La construcción; industria metalúrgica; mataderos; servicios públicos; transportes –ferrocarril metropolitano, tranvías y autobuses-; hospitales y clínicas; hoteles y pensiones; cines y teatros, distribución de los alimentos. Fueron sectores colectivizados, en el verano de 1936, en la ciudad de Barcelona.
También se igualaron los salarios, destaca el historiador Josep Antoni Pimentel en Barricada. Una història de la Barcelona revolucionària (Centre d’Estudis Llibertaris Federica Montseny, 2014).
Durante un año Barcelona fue de los obreros. Para que la Revolución Social fuera posible, añade Pimentel Clavijo, tuvo que consolidarse –durante décadas- una “sociedad paralela” anarquista, en la que fue importante la lucha en las barricadas, pero también las escuelas, cooperativas, periódicos y ateneos.
En 2006 Traficantes de Sueños reeditó Autogestión y anarcosindicalismo en la España revolucionaria, del profesor jubilado y militante anarcosindicalista Frank Mintz. El proceso de autogestión durante la guerra alcanzó un mínimo de 1.838.000 colectivistas (758.000 en la agricultura y 1.080.000 en la industria), detalla en la investigación. ¿Cuál fue la aportación del ejemplo autogestionario? “Sólo la orientación de base de la Rusia de 1917-1921 y de la España de 1936-1939 nos da una brújula para escapar a las perversiones económicas que nos imponen”, subraya Mintz.
Una muestra de la dimensión que cobraron son las 450 colectividades en Aragón; entre 120 y 300 colectividades agrícolas en Andalucía (cerca de 63.000 personas) y entre 297 y 400, también de carácter agrícola, en Cataluña, donde el proceso de autogestión fue principalmente industrial; a estos datos se agregan los colectivos de la CNT dedicados a la agricultura en la zona Centro (23.000 familias), y al menos 503 en el ámbito agrario de Levante.
Sobre los valores que impregnaron las colectividades, el historiador francés da cuenta, en el apartado de conclusiones, de cómo los peluqueros de Barcelona financiaron un motor para la instalación de agua corriente en el municipio de Ascó, en Tarragona.
Por otra parte, en una entrevista de Peter Jay sobre La Sociedad Anarquista, Noam Chomsky hace referencia a la revolución española –de inspiración anarquista- de 1936. “La producción continuó su curso con más eficiencia si cabe; los trabajadores demostraron ser perfectamente capaces de administrar las cosas y administrarse sin presión alguna desde arriba, contrariamente a lo que habían imaginado muchos socialistas, comunistas liberales y demás ciudadanos de la España republicana (¡Por no hablar de la otra!)”, explica Chomsky.
“Por desgracia -agrega el politólogo y lingüista estadounidense- aquella revolución anarquista fue destruida por la fuerza bruta”. ¿Qué subyace a la espontaneidad revolucionaria de 1936? Chomsky subraya que es la cristalización de tres generaciones de militantes dedicados a organizar, experimentar y difundir la Idea entre amplias capas de la población, “en aquella sociedad (española) eminentemente preindustrial”.
En el caso de Alcoy se centra el antropólogo sociocultural e historiador Ángel Mora Castillo, autor del libro La colectivización anarcosindicalista en la Guerra Civil española (Neopàtria, 2020), presentado en las XXIII Jornades Llibertàries de CGT València. Las jornadas –Futurs possibles. Utopies emmordassades– se celebraron entre el 13 y el 17 de diciembre en el Centre Octubre de València.
En el texto de 252 páginas, galardonado con el IX Premi d’Investigació Joan Francesc Mira, el autor hace balance de las colectivizaciones. Más allá de los criterios productivistas y competitivos que establece la Economía ortodoxa, Mora Castillo sitúa los principales logros de las colectividades en la implicación y motivación del obrero, las prestaciones sociales, el campo educativo-cultural y humano.
Menciona el caso del municipio de Villajoyosa (Alicante), donde la socialización promovida por la CNT (“armonizada con la minoría ugetista”) se extendió a los sectores de la pesca; hilados; transportes; panaderías; espectáculos o la madera.
