Recomiendo:
0

Entrevista a Pau Casanellas sobre "Morir matando. El franquismo ante la práctica armada, 1968-1977" (y III)

«Entre los grupos y organizaciones de izquierda revolucionaria existía una aceptación teórica de la violencia insurgente»

Fuentes: EL Viejo Topo

Doctor en Historia por la UAB, Pau Casanellas trabaja actualmente como investigador posdoctoral en el Instituto de Historia Contemporánea (IHC) de la Universidad Nova de Lisboa. Su interés como investigador se ha centrado especialmente en los años sesenta y setenta del siglo XX, período que ha abordado tanto desde la perspectiva de las políticas de […]

Doctor en Historia por la UAB, Pau Casanellas trabaja actualmente como investigador posdoctoral en el Instituto de Historia Contemporánea (IHC) de la Universidad Nova de Lisboa. Su interés como investigador se ha centrado especialmente en los años sesenta y setenta del siglo XX, período que ha abordado tanto desde la perspectiva de las políticas de orden público como desde la vertiente de la movilización social, la cultura revolucionaria y las prácticas armadas.

***

-Estábamos en Burgos. ¿Quiénes se movilizaron en el caso del Consejo de Burgos?

-Fue seguramente el momento más crítico para el franquismo desde 1939. En el País Vasco la movilización fue muy amplia, con la proliferación de huelgas, manifestaciones en las calles y muestras de protesta de todo tipo. A pesar de la llegada de refuerzos policiales procedentes de otras zonas, las autoridades se vieron en ocasiones desbordadas, y el régimen se vio abocado a la declaración del estado de excepción primero en Guipúzcoa y, luego, en todo el territorio español. Ello pone de relieve las contradicciones a que se veía abocado el régimen y que, a la vez, constituían el reflejo de su debilidad: el juicio contra los presuntos autores de la muerte de Manzanas y contra los supuestos responsables de ETA, fundamentado en el endurecimiento de la legislación sobre «bandidaje y terrorismo», requería para su realización la aplicación de una nueva medida de excepción.

En el resto de España las protestas fueron menores que en el País Vasco, pero también de notable importancia. Se trató de un momento de generalización de la solidaridad ante la represión entre sectores sociales varios (intelectuales, sectores profesionales) más allá de los movimientos sociales y de cristalización de una sociedad civil antifranquista que se había ido gestando en los meses y años precedentes. Son muestras de ello, en el caso de Cataluña, la creación de la Assemblea Permanent d’Intel.lectuals Catalans en el marco del encierro de Montserrat, o la posterior creación, en 1971, de la Assemblea de Catalunya.

-Leo sus estadísticas de las páginas finales del libro: personas muertas por organizaciones y grupos armados en ese periodo: 81; militantes de organizaciones y grupos armados muertos en acciones de represión policial y judicial: 30, un poco más de la tercera parte de la cifra anterior. ¿Cómo se explica esa diferencia? ¿Por qué el régimen no actuó con más saña aún? ¿Cómo se explica la capacidad armada de los grupos que practicaron esas acciones? No debía ser fácil en aquellas circunstancias.

-Esas cifras son parciales y no dan la medida de la violencia represiva practicada por el franquismo durante ese período: habría que añadir que, entre acciones policiales, parapoliciales y ejecuciones de penas de muerte, la dictadura fue responsable de la muerte de algo más de 100 personas desde finales de los años sesenta hasta las elecciones de junio de 1977. Sólo alrededor de un tercio de estos represaliados eran militantes de grupos y organizaciones armados, lo que nos da una idea de la amplitud que tomó la represión. Si la violencia institucional no se abatió más sobre los integrantes de la oposición armada fue porque la dictadura se dio cuenta de que estaba convirtiendo a esos militantes en mártires, como ponían de relieve los multitudinarios funerales que se dieron en ocasiones. El caso del responsable del Frente Militar de ETA(V), Eustakio Mendizabal, Txikia, es en este sentido ejemplar. Su muerte en abril de 1973 es también representativa del modo de proceder de la policía en la persecución de los militantes armados: como saca a relucir un documento policial inédito citado en el libro, Txikia fue abatido de un tiro en la cabeza y otro en la espalda, lo que invalida la versión oficial que entonces se dio, según la cual había muerto en el transcurso de un tiroteo.

