempo social provocado por los atascos, de que la calle haya dejado de ser un lugar transitable para niños y ancianos, del deterioro de buena parte de nuestros monumentos y lugares de encuentro tradicionales y del enorme estrés al que viven sometidos los habitantes de las grandes ciudades.
En España, las emisiones de gases de efecto invernadero directamente ligadas al sector transporte han crecido más de un 80% desde 1995, aproximadamente el doble que el crecimiento global de tales emisiones, hasta superar la cuarta parte del total. No obstante, basta con echar un vistazo a los planes de movilidad que se redactan en nuestro país, desde el recientemente aprobado Plan de Infraestructuras hasta los planes del más humilde ayuntamiento, para darse cuenta de que el automóvil privado sigue siendo el rey con muy raras excepciones. Como mucho, se anuncian planes de fomento del transporte público -generalmente en forma de costosas infraestructuras como trenes AVE o metros urbanos- y, al final del documento, se hace una breve mención de la bicicleta, sin planes ni compromisos concretos, ni mucho menos un presupuesto mínimamente digno, quizás para cumplir sobre el papel con algún compromiso político adquirido en algún foro nacional o internacional, como la Carta de Aalborg o la Semana Europea de la Movilidad, que cada septiembre nos sirve para denunciar las vergüenzas de la insostenible inmovilidad que padecen la mayoría de las ciudades españolas.
Sin embargo, bicicleta es, con mucho, y pese a su inmerecido ostracismo, el vehículo más eficiente y mejor adaptado a la movilidad urbana. La gran mayoría de los desplazamientos urbanos no superan los 10 kilómetros, una distancia perfectamente asumible por un ciclista. La bicicleta, además, está completamente libre de emisiones nocivas, no hace ruido, es saludable, apenas sí ocupa espacio urbano circulando y para aparcar -mucho menos, desde luego, que cualquier otro vehículo-, y no necesita costosas infraestructuras. ¿Por qué, entonces, es sistemáticamente ignorada por quienes planifican la movilidad urbana en España? Cuando se les pregunta suelen responder que «en España no hay cultura de la bicicleta», pero aparte de que dicha afirmación resulta extraña en un país que acaba de ganar tres Tours seguidos, el ejemplo de las escasas ciudades españolas que han decidido tomarse en serio la bicicleta (Barcelona, Donosti-San Sebastián y Sevilla) desmiente radicalmente dicha afirmación. En todas ellas ha bastado una mínima inversión pública, desde luego incomparablemente menor que la dedicada a otros medios de transporte, para provocar una impresionante aceptación ciudadana, más allá incluso de lo esperado por los propios promotores de la idea.
La bicicleta ofrece la única alternativa eficaz a la creciente demanda de un modo de transporte individual, flexible y, al mismo tiempo, ecológicamente sostenible para las modernas ciudades suburbanizadas con grandes áreas de población dispersa y horarios cada vez más flexibles. De ese modo, la moderna ciudad suburbanizada y postindustrial, que parece haber perdido la escala humana debido a la superpoblación y a las largas distancias, empieza a recuperar de nuevo esa escala para el hombre -y la mujer- en bicicleta. Por otro lado, la intermodalidad entre la bicicleta y el transporte público de gran capacidad, que es ya moneda corriente en muchas ciudades del norte y centro de Europa, es la solución más adecuada, ecológica y eficaz a las crecientes necesidades de movilidad en las grandes metrópolis. A este respecto, la jornada bicicleta-transporte público-bicicleta, apoyada en consignas y aparcamientos para bicis en las terminales del transporte público y/o en los sistemas de bicicletas públicas que ciudades como París, Barcelona o Sevilla están experimentando tan eficazmente, no conoce rival ni en coste, ni en eficacia ni en sostenibilidad. En la actual ciudad automovilizada, la bicicleta solo tiene un inconveniente: hay que tener una mente libre de prejuicios para poder apreciar sus ventajas.
Ricardo Marqués es profesor de la Universidad de Sevilla