La mitad de la población humana es masculina y la otra mitad es femenina. ¿Tienen acaso los varones mayores derechos que las mujeres? En términos biológicos, sin dudas que no; pero todas las culturas que se han edificado pareciera que afirman lo contrario. ¿Son las mujeres «seres más inferiores» que los varones? Nada lo indica […]
La mitad de la población humana es masculina y la otra mitad es femenina. ¿Tienen acaso los varones mayores derechos que las mujeres? En términos biológicos, sin dudas que no; pero todas las culturas que se han edificado pareciera que afirman lo contrario. ¿Son las mujeres «seres más inferiores» que los varones? Nada lo indica así desde el punto de vista natural, pero las distintas civilizaciones que se dio la humanidad entronizan esa visión.
Las mujeres, a lo largo de la historia, aparecen llevando la peor parte en las maldades humanas; son, según esta tendencia, malas, perversas, pérfidas, siniestras. ¿Pero por qué?
«La hembra es más amarga que la muerte», dirá Jesús Sirach.
«La mujer es lo más corruptor y lo más corruptible que hay en el mundo», dijo Confucio en la antigüedad clásica china. «La mujer es mala. Cada vez que se le presente la ocasión, toda mujer pecará», consideraba Sidhartha Gautama, el fundador del budismo.
La idea de la mujer como maléfica, satánica, de peligro para el varón atraviesa la historia: «Vosotras, las mujeres, sois la puerta del Diablo: sois las transgresoras del árbol prohibido: sois las primeras transgresoras de la ley divina: vosotras sois las que persuadisteis al hombre de que el diablo no era lo bastante valiente para atacarle. Vosotras destruisteis fácilmente la imagen que de Dios tenía el hombre. Incluso, por causa de vuestra deserción, habría de morir el Hijo de Dios», nos dice San Agustín, uno de los padres de la Iglesia Católica.
En la Biblia también se reafirma: «El hombre que agrada a Dios debe escapar de la mujer, pero el pecador en ella habrá de enredarse», Eclesiastés, 7:26-28.
La superioridad masculina es algo no discutido en todas las tradiciones; los textos religiosos de diferentes culturas lo atestiguan: «Los hombres son superiores a las mujeres, a causa de las cualidades por medio de las cuales Alá ha elevado a éstos por encima de aquéllas, y porque los hombres emplean sus bienes en dotar a las mujeres. Las mujeres virtuosas son obedientes y sumisas: conservan cuidadosamente, durante la ausencia de sus maridos, lo que Alá ha ordenado que se conserve intacto. Reprenderéis a aquellas cuya desobediencia temáis; las relegaréis en lechos aparte, las azotaréis; pero, tan pronto como ellas os obedezcan, no les busquéis camorra. Dios es elevado y grande», enseña el Corán en el verso 38 del capítulo «Las mujeres».
O también una oración judía marca esta diferencia: «Bendito seas Dios, Rey del Universo, porque Tú no me has hecho mujer».
La mujer es incitación al pecado, a la decadencia. Su sola presencia es ya sinónimo de malignidad. En la tristemente célebre obra «Martillo de las brujas» («Malleus maleficarum») de Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, aparecida en 1486 como manual de operaciones de la Santa Inquisición, puede leerse que: «Estas brujas conjuran y suscitan el granizo, las tormentas y las tempestades; provocan la esterilidad en las personas y en los animales; ofrecen a Satanás el sacrificio de los niños que ellas mismas no devoran y, cuando no, les quitan la vida de cualquier manera. Entre sus artes está la de inspirar odio y amor desatinados, según su conveniencia; cuando ellas quieren, pueden dirigir contra una persona las descargas eléctricas y hacer que las chispas le quiten la vida, así como también pueden matar a personas y animales por otros varios procedimientos; saben concitar los poderes infernales para provocar la impotencia en los matrimonios o tornarlos infecundos, causar abortos o quitarle la vida al niño en el vientre de la madre con sólo un tocamiento exterior; llegan a herir o matar con una simple mirada, sin contacto siquiera, y extreman su criminal aberración ofrendándole los propios hijos a Satanás». (…) «La facultad que todas tienen en común, así las de superior categoría como las inferiores y corrientes, es la de llegar en su trato carnal con el diablo a las más abyectas y disolutas bacanales». No está de más recordar que gracias a instructivos como éste pudieron ser quemadas en la hoguera alrededor de cinco millones de mujeres en la Edad Media, por supuesta brujería.
Según todas las tradiciones, el papel de las mujeres es siempre secundario con respecto al de los varones; según esa cosmovisión, la mujer «sirve menos» que el hombre, es inferior. «El hombre puede vender a su hija, pero la mujer no; el hombre puede desposar a su hija, pero la mujer no», enseña la tradición hebrea.
