Promovida por un amplio colectivo de organizaciones sociales, la medida buscará priorizar la defensa de la biodiversidad, la soberanía alimentaria y la agroecología. La experiencia promovida desde abajo que implica un nuevo aprendizaje para las organizaciones sociales del continente.
“Sin maíz no hay país”, dijo la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, mientras sostenía tres maíces criollos en sus manos y vestía ropa típica del campesinado de Oaxaca. El hecho sucedió hace un mes, cuando la mandataria envió al Congreso de la Unión la reforma constitucional para la “protección de nuestro maíz”. La propuesta aprobada modificó dos artículos constitucionales que declararan al maíz como “elemento de identidad Nacional, garantizando su cultivo libre de transgénicos” lo que significa que no podrá ser modificado genéticamente.
La reforma constitucional a los artículos 4 y 27 intentará fortalecer la soberanía alimentaria mediante la prohibición del maíz transgénico para consumo humano. Esta medida tiene implicaciones profundas tanto en la independencia económica del campesinado como en la preservación de la biodiversidad.
Mauricio Prado Jaimes, sociólogo de la UNAM, señaló que los cultivos transgénicos, promovidos por corporaciones como Monsanto, “generan una dependencia crónica en los agricultores, ya que las semillas modificadas genéticamente no pueden ser reutilizadas para nuevas cosechas, obligando a los productores a comprarlas cada ciclo”. En diálogo con Tiempo Rural, el académico sostuvo que “la agricultura tradicional permite que los campesinos sean autosuficientes y mantengan sus tierras productivas”.
“La introducción del maíz transgénico amenaza la biodiversidad del sistema agrario mexicano”, señaló Jaimes. Uno de estos modelos de cultivo es la milpa, un ecosistema “en el que coexisten el frijol, el chile, la calabaza y los hongos comestibles, y puede correr peligro de desaparecer con el avance de los transgénicos, que requieren un uso intensivo de fertilizantes y agotan los suelos con mayor rapidez”.
Desde una perspectiva económica y social, Prado Jaime indicó que prohibir el maíz transgénico para consumo humano favorece la competencia justa entre productores nacionales ya que “evita que el campesinado se vea forzado a cambiar sus cultivos por opciones más rentables, pero socialmente perjudiciales, como la producción de drogas”. En México el 78% de pequeños y medianos productores siembran maíz nativo, lo que equivale a unos 2.4 millones de campesinos y campesinas.
En diálogo con Tiempo Rural, Leticia López, integrante de la Asociación Nacional de Empresas Comercializadoras de Productores del Campo (ANEC), expresó que el maíz no solo es un producto clave en la economía mexicana “sino también un símbolo cultural y una garantía de seguridad alimentaria”. Su protección significa “asegurar un alimento nutritivo y accesible para la población, mantener una economía local sostenible y evitar que el campo caiga en el abandono”.
Leticia López analizó el proceso histórico que derivó en la decisión del gobierno de Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) de darle rango constitucional a la defensa del maíz mexicano: “El descontento campesino estalló en 2003, cuando productores de todo el país organizaron una masiva protesta en el Zócalo de la Ciudad de México, exigiendo la salida del maíz y el frijol del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), ante las graves afectaciones que este acuerdo provocaba en el sector agrícola”.
En 2007, la campaña «Sin maíz no hay país» amplió la lucha, integrando el impacto ambiental y la biodiversidad. La asunción de la presidencia por parte de Andrés Manuel López Obrador en 2018 les permitió a los pequeños y medianos productores impulsar iniciativas contra el agronegocio y los agrotóxicos. En enero de 2024 se prohibió por decreto el uso de glifosato y semillas de maíz transgénico para el consumo humano, un reclamo histórico de organizaciones campesinas e indígenas.
A lo largo de los años, la lucha por el maíz y el frijol demostró ser un símbolo de resistencia ante las políticas neoliberales que afectan al campo y la vida de millones de personas. Lo que comenzó como una protesta campesina se convirtió en un movimiento integral que abarca el medio ambiente, la producción sustentable y el bienestar social. La defensa del maíz sigue siendo un punto central en la agenda de quienes buscan un modelo de desarrollo más equitativo y sostenible para México.
El impacto de esta lucha va más allá de las fronteras mexicanas. La expansión de las transnacionales agroindustriales en Latinoamérica puso en riesgo la producción local en varios países. Monsanto y otras corporaciones modificaron los mercados de alimentos, ofreciendo productos de un supuesto mayor rendimiento pero que comprometieron la independencia de los campesinos y la diversidad en los cultivos. La experiencia mexicana demuestra que es fundamental la articulación de movimientos sociales, universidades, sociedad civil y actores políticos para defender el campo y garantizar la soberanía alimentaria.