Racismo, xenofobia y clasismo son compañeros necesarios de viaje y van cogidos de la mano, pero quienes los sufrimos los distinguimos de forma clara y con rapidez.
Entre otras cosas, servidora es una mujer afrodescendiente y, cuando en la primavera de 2022 empecé a escribir esta humilde columna, me propuse no comentar sólo sobre los temas de los que se espera que hablemos las personas racializadas, o sea, de raza. Pero nobleza obliga y ahora, ya, requiere.
Sin embargo, espero que al final de este artículo se entienda el porqué de mi decisión inicial, y que reducir a las personas al color de su piel es racismo.
Pero vayamos por partes.
En la España de 2024 hay muchos golpes de pecho políticamente correctos para condenar el racismo en su tipo más agravado, la agresión verbal racista (véanse los clásicos, “negro de mierda” y/o “vete a tu país”) acompañada o no de agravio corporal; pero ni el racismo es sólo esto, ni empieza ni acaba aquí, y es a partir de esta reflexión donde comienza el conflicto; cuando se describen las conductas racistas primigenias, las más veladas, tan incrustadas y normalizadas en el día a día que cuesta reconocerlas como lo que son: racismo.
Señalar el racismo en el lenguaje, en el humor hiriente, en los medios de comunicación, en los colegios, en trámites tan habituales como la búsqueda de vivienda, las entrevistas de trabajo o en gestiones corrientes como el empadronamiento municipal o la obtención de tu tarjeta sanitaria, sorprende a unos, ofende a otros y se niega por muchos: “No es racismo, es clasismo” o “eso es machismo” o “es algo aislado”. Por supuesto, ante la denuncia de una conducta racista, nunca falta aquel que tiene un amigo, vecino o familiar blanco al que le ha sucedido un capítulo idéntico al denunciado por la persona racializada, ergo “no es racismo”, concluye el erudito. Y mejor ni hablamos de aquellos que dicen tener amigos negros que nunca han vivido el racismo, porque son la versión más avanzada de la prepotencia y la ignorancia; binomio habitual, dicho sea de paso.
Sea como fuere, cualquier traje es bueno para vestir la conducta denunciada menos el que le corresponde por medida, el del racismo.
No es intención de quien escribe estas líneas defender o rebatir el argumentario (cuasi)negacionista del racismo, más aún cuando la experiencia te demuestra que cuando no se quiere saber, no se sabe, sin más. Solo hace falta ver el trabajo excelso de los activistas y de todo el movimiento antirracista en nuestro país, aportando de forma incesante datos, cifras, informes y estudios sobre el racismo, su alcance y consecuencias; editando libros, impartiendo conferencias, formaciones y talleres que están a disposición de a quien le pueda interesar, de forma presencial y/o telemática. Que por aquí tenemos faena que hacer.
Entre nuestra tarea está el afirmar que la legitimidad para decir lo que es y no es racismo corresponde a las personas racializadas.
Y esta, que lo es, dice que es racismo el que te presuman la condición de extranjera migrada, siendo una ciudadana española de origen.
Es racismo el que ser una mujer racializada te sitúe de forma predeterminada en el imaginario de unas coordenadas socioeconómicas y culturales precarias, que no contemplan que puedas disponer de formación, categoría profesional o una situación económica solvente, porque por encima (y en ausencia) de todo, eres una mujer negra. Lo que implica que te costará media vida más que al resto poder estar en aquellos lugares donde ni siquiera te sitúan.
Es racismo la hipersexualización ejercida sobre las mujeres racializadas desde la pubertad, porque nuestros cuerpos son leídos por terceros como catalizadores activos de las bajas pasiones y por supuesto se entienden a su disposición. Solo faltaba.
Es racismo que nos digan a nosotras lo que es y no es racismo.
Porque sabemos bien que el dinero y el poder no alejan el racismo, como también lo saben Vinícius Junior, Cheikh Sarr, Iñaki Williams o Quique Sánchez Flores, deportistas de alto nivel y sobrada capacidad económica que sufren insultos racistas de forma continuada en el desempeño de su profesión. Así que no es clasismo, es racismo.
Y si esto ocurre en esferas de privilegio, mejor se explica la especial virulencia con la que el racismo se ceba con las más vulnerables. Se entiende entonces que los refugiados ucranianos sean atendidos y acogidos como corresponde a cualquier ser humano en circunstancias dramáticas, pero que se rechace que los refugiados negroafricanos sean atendidos en los mismos centros; también se entienden las intervenciones policiales desproporcionadas que se están realizando en el madrileño barrio de Lavapiés, conocido por su diversidad racial y multicultural y que sean los cuerpos negros, árabes o amazigh quienes más sufran las violencias desplegadas. No es xenofobia, es racismo.
Bien es cierto lo que apunta el refranero patrio con aquello de “Dios los cría y ellos se juntan”, porque racismo, xenofobia y clasismo son compañeros necesarios de viaje y van cogidos de la mano, pero quienes los sufrimos los distinguimos de forma clara y con rapidez. No lo duden.
Así las cosas y como dije al principio de este artículo, servidora se debe a su comunidad, más aún cuando estamos presenciando episodios racistas intolerables en una sociedad que se dice no racista.
Que igual es que sí lo es. Que España es racista.
Ana Bibang es madrileña, afrodescendiente y afrofeminista. Asesora en materia de Inmigración, Extranjería y Movilidad Internacional y miembro de la organización Espacio Afro. Escribe sobre lo que pasa en el mundo desde su visión hipermétrope.