Las dos sesiones del debate de investidura celebradas durante esta semana en el parlamento español han respondido al guión previsible con un final cantado en ambas ocasiones, más allá de novedades como la aparición de nuevos protagonistas, el elevado tono de algunas intervenciones o anécdotas que no deberían serlo, como la del tan comentado beso […]
Las dos sesiones del debate de investidura celebradas durante esta semana en el parlamento español han respondido al guión previsible con un final cantado en ambas ocasiones, más allá de novedades como la aparición de nuevos protagonistas, el elevado tono de algunas intervenciones o anécdotas que no deberían serlo, como la del tan comentado beso entre Pablo Iglesias y Xavi Domènech.
Con el trasfondo del juicio del caso Noos a la Casa Real pero también del recuerdo a Salvador Puig Antich, a las víctimas de la matanza de Vitoria y la puesta en libertad de Arnaldo Otegi, es cierto que fueron entrando en la discusión temas muy diferentes, como la corrupción, el paro, la desigualdad o la cuestión catalana. Empero, se habló poco de lo que sigue determinando la «gobernabilidad» de un régimen en crisis, como es la Economía Política austeritaria vigente en una Unión Europea en proceso de desintegración y cada vez más beligerante frente a dos de los derechos más viejos -los de asilo y refugio- alcanzados en la historia.
La opción de Pedro Sánchez por el «mestizaje ideológico (¿progresista?)» con la nueva derecha de Ciudadanos, reflejada en el «Acuerdo para un gobierno reformista y de progreso», no ha engañado a nadie. Al contrario, ha confirmado, por si cabían dudas, que no existe voluntad alguna por parte de la dirección del PSOE de cuestionar las reglas del juego de la eurozona y la deriva xenófoba que la acompaña, con lo que ni siquiera algunas de las moderadas promesas de mejora social y de universalidad de los derechos que aparecen en el Acuerdo llegarían a aplicarse. Tampoco, desde luego, cabe pensar que con ese pacto se pretenda «flexibilizar» la interpretación dogmática de la Constitución española en lo que afecta a la sagrada «unidad de España», bandera además de baronías autonómicas como la andaluza, empeñada en hacer demagogia buscando el enfrentamiento de unas Comunidades Autónomas con otras.
Con todo, sabemos que con ese acuerdo, tanto Pedro Sánchez como Albert Rivera, aun conscientes de que esa investidura iba a fracasar, han querido mirar, en primer lugar, a sus propios intereses. El primero, tratando de recuperar a una parte del electorado de Podemos mostrándose como fuerza del «cambio» y ganando así posiciones de cara a la lucha por el liderazgo dentro del partido; el segundo, buscando conseguir la centralidad que no logró el pasado 20D para así disputar mejor la hegemonía en la derecha a un PP afectado por nuevos escándalos de corrupción en sus dos bastiones principales.
A medio plazo, ambos parecen apostar además por convertir ese Acuerdo en base de negociación tanto con PP como con Podemos, por lo que solo parece que quepan dos hipótesis en estos dos meses: o el avance hacia una «Gran Coalición», tan deseada por los grandes poderes económicos, mediante una abstención del PP, incluso con Rajoy al frente; o la neutralización de Podemos a través de una abstención que permita formar un gobierno presidido por Sánchez en nombre de la «gobernabilidad» y la «responsabilidad de Estado». Las presiones van a ir en ambos sentidos, quedando siempre una última carta, en función de lo que diga la demoscopia, de una persona «independiente» o de «consenso» ante el miedo compartido a unas nuevas elecciones.
Repartiéndose así los papeles, ambos líderes pretenden ofrecerse como promotores de la tan manida «segunda Transición» (o sea, de un nuevo «consenso constitucionalista»/1), si bien los dos parecen querer ejercer de Adolfo Suárez, avisando a Rajoy de los riesgos de asumir el papel de Fraga y pidiendo a Pablo Iglesias, como ya ha hecho Albert Rivera, que haga de Santiago Carrillo, o sea, de «hombre de Estado» dispuesto a sacrificar su voluntad rupturista.
Sin embargo, ya se sabe que las repeticiones en la historia pueden convertirse en farsas y que ni el escenario de entonces (con un discurso del miedo y del consenso que acabó imponiéndose) es el de ahora (donde, como reconocía recientemente Fernando Vallespín, estamos ante disensos entrecruzados), ni los actores son los mismos, justamente cuando además nos encontramos dentro de una Europa que, como ya se reconoce desde muy distintos lados, entonces era «la solución» al «problema de España» y ahora se ha convertido también en un gran problema. Sin horizonte de expectativas de mejora que se pueda ofrecer desde arriba, a la vista de la nueva vuelta de tuerca austeritaria que se anuncia (todo el mundo sabe que desde Bruselas se insiste en un nuevo paquete de «recortes» sociales en torno a 10 000 millones de euros), no hay relato ilusionante posible para una «nueva transición» (¿hacia un paraíso… fiscal?), como se puede comprobar con las modestas propuestas de reforma hechas por C’s y recogidas por el PSOE en su Acuerdo.