«El nacimiento de una hija es una pérdida», predican las Sagradas Escrituras cristianas, Eclesiastés 22:3. A partir de esta visión machista de la cultura, el papel femenino queda reducido absolutamente en las sociedades. De ahí que un teólogo como Santo Tomás de Aquino pueda decir: «No veo la utilidad que puede tener la mujer para el hombre, con excepción de la función de parir a los hijos». O que el parto que atiende una comadrona en las montañas de Latinoamérica cuesta más si sirve para alumbrar a un varón que a una mujer.
Nacer mujer es una desgracia. Su situación, por el hecho de ser tal, está ya en absoluta disparidad con la de los varones. Un hombre puede gozar; es más: el imperativo moral de su sociedad, de cualquiera que analicemos, lo fuerza a gozar. No sucede lo mismo con las mujeres. Para muestra: la ablación clitoridiana. Sin explicación «natural» alguna, millones de mujeres son actualmente víctimas de la mutilación genital femenina, practicada por parteras tradicionales, tanto en la tradición musulmana como en distintas culturas africanas, a partir del supuesto patriarcal que el goce sexual debe ser sólo patrimonio varonil.
Cuando en la costumbre occidental se decía -más allá que sea hoy una tradición en vías de extinción- que se debe llegar «castos y puros» al matrimonio (léase: sin haber mantenido relaciones sexuales), ello era terminante para las mujeres, pero no así para los varones. Sin dudas algo está empezando a cambiar, pero el papel de la mujer lejos está aún de haberse equiparado con el de los hombres.
Si bien la situación de degradación de la mujer con respecto al varón comenzó a ponerse en duda recientemente, tradicionalmente está muy marcado, y eso continúa teniendo un peso esencial. No por otra cosa hoy el 99 % de los títulos de propiedades en el mundo continúa en manos masculinas. «La mujer debe aprender a estar en calma y en plena sumisión. Yo no permito a una mujer enseñar o tener autoridad sobre un hombre; debe estar en silencio», enseña la Biblia en Timoteo 2:11-14. Y en el Génesis puede encontrarse muy claramente el mismo mensaje: «Parirás tus hijos con dolor. Tu deseo será el de tu marido y él tendrá autoridad sobre ti».
¿Cuál es el papel de las mujeres entonces? Como dijo Mariana Pessah: «Hombre es sinónimo de humanidad, ¡¡¡cuánta soberbia!!!». Si bien puede constatarse que hay un inicio de crítica en esta situación histórica del género femenino, no es menos cierto que la estructura de base poco ha cambiado todavía: «No se olvide nunca, hermana, que el lugar preferido de la Virgen fue de rodillas a los pies de la Cruz» , sermoneó severo el papa Juan Pablo II hace apenas unos años dirigiéndose a las mujeres.
Otro mundo es no sólo posible sino necesario, dado el desastre social y planetario al que nos llevó el desarrollo de la historia basada en la sociedad de clases, y más aún su última fase, el capitalismo con su secuela de consumismo depredador. Historia, hay que decirlo claramente, establecida sobre fundamentos varoniles, patriarcales; donde el triunfo y el poder son siempre atributos masculinos.
« Lo único realmente nuevo que podría intentarse para salvar la Humanidad en el siglo XXI es que las mujeres asuman el manejo del mundo. La Humanidad está condenada a desaparecer en el siglo XXI por la degradación del medio ambiente. El poder masculino ha demostrado que no podrá impedirlo, por su incapacidad para sobreponerse a sus intereses. Para la mujer, en cambio, la preservación del medio ambiente es una vocación genética. Es apenas un ejemplo. Pero aunque sólo fuera por eso, la inversión de poderes es de vida o muerte», reclamaba con amargura García Márquez.
Si otro mundo es posible y realmente deseamos ir tras su construcción, esa nueva distribución de poderes es revolucionaria. Hablando de la relación entre los géneros, quizá no se trate de una inversión en sentido estricto: quienes antes no tenían poder ahora lo tendrán, y viceversa. Se trata, en todo caso, de una igualación de poderes. Si es cierto que nadie es más que nadie, si asumimos como la más profunda verdad que los seres humanos somos radicalmente iguales todos y no hay «raza superior» ni gradaciones entre los mundos (primero, segundo o tercero), en la misma medida es tan revolucionario y superador seguir profundizando una crítica radical sobre el machismo que aún nos impregna a todos, hombres y mujeres.
La búsqueda por la equiparación en la relación entre los géneros es también parte de la lucha revolucionaria por una nueva Humanidad.