Mientras la derecha y la Iglesia socavan la implantación de la asignatura de Educación para la Ciudadanía aduciendo que fomentará «el relativismo sexual», la escuela mantiene un nivel alarmante de heterosexismo y homofobia, muy por detrás del resto de la sociedad, sin que se prevea un plan integral que solucione las diversas y profundas carencias […]
Mientras la derecha y la Iglesia socavan la implantación de la asignatura de Educación para la Ciudadanía aduciendo que fomentará «el relativismo sexual», la escuela mantiene un nivel alarmante de heterosexismo y homofobia, muy por detrás del resto de la sociedad, sin que se prevea un plan integral que solucione las diversas y profundas carencias que muestra.
La solución a la gran diversidad de aspectos que conforman el problema de la homofobia en las escuelas pasa, necesariamente, por la colaboración del profesorado. Sin embargo, ¿se puede contar con él? Para los docentes y educadores que trabajan en este campo, la educación sexual se ha trasladado de la familia al ámbito escolar y se ha convertido para muchos profesionales de la educación en una incómoda responsabilidad que han de afrontar con escasos medios y mejor voluntad que preparación, debiendo enfrentarse ellos mismos a sus propios prejuicios personales y su propia escala de valores, no siempre concordante con la de los nuevos tiempos.
Las nuevas generaciones de docentes mantienen las mismas carencias. «Desgraciadamente, los futuros maestros y maestras salen de la facultad sin apenas discutir nociones básicas sobre sexualidad o sobre cómo abordar el desarrollo afectivo- sexual en el currículo», señala Jesús Casado, profesor de la Facultad de Magisterio de la Universidad de Sevilla, «y mucho menos sobre cómo gestionar la presencia de alumnos gays o alumnas lesbianas en las aulas». No obstante, según Casado, esta cuestión ha mejorado en los últimos años: «Casi nadie parece discutir, al menos en público, que existe un problema social de homofobia, y en las nuevas promociones de maestros y maestras ha mejorado la percepción de que es necesario abordar estos casos en el sistema educativo». Para Casado, el alumnado de Magisterio acepta cada vez con más naturalidad la homosexualidad, e incluso viven su propia homosexualidad de forma más relajada y abierta.
«Puede que esta nueva actitud constituya tan sólo un cambio en superficie y sigan siendo precisas iniciativas más profundas, pero al menos se nota un avance, lo que parece un buen punto de partida». Añade que para poder aplicar de forma transversal la igualdad por opción sexual, «debería abordarse esta carencia formativa con cursos de reciclaje y sensibilización dirigidos a los educadores». En el fracaso de los docentes en este campo queda comprometido no sólo el presente sino también el futuro: «Las chicas y los chicos que hoy estudian Magisterio serán los responsables de formar a las nuevas generaciones, también en temas afectivo-sexuales», añade. Un problema que no se circunscribirá a niños gays y niñas lesbianas, o que lo parezcan. A la vuelta de la esquina está el momento en que aparezcan en clase, en virtud de la nueva legislación, los hijos e hijas de parejas del mismo sexo.
Pero, ¿es sólo una cuestión de conocimientos? «Yo he tenido compañeros de clase muy homófobos», señala Yolanda, recién diplomada en Ciencias de la Educación, «a los que no me quiero imaginar afrontando un caso de homofobia en clase, porque lo empeorarían». Los mecanismos de respuesta en tales casos, en su opinión, apenas existen: «Un maestro que haga comentarios racistas puede perder su empleo; a uno que haga comentarios homofóbicos, no le pasa nada. Muchas madres y padres están incluso de acuerdo y el alumnado, por su parte, evita enfrentarse al profesor». Es el caso de Aquilino Polaino, que sigue en la universidad. Para esta profesional, una adecuada respuesta sólo podrá darse con docentes que tengan una postura personal abierta: «Yo, como soy lesbiana, me he interesado por el tema y he leído sobre esto», continúa Yolanda, «y pondré todo mi esfuerzo en solventar estos problemas, pero otra mucha gente no sabría cómo hacerlo, o no pondría interés en hacerlo, o, aún peor, se identificaría con el agresor». Como buena profesional recién titulada, nos recuerda que la educación no aborda sólo el campo cognitivo, sino también el actitudinal y los valores: «En mi facultad no nos han enseñado a no ser homófobos. A mí, en tres años de carrera, sólo me ha hablado de homosexualidad el profesor de la optativa de Religión, y nos dijo que era una desviación».
Para Casado, la actitud de la mayoría de los estudiantes es bienintencionada: «Mis alumnas y alumnos suelen tener una actitud abierta y curiosa ante estos temas, pero sus niveles de información y reflexión son preocupantemente bajos, con visiones tradicionales y prejuicios que nunca nadie les ha cuestionado. Lo que más me preocupa, y también al propio alumnado, es la homofobia soterrada e inconsciente que proviene de la desinformación y de la falta de reflexión personal». Una homofobia involuntaria que se puede paliar fácilmente con iniciativas públicas concretas; pero éstas, sin duda, chocarían con las rémoras educativas que se arrastran desde la dictadura, porque ningún gobierno las ha atajado en los últimos 30 años.
La propia Yolanda, ante la extrañeza del entrevistador sobre cómo una chica con su forma de pensar ha elegido una optativa confesional, explica: «Si no coges esa asignatura te resulta casi imposible encontrar trabajo luego. Es como un chantaje. Por eso casi el 100% de los alumnos de mi facultad la escoge, incluso los ateos». Y sentencia: «Muchos colegios están administrados por comunidades católicas. El peso de la Iglesia es evidente incluso en algunos centros concertados. Hasta que no cambie eso, no se solucionará del todo el problema de la homofobia.