Evidentemente esta pregunta tiene trampa, y es que no se puede contestar con un simple si o no. Necesita de una discusión tras la cual sólo se habrán abierto más incertidumbres, no creo que nadie tenga la panacea del desarrollo económico sostenible y por tanto la respuesta a esta complicada pregunta. Ya el término «sostenibilidad […]
Evidentemente esta pregunta tiene trampa, y es que no se puede contestar con un simple si o no. Necesita de una discusión tras la cual sólo se habrán abierto más incertidumbres, no creo que nadie tenga la panacea del desarrollo económico sostenible y por tanto la respuesta a esta complicada pregunta.
Ya el término «sostenibilidad ambiental» plantea ciertos problemas. Por lo tanto, creo que debo partir de ciertos presupuestos, como por ejemplo admitir como modelo económico sostenible desde el punto de vista ambiental a aquel que se adecua a los ciclos biogeoquímicos de la materia, y le permite así perpetuarse en el tiempo. De esta forma se incluyen todos los considerados problemas ecológicos: desde la producción del CO2 y demás gases de efecto invernadero, pasando por la lluvia ácida y la eliminación de la capa de ozono, hasta la pérdida de biodiversidad y de recursos hídricos utilizables.
Y así, con el fin de adecuar lo posible el desarrollo económico al ciclo biogeoquímico del carbono, se firma el protocolo de Kioto, el cual determina las metas a conseguir a través de planes más concretos que deberán ser aprobados y desarrollados a nivel más regional. De esta manera, en la mayoría de los casos tenemos planes y programas autonómicos (de gestión del medio natural, de gestión de residuos, etc.) que responden a diversas metas y convenios establecidos desde la Unión Europea o bien desde Naciones Unidas. Tenemos, pues, una serie de acuerdos que al establecer determinadas metas ambientales, pretenden influir en las formas, productos y subproductos de las actividades económicas. Junto a esto existen también normas que pretenden influir en la mejora ambiental de la actividad de una empresa, pero cuya aceptación y desarrollo son plenamente voluntarias, son: las normas ISO 14000 y el REGLAMENTO EMAS. A otra escala, tenemos también procedimientos de estudio y corrección de los impactos ambientales generados por un proyecto o actividad, son: la Evaluación de Impacto Ambiental, el Informe Ambiental y la Calificación Ambiental (En Andalucía, Ley 7/1994). Desde las Administraciones se plantean tres formas de influir en el modelo económico para conseguir la sostenibilidad mencionada, y aunque todas pueden afectar al funcionamiento interno de las empresas, como vemos, cada una actúa a distinto nivel del sistema económico: desarrollo, empresa y proyecto.
Es en este punto donde me encuentro en un mar de dudas. Y es que, aún aceptando la sinceridad de todos los pactos, programas y procedimientos ambientales expuestos, me asaltan ciertas incertidumbres. ¿Es posible hacer sostenible la relación que mantienen la economía y el medio natural sin cambiar el modelo económico? No digo que los avances en legislación ambiental no sean realistas. Sin duda, las medidas correctoras han contribuido a la mejora de las obras civiles: las zonas alteradas en muchas ocasiones ahora son reforestadas, y esto es un avance real. También es cierto que muchas oficinas logran reducir su consumo de papel o bien logran utilizar un alto porcentaje en papel reciclado a la par que reciclan el 100% del que consumen, gracias a la aplicación de las normas ISO 14000. Y por supuesto que sería magnífico reducir los niveles globales de las emisiones de dióxido de carbono. Pero ¿en que grado afecta todo esto al modelo económico y a su necesidad de expoliar a los ecosistemas? O dicho de otro modo: ¿cuándo chocan todas estas medidas con los intereses de la economía mundial? ¿Es realista el protocolo de Kioto?
Nuestro modelo económico se basa en la búsqueda de la plusvalía. Toda actividad está hecha a través de esta lógica, en la que además el interés privado prevalece sobre el interés colectivo. El dueño de los recursos tiene derecho a explotarlos de la forma que mejor convenga a sus intereses, es decir de la forma que mayor plusvalía obtenga. Visto el panorama, las Administraciones parecen intentar hacer lo posible por que la mayor plusvalía se obtenga realizando actividades sostenibles, ya sea mediante ayudas a la mejora tecnológica o certificando sellos que mejoren la imagen de la empresa. Pero el camino andado en este sentido me levanta recelos, ya que creo que sólo se producen mejoras parciales y se parchea un modelo económico a todas luces insostenible, enmascarándolo con cierto color verde. La búsqueda de la plusvalía hace que el sistema económico sólo pueda estar en constante crecimiento: es más rentable urbanizar una vega que dedicarla a la agricultura, es más rentable vender diez que vender dos, es más rentable la agricultura industrial que la ecológica, es más rentable vender carne que vender verdura, son más rentables treinta turismos que un autobús, es más rentable un campo de golf que un humedal, es más rentable la energía sucia que la limpia, etc. Lo que pretendo decir es que si una naranja se vende mejor por el hecho de ir liada en un plástico, a pesar de ser esto un abuso desde el punto de vista ambiental, el empresario la liará en un plástico si así obtiene mayor plusvalía, aunque deba de respetar ciertos límites en la producción de gases y tenga que ponerle un tipo de plástico considerado «ecológico». Los sistemas naturales están sujetos a unos ciclos de reciclado y no puedan aguantar un sistema económico en constante crecimiento, aunque este crecimiento pretenda ser cada vez menos impactante para el medio. La búsqueda de nuevos espacios en el mercado hace que se eche mano constantemente del marketing para crear nuevas necesidades ficticias y dar un giro de tuerca más al consumismo: ¿qué es esa nueva moda de la metrosexualidad si no la propagación del mercado de la estética a la mitad masculina de la población?
Mucho me temo que sotenibilidad ambiental y neoliberalismo son dos posibilidades que nunca podrán cohabitar en una misma realidad, por mucho esfuerzo que hagan las, cada vez más flácidas, Administraciones Públicas.
Javier Valdés, biólogo y asesor ambiental.