Parque Agrario del Baix Llobregat / XAVIER BERTRAL Cuando se habla del problema demográfico de Cataluña se presentan estos datos: en el medio rural, que ocupa el 88% del territorio vive el 34% de la población, lo que significa que, aproximadamente, en las zonas rurales habitan unas 90 personas por km². Un ejemplo extremo […]
Parque Agrario del Baix Llobregat / XAVIER BERTRAL
Cuando se habla del problema demográfico de Cataluña se presentan estos datos: en el medio rural, que ocupa el 88% del territorio vive el 34% de la población, lo que significa que, aproximadamente, en las zonas rurales habitan unas 90 personas por km². Un ejemplo extremo sería el pueblo de Susqueda, donde tenemos 97 personas para una superficie total de 50 km², cerca de dos personas por km². ¿Pero qué piensan ustedes si miramos la otra cara de las mismas cifras? En Cataluña, casi cinco millones de personas viven en ciudades con una densidad media de 1.300 personas compartiendo el mismo kilómetro cuadrado. En el caso extremo de Barcelona, con 100 km² de extensión, sólo el doble de superficie que Susqueda, enlatadas como gallinas de una granja intensiva, 15.000 personas conviven en un espacio de un km².
La primera mirada presenta el problema de la despoblación rural, que en el ámbito estatal equivale al ya famoso La España vacía. En la segunda mirada, lo que yo quiero visibilizar es el problema de La España llena o, en general, el fabuloso problema de la superpoblación, sobre todo si hablamos en términos de contaminación, como se está haciendo estos días en Madrid en la Cumbre del Cambio Climático.
Me gusta recurrir a las tesis de la fisiocracia -del griego «el gobierno de la naturaleza»- una escuela de pensamiento del siglo XVIII que defendía que sólo en las actividades agrícolas es posible que el resultado obtenido sea superior a los recursos utilizados en la producción. Todas las otras actividades, tales como la industria o el turismo, por los fisiócratas son estériles, simplemente transforman materiales. Un campesino que planta una diminuta semilla de tomate y cuida del crecimiento de la tomatera producirá 15 o 25 tomates. Una fábrica de coches, en cambio, no produce coches, transforma materiales y les da forma de coches. Quizá suena un poco provocativo, pero es bastante obvio que de forma global podemos afirmar que las grandes ciudades alejadas de la agricultura, climáticamente hablando, son contaminadoras limpias, ya que por sí mismas no son capaces de producir ni alimentos ni otras formas de energía. De hecho, para mantenerlas con vida, y tal como el escritor John Burroughs ya contaba a caballo entre el XIX y el XX, «un caudal fresco de humanidad entra en las ciudades constantemente desde el campo, y un caudal no tan fresco fluye de vuelta al campo, es sangre arterial cuando entra y sangre venosa cuando retorna «.
En las cumbres e informes del cambio climático se habla mucho de la necesidad de modificar nuestras dietas, de reducir los consumos energéticos, de reducir el transporte… pero se dice muy poco o nada que todo esto no será posible si no volvemos a un equilibrio demográfico sensato que pasa por valorar el medio rural y su actividad principal, la agricultura. No podemos admitir ni dar por buena -porque de hecho será científicamente imposible- la estimación que dice que en 2050 el 70% de la población vivirá en las grandes ciudades. ¿Quién alimentará esta bestia? ¿Cómo gestionaremos las colosales excreciones de este Leviatán?
El mantenimiento con vida de las ciudades ya es actualmente uno de los grandes responsables de la crisis climática. En concreto, y según datos de ONU-Hábitat, las ciudades consumen el 78% de la energía mundial y producen alrededor del 70% de las emisiones de gases de efecto invernadero. De hecho, si cruzamos estos datos con las cifras del IPPC (Panel Intergubernamental de Expertos en Cambio Climático) donde nos explican que las emisiones relacionadas con el conjunto del sistema alimentario representan el 37% de las emisiones totales, podemos atar cabos y sacar una conclusión obvia: una buena parte de la crisis climática se concreta en un sistema alimentario intensivo -sin personas en los territorios-, dependiente del petróleo y muy contaminante, obligado a viajar constantemente por todo el mundo para suministrar comida a las superpoblaciones residentes en las ciudades imposibilitadas de producción alimentaria.
Y como todo son políticas y cultura urbanocéntricas, lo que tenemos es una brutal realidad escondida entre bastidores. Por eso, como nos gusta decir a mucha gente, «ruralismo o barbarie».
Fuente: https://www.ara.cat/es/opinion/Gustavo-Duch-Ruralismo-o-barbarie_0_2360764113.html