En lo que se refiere a la capacidad armada insurgente, no es seguramente tan notable si la comparamos con otros contextos históricos. Por otro lado, también cabe señalar, como factor coadyuvante a esa capacidad, las deficiencias de los aparatos policiales y de espionaje del régimen, que aunque fueron creciendo y perfeccionándose, adolecieron casi siempre de ineficacia, descoordinación y falta de medios. En otro terreno, ello contribuye a explicar también las dificultades que tuvo el régimen por focalizar la represión y, por ende, la amplitud que ésta adquirió.

-¿Por qué cree que se siguió practicando las acciones armadas tras las elecciones legislativas de 1977?

-Esto que voy a decir puede parecer una perogrullada, pero si la lucha armada se mantuvo tantos años en un contexto de democracia parlamentaria fue porque en el País Vasco hubo gente dispuesta a continuar empuñando las armas y, sobre todo, un sector social que daba apoyo a esa práctica. De la misma forma, el cese definitivo de la actividad armada por parte de ETA no puede leerse más que como el fruto del progresivo convencimiento entre los sectores que le habían dado apoyo de que esa violencia se había convertido en contraproducente y ya no cabía ampararla (ya fuera esto fruto de una convicción moral, ya por cálculo político, ya por necesidad, ya por una mezcla de todo ello). Ninguna organización armada puede sobrevivir demasiado tiempo sin cierto respaldo social.

Por qué un sector de la población vasca creyó que era preciso continuar dando respaldo a la vía armada tras las elecciones de junio de 1977 y la promulgación de la ley de amnistía de octubre de aquel año no es una cuestión fácil de responder.

-¿Lo intenta?

-Como es propio de cualquier actitud política o social, intervinieron varios factores. Por una parte, en el seno de las organizaciones armadas abertzale que continuaron activas (ETA-pm por una parte, y ETA-m y los comandos Berezi, fusionados a finales de 1977, por la otra) pervivía una tendencia al militarismo y una lectura bastante simplista y distorsionada de la realidad, que equiparaba de manera casi absoluta la nueva democracia parlamentaria con la dictadura. Por otro lado, no puede minusvalorarse la pervivencia de prácticas represivas impropias de un Estado de derecho, lo que contribuyó a la deslegitimación de las instituciones parlamentarias y al mantenimiento del apoyo social hacia la lucha armada. Anteriormente, tampoco la importante represión impuesta por los dos gobiernos del franquismo sin Franco (noviembre de 1975 – junio de 1977), reticentes primero a caminar hacia un contexto democrático y luego a conceder libertades plenas, contribuyó demasiado a serenar la situación, sino más bien todo lo contrario.

-En su opinión, ¿las acciones armadas formaron parte de lo que solemos llamar lucha antifranquista o fueron otra cosa, deben ser ubicadas en otro ámbito?

-Conceptualmente, no cabe otra respuesta que considerar esas acciones como parte de la lucha contra el franquismo. Esto no quita que, como ya ha quedado dicho anteriormente, sobre todo a partir de un determinado momento pueda considerarse que la práctica armada fue en detrimento del crecimiento y la capacidad de incidencia política del antifranquismo en general.

Si me permites añadir algo más en relación a tu pregunta, no estoy de acuerdo ni con aquellos que intentan hegemonizar para sí mismos la consideración de antifranquistas, ni tampoco con aquellos otros que, desde la izquierda radical, rechazan este apelativo, al considerar que luchaban por una revolución que iba mucho más allá del derrocamiento de la dictadura. El hecho de que muchos militantes abogaran por una transformación social mucho más profunda no quita que su lucha fuera, también, contra la dictadura bajo la que les tocó vivir y que contribuyeron a derrocar, si bien lo que vino luego no colmó -en algunos casos ni de lejos- sus expectativas.

-¿Y quiénes son esos, en tu opinión, que intentan hegemonizar para sí mismos la consideración de antifranquistas?

-Me refería sobre todo a antiguos militantes del Partido Comunista (o del PSUC) o a algunos de quienes se consideran herederos del patrimonio político de este partido. Cabe precisar que no se trata tampoco de una actitud general entre ellos y que, ciertamente, el PCE fue el principal vertebrador de los movimientos sociales que emergieron en los años sesenta y, por lo tanto, el principal actor del antifranquismo.

Por otra parte, creo que vale la pena recordar que muchos militantes del Partido Comunista compartían con personas encuadradas en organizaciones de izquierda revolucionaria unas aspiraciones parecidas de transformación social radical. No por casualidad, con el paso del tiempo, muchos de ellos acabaron abandonando la disciplina del partido.

