Encuentro en un conocido diccionario de términos lingüísticos esta especie de definición: «Si ninguna unidad del tiempo de la historia corresponde a una determinada unidad del tiempo de la escritura, se hablará de digresión o de suspensión del tiempo. La digresión puede tener los rasgos de una descripción, de una reflexión filosófica, etc.» Allí donde […]
Encuentro en un conocido diccionario de términos lingüísticos esta especie de definición: «Si ninguna unidad del tiempo de la historia corresponde a una determinada unidad del tiempo de la escritura, se hablará de digresión o de suspensión del tiempo. La digresión puede tener los rasgos de una descripción, de una reflexión filosófica, etc.» Allí donde se suspende el tiempo, pues, donde la historia no fluye, donde no pasa nada, no se producen hechos ni acciones; muchos dirían: es la parte lenta, detenida, del relato, lo que es posible saltar sin perder el argumento. Me acuerdo, sin embargo, de algunas descripciones de Conrad que se apoyan en esta pretendida función de paréntesis, descripciones de estancamiento, de quietud extrema, en cuyo tiempo no marcado se gesta la explosión; por ejemplo, la última noche de la calma que ha atrapado al barco, en La línea de sombra, mientras se va cargando la tormenta en una oscuridad atroz; o, en El corazón de las tinieblas: «La oscuridad empezó a cubrirnos antes de que el sol se pusiera. La corriente fluía rápida y tersa, pero una silenciosa inmovilidad cubría las márgenes. Los árboles vivientes, unidos entre sí por plantas trepadoras, así como todo arbusto vivo en la maleza, parecían haberse convertido en piedra, hasta la rama más delgada, hasta la hora más insignificante. Uno miraba aquello con asombro y llegaba a sospechar si se habría vuelto sordo. De pronto se hizo la noche, súbitamente, y también nos dejó ciegos. A eso de las tres de la mañana saltó un gran pez, y su fuerte chapoteo me sobresaltó como si hubiera sido disparado por un cañón. Una bruma blanca, caliente, viscosa, más cegadora que la noche, empañó la salida del sol»; y luego: «un aullido, un aullido terrible como de infinita desolación, se elevó lentamente en el aire opaco. Cesó poco después. Lo inesperado de aquel grito hizo que el cabello se me erizara debajo de la gorra. No sé qué impresión les causó a los demás: a mí me pareció como si la bruma misma hubiera gritado». El tiempo palpable, condensado en oscuridad y silencio, la concentración de una energía que explota.
A veces me sorprende la necesidad que sienten algunos lectores de relatos de que pasen cosas, sin darse cuenta de la tensión extrema de las palabras que pasan por sus ojos sin que ellos las acusen. Por lo que sabemos, los animales que tienen sistemas muy perfeccionados de comunicación, capaces incluso de predecir sucesos y de prescribir conductas, no disponen de la posibilidad de describir, que constituye, así, una de las virtudes más hondamente humanas de la lengua. Y, cuando la descripción abandona su apariencia de paréntesis, cuando se independiza y convierte en material radical del texto, nos encontramos ante momentos muy altos de la literatura, ante los cuales a pocos se les ocurriría recurrir a la ingenua muletilla: «eso son solo palabras».
En julio de 1936, el fotógrafo Walker Evans y el periodista James Agee pasaron unas semanas en el campo de Alabama, con el encargo de hacer un reportaje sobre la vida de los aparceros blancos del algodón. Las memorables fotos de Evans, alegato que aún grita contra la raíz que tiene la injusticia en el derecho de propiedad, convierten el texto de Agee quizá en el pulso más valiente y admirable sostenido por la palabra con la imagen. Elogiemos ahora a hombres famosos, su libro, reúne retratos en movimiento y fijos, inventarios conmovedores de los objetos de una familia, tacto de las tablas roídas de que se hacen las casas sin techo ni luz, tiene música -el canto de los tres negros, forzados por el propietario, en el que aprendemos a oír- y olor, texturas. Tiene la irreductible realidad física de los cuerpos -«el fino cuerpo de madera estaba mal templado y enfermo a simple vista, y las manos huesudas tenían venas como cuerdas; las levantó, las bajó, se las puso en los riñones con las palmas hacia arriba»- y la dificultad, imposibilidad de sostenerles la mirada -«hasta hacerme sentir una debilidad fría e innoble». En lo que describe Agee no hay tiempo intensamente, la vibración misma de la existencia; con ella, cada palabra es lo que dice y sigue mostrando más allá de cuando calla.