Estamos, además, ante un nuevo sistema pluripartidista en transición en el que cada uno de los partidos teme perder por una u otra de sus alas y, además, todos ellos tienen que articular respuestas compatibles entre sí a las principales líneas de fractura que atraviesan a la sociedad: la que tiene que ver con el eje oligarquía vs. democracia, la que afecta a la polarización entre austeridad ordoliberal vs. derechos y bienes comunes y, en fin, la relacionada con el conflicto centro-periferia, con el soberanismo independentista catalán en el centro de la agenda política. Las dos primeras están estrechamente relacionadas y, por tanto, pueden ir resignificando el eje derecha-izquierda (con el PSOE tratando de oscilar entre ambos espacios en función de si está en el gobierno o en la oposición) en detrimento de la «nueva» política y la vieja política, mientras que el tercero une a las derechas españolas con el PSOE contra una potencial convergencia de Podemos, las «confluencias» actuales y futuras (¿con Unidad Popular-IU?) junto con las fuerzas soberanistas e independentistas que necesitan salir de su empate estratégico con el Estado.
En esas condiciones no tiene sentido, en la actual correlación de fuerzas parlamentarias, seguir emplazando al PSOE para la formación de un «gobierno fuerte por el cambio» cuando, además, la dirección de ese partido insiste en partir de su Acuerdo con C’s como documento base para la negociación con otras fuerzas políticas. Sería mejor asumir que hoy no es posible ese gobierno alternativo al de la «Gran Coalición» (ya sea en su versión blanda, dura… o tecnocrática) que finalmente puede ponerse en pie. Continuar en ese terreno, generando esperanzas infundadas, podría fomentar falsas ilusiones y, sobre todo, dejaría de lado la que tendría que ser tarea fundamental nuestra a partir de ahora: prepararnos a hacer frente al nuevo gobierno o, en el caso de que no llegara a formarse en el plazo establecido, a unas nuevas elecciones en las que el discurso del «Cambio» tendrá que ser mucho más nítido y claro si queremos desbaratar el «recambio» en marcha y, con él, las operaciones de demonización de las fuerzas rupturistas que no dejarán de sucederse.
Porque, no lo olvidemos, en momentos de crisis, aunque dos meses parezcan mucho hoy, no hay momentos de tregua entre fuerzas antagonistas y habrá que apostar por volver a poner el conflicto en primer plano. Porque, como muy bien escribió alguien que vuelve a ser referente básico del pensamiento crítico, Antonio Gramsci, «la clase dirigente tradicional, que tiene un numeroso personal adiestrado, cambia hombres y programas y reasume el control que se le estaba escapando con una celeridad mayor de cuanto ocurre en las clases subalternas; si es necesario hace sacrificios, se expone a un porvenir oscuro cargado de promesas demagógicas, pero se mantiene en el poder, lo refuerza por el momento y se sirve de él para destruir al adversario y dispersar a su personal directivo que no puede ser muy numeroso y adiestrado«.
En ese proceso de construcción de una nueva hegemonía alternativa a la que se está reconstituyendo desde arriba, es fundamental reforzar el papel del municipalismo del cambio. Las constricciones sistémicas, el acoso institucional y mediático que están sufriendo y las relaciones conflictivas y contradicciones que en su gestión cotidiana empiezan a tener con quienes les dieron su apoyo exigen un amplio debate y un nuevo consenso de trabajo en común de ayuntamientos, organizaciones sociales y ciudadanía en general que no va a ser fácil llevar adelante, pero que es cada vez más necesario si no queremos que el nuevo municipalismo se vea frustrado en los próximos años (2).
Notas
1/ Me remito a mi artículo «Acuerdo PSOE-C’s: ¿Primer paso hacia un nuevo consenso constitucionalista?», http://www.vientosur.info/spip.php?article11013
2/ Las reflexiones que a partir de la huelga del Metro en Barcelona nos propone Óscar Blanco («Municipalismo del cambio, huelgas y conflicto», http://www.vientosur.info/spip.php?article11023 ) son de utilidad para ese debate.
Jaime Pastor es profesor de Ciencia Política de la UNED y editor de VIENTO SUR