-Le he preguntado poco (más bien nada) por las prácticas parapoliciales (algunas de ellas criminales). Sin ánimo de agotarle, ¿hubo o no hubo fomento de la guerra sucia desde instancias oficiales como la policía?

-Ya desde principios de los años setenta empezaron a producirse actos de violencia -algunos con consecuencias mortales- contra personas y bienes vinculados con el antifranquismo. Incluso se llevaron a cabo acciones de ese tipo en territorio francés. Normalmente, se ha atribuido esa violencia a comandos «incontrolados» de extrema derecha, aunque la mayor parte de esos grupos estaban dirigidos -o directamente integrados- por miembros de instancias policiales o de los servicios secretos. Creo que una de las aportaciones novedosas del libro es haber aportado documentación inédita y concluyente en este sentido. Por ejemplo, un documento de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona de finales de 1977 señala claramente que funcionarios de policía controlaban directa o indirectamente la gran mayoría de grupos de extrema derecha que operaban en la región. Igualmente, fuentes diplomáticas francesas daban por hecho que cabía atribuir básicamente al Estado la autoría de los atentados cometidos por la extrema derecha. Por lo tanto, más que de «incontrolados» habría que hablar principalmente de violencia parapolicial. Y no puede decirse que fuera una violencia improvisada. Un documento de los servicios secretos llamado «Plan ‘Udaberri'», redactado a finales de los sesenta, ya preveía acciones de este tipo tanto en suelo español como francés.

En el libro, en el capítulo I, habla precisamente de ese plan, del «Plan ‘Udaberri'». Yo mismo no conocía su existencia. ¿En qué consistió ese plan?

-En 1968, ante el auge de las movilizaciones y la radicalización de una parte de la oposición, el franquismo creó una nueva estructura de espionaje -al margen de los órganos de información militares, policiales y del Movimiento ya existentes- directamente dependiente del Gobierno. Aunque inicialmente pensado para combatir a la «subversión» universitaria, progresivamente ese gabinete -germen del SECED, precedente del CESID- iría ampliando sus ámbitos de interés y actuación. En ese contexto, en 1969 se crea un gabinete específicamente dedicado a ETA y al nacionalismo vasco. El «Plan ‘Udaberri'» es uno de los primeros documentos que se redactan desde ese núcleo del espionaje franquista. Se trata de una especie de plan general para terminar con el «terrorismo» en el País Vasco, en el que se concluye que es preciso trabajar en una doble dirección: por una parte, el ámbito propagandístico (al que llaman «acción psicológica») y, por el otro, las acciones de contrainsurgencia (infiltración, «eliminación» de activistas de ETA, etc.), incluso si era necesario en territorio de soberanía francesa. Así pues, no solamente cabe atribuir al Estado la responsabilidad de la «guerra sucia», sino que ésta fue planificada ya desde finales de los años sesenta.

-¿Hasta cuándo duró la guerra sucia?

-Hay una clara continuidad entre la «guerra sucia» que nace en el franquismo y la que se desarrolla en democracia parlamentaria. Aunque las siglas utilizadas para reivindicar atentados cambian, el hilo de continuidad es evidente, tanto bajo los gobiernos de la UCD como en los del PSOE. Así lo han reconocido algún antiguo agente y algún ex alto mando policial, como José Antonio Sáenz de Santa María. No fue hasta finales de los años ochenta cuando se decidió poner fin a este tipo de acciones.

Por cierto, ¿y la red Gladio? ¿Actuó en España?

-La red Gladio operó principalmente en el marco de la OTAN, y la España franquista no formaba parte de la Alianza Atlántica. Sin embargo, el régimen de Franco cumplía a la perfección la función de dique de contención ante el avance del comunismo, que es exactamente la razón de ser de Gladio. Asimismo, entra dentro de la lógica, como se ha publicado alguna vez, que España colaborara de una u otra forma con la red Gladio, aunque yo no he encontrado ninguna pista documental al respecto. Igualmente, es bien sabido que el franquismo acogió a destacados elementos de las tramas de extrema derecha que operaron en Europa durante los años sesenta y, sobre todo, setenta.

Quedan mil preguntas que me gustaría formular pero no abuso más. Gracias, muchas gracias por todo.

 

Fuente: EL Viejo Topo, enero de 2015.