Siempre me ha sorprendido en Los siete pilares de la sabiduría, de T. E. Lawrence, no ya la extraordinaria fuerza de las descripciones de los paisajes o de los animales que trasladan la rebelión árabe desde Medina hasta Damasco, de los inolvidables personajes, sino la persistencia de Lawrence en detallar la textura, la dureza, la composición de los caminos, en detallar su color, la mezcla entre lo mineral y lo vegetal, el tipo de impacto en las pezuñas de los camellos, la presencia de los términos de la geología -«atravesamos el resto de la llanura de arcilla, y penetramos en una llanura de firme suelo calizo, alfombrado de marrones guijarros de pedernal…», y así jornada tras jornada, riberas y montañas, desiertos y acantilados. ¿Escribía en cada una de sus noches bajo el cielo raso de Arabia?, ¿tomaba notas, recogía muestras?, ¿lo imaginó todo cuando se puso a redactar el libro?, ¿era una manifestación de su angustioso deseo de realidad en medio de una empresa tan irreal como la suya?, ¿una manifestación de su distancia, del continuo murmullo mental de otra mirada, otra cultura? No es el menor de sus numerosos misterios.
Si tuviera que elegir una obra magna de la descripción, tendría un puesto tan destacado como las anteriores un libro casi solo descriptivo, Allá lejos y tiempo atrás, de W. H. Hudson, memorias de los quince primeros años de este autor, nacido en Argentina en 1841, convertido en escritor y ornitólogo a su regreso a Inglaterra, la tierra de sus padres, en los años finales del XIX. Su vida de niño y adolescente en medio de la pampa, su extraordinaria capacidad de observación y de memoria, los pájaros y los ríos, los caballos y la gente, cada minuto, cada detalle, cada mínimo matiz, vivos hasta lo incomprensible. Dice Foucault, cuando intenta describir lo que ve en Las meninas, que lo visible y lo verbal son irreductibles entre sí; que, si se quiere mantener abierta la relación entre ambos, solo cabe no callarse, «mantenerse en lo infinito de la tarea». Leo esa insistencia en los paseos de Hudson, en su forma de acechar en la quietud y de no detener nunca su mirada, en su la exigencia contemplativa de su vida y en su curiosidad irrestañable. De todas sus páginas maravillosas, puro milagro, recuerdo ahora las que cuentan un «año de cardos», cómo eso que consideramos una llanura ilimitada se puebla de esas plantas, que alcanzan tres metros de alto, impiden el paso de los caballos -reducidos a mínimas trochas-, tapan la luz de las estancias, de tan apretados crujen cada vez que una hoja se estira o se mantienen en pie aún secos. «El goce que extraía de las cosas -dice, como si se le requiriera una explicación- era puramente físico. El mero roce de una brizna de hierba me hacía feliz, y ciertos colores de las flores y del plumaje y los huevos de las aves, como el púrpura brillante de la cáscara del huevo de tinamú, me embriagaban de gozo». Escribir quizá sea tener esta viva sensibilidad también para el roce y el color de las palabras, y no renunciar a encontrar en ellas la ampliación del mundo. «Quisiera decir -son deseos de Wittgenstein-: ‘Estas notas musicales dicen algo magnífico, pero no sé qué’. Esas notas son un gesto poderoso, pero no las puedo comparar con nada que las explique. Una inclinación de cabeza profundamente seria. James: ‘Nos faltan las palabras’. Entonces, ¿por qué no las introducimos? ¿Qué debería ocurrir para que lo pudiésemos hacer?»
Lecturas:
– Oswald Ducrot y Tzvetan Todorov, Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje. Traducción de Enrique Pezzoni. Buenos Aires, Siglo XXI, 1974.
– Joseph Conrad, La línea de sombra. Traducción de Javier Sánchez Días. Madrid, Cátedra, 1985.
-, El corazón de las tinieblas. Traducción de Sergio Pitol. Biblioteca personal Jorge Luis Borges, Barcelona, Orbis, 1986.
– James Agee, Elogiemos ahora a hombres famosos. Traducción de Pilar Giralt Gorina. Barcelona, Seix Barral, 1993.
– T. E. Lawrence, Los siete pilares de la sabiduría. Traducción de Alberto Cardín. Madrid-Gijón, Júcar, 1986.
– W. H. Hudson, Allá lejos y tiempo atrás. Traducción de Miguel Temprano García. Barcelona, Acantilado, 2003.
– Michel Foucault, Las palabras y las cosas. Traducción de Elsa Cecilia Frost. México, Siglo XXI, 1974.
– Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas. Traducción de Alfonso García Suárez y Ulises Moulines. Barcelona, Universidad Nacional Autónoma de México y Ed. Crítica, 1988.
(Este texto ha sido publicado en la revista mexicana Periódico de Poesía)
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.