Pero también implicaba, a través de una tarjeta, los servicios sanitarios gratis para las personas implicadas en la colectivización o las más vulnerables (el resto podía acceder a la sanidad por un precio asequible, en función de los ingresos). Además de hospital de cirugía y maternidad, en la colectividad se percibían subsidios por desempleo, enfermedad y orfandad; también casa, agua y luz para los colectivistas y población necesitada.
En otro municipio valenciano, Xàtiva, la colectividad agraria no sólo ofrecía seguros y prestaciones sociales; además se abonaba el alquiler de la vivienda al colectivista que lo necesitara y los estudios superiores a los alumnos con mejores calificaciones.
Estas medidas se aplicaban, recuerda Ángel Mora, “en el contexto de una economía de guerra, de urgencia, y bajo los efectos constantes de las políticas hostiles del gobierno republicano y el partido comunista”.
El libro presentado en las jornadas de CGT se subtitula Pervivencias temporales y desmemoria en el presente Alcoyano. Su autor entrevistó en 2019 a un veterano militante anarcosindicalista de Alcoy, de 101 años, Vicente Segura Vallés, que vivió la experiencia de la colectivización en el metal, impulsada por la CNT. De niño tuvo que abandonar la escuela para contribuir –laborando en el campo- a la economía familiar. Trabajó como albañil, carpintero y en el textil, entre otros oficios, y en los años 30 se afilió a la CNT (fue delegado sindical con 17 años).
Durante la guerra, a partir de 1937, Vicente Segura combatió en los frentes de Madrid, Aragón y Cataluña. Después pasó por las prisiones y campos de concentración franquistas, donde tuvo que trabajar en condiciones esclavistas. Sobre el proceso de colectivizaciones, cuenta a Ángel Mora: “Entonces había muchísima cultura, que la cultura no es la enseñanza de la academia, era la experiencia y (los trabajadores) sabían lo que era y lo que se podía hacer (…); todo se compartía, nada era para uno solo”.
El colectivismo en Alcoy terminó con el final de la guerra, el 29 de marzo de 1939; no sólo se disolvieron las colectividades, sino que los empresarios privados -antiguos titulares de las fábricas- recuperaron la propiedad. Atrás quedaron, recuerda el investigador y ferroviario de profesión, iniciativas obreras como el IMAS (Industrias Metalúrgicas Alcoyanas Socializadas), “uno de los principales centros productivos de guerra de la Comunidad Valenciana, produciendo el 90% de sus proyectiles (…)”.
Ángel Mora remarca “la fuerza numérica, excelente gestión económica e importantes logros económicos” de la industria textil socializada en Alcoy. La CNT, con el respaldo de UGT, colectivizó también –en febrero de 1937- el sector de las papeleras en la comarca alcoyana, lo que se tradujo en una mejora en las condiciones de vida de los obreros (3.000 trabajadores de 12 fábricas aplicaron la socialización en la industria del papel).
En Alcoy la CNT socializó además la madera; los sectores de la construcción; gráfico; hornos; barberías; alimentario; autobuses, taxis y talleres, así como hoteles y bares, entre otros. Una parte de los ingresos se dedicó a la atención de las personas refugiadas y a la ampliación de la red de escuelas públicas. Las industrias de mayor volumen –textil, papel y metalúrgica- contribuyeron a la financiación de las columnas de milicianos, hospitales de sangre y aprovisionamientos.
En las reflexiones finales del libro, Mora Castillo señala la “desinformación” y los “silencios” de los que han sido objeto las colectividades, a nivel estatal o en municipios como Alcoy (también afecta a militantes como Vicente Segura). El antropólogo considera que son víctimas de este silenciamiento –un “no-relato”, evitar mencionarlos- la CNT, el anarcosindicalismo y sus aportaciones.
En la primera parte del libro, el autor ya recoge una constatación del historiador Xavier Diez: “Es posible licenciarse en Historia Contemporánea y realizar cursos de doctorado…sin apenas haber escuchado más allá de dos o tres vagas referencias sobre la revolución del 19 de julio, las colectivizaciones o incluso el anarquismo”.
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