Las imágenes publicadas la semana pasada en diversos medios de comunicación, denunciando la prostitución callejera en los alrededores de la Boquería han recrudecido el debate sobre le efectividad de la ordenanza cívica de Barcelona y la persistencia de las actitudes incívicas cinco años después de su aprobación. Casualmente, este debate coincide con el encargo por […]
Las imágenes publicadas la semana pasada en diversos medios de comunicación, denunciando la prostitución callejera en los alrededores de la Boquería han recrudecido el debate sobre le efectividad de la ordenanza cívica de Barcelona y la persistencia de las actitudes incívicas cinco años después de su aprobación.
Casualmente, este debate coincide con el encargo por parte del Home Office británico a un grupo de académicos de la Universidad de Glasgow de un estudio sobre el fracaso de las medidas de control del comportamiento en el espacio público. En el Reino Unido, dónde el Estado ha financiado la instalación de más de cuatro millones de cámaras de videovigilancia y las ordenanzas de comportamientos anti-sociales, como allí las llaman, hacen que cualquier ordenanza cívica de nuestro entorno parezca un juego de niños (limitan la libre asociación de más de dos mayores de seis años en la calle, por ejemplo, que deben dispersarse si así les es requerido), los gestores públicos confiesan su incredulidad y desorientación: tras años de seguir a rajatabla las doctrinas de ventanas rotas (Broken Windows) y de monitorizar y reglamentar los comportamientos en el espacio público, tanto el incivismo como la sensación de inseguridad no han ni siquiera disminuido.
No estaría de más que desde aquí también empezáramos a plantearnos estas mismas preguntas: tras cinco años de ordenanza en Barcelona, la mayor parte de las sanciones no llegan a cobrarse y los comportamientos que se pretenden censurar persisten (o empeoran, según algunas voces). Desde el punto de vista de la eficiencia y eficacia de las políticas públicas, es evidente que algo está fallando.
Sin embargo, a día de hoy la única propuesta en firme que ha salido del consistorio de la ciudad condal es la petición de instalar más cámaras de videovigilancia en el barrio del Raval, con el fin de atajar la «inseguridad, la prostitución y los comportamientos incívicos». En 1984 la localidad de Bournemouth tuvo el honor de acoger la primera cámara instalada en Inglaterra; desde entonces, éstas se han generalizado hasta tal punto que se dice que las más de cuatro millones de cámaras del país filman a cada ciudadano una media de 300 veces al día (una cifra difícil de demostrar, pero quizás plausible teniendo en cuenta que la relación es de una cámara por cada 14 personas). Inglaterra, con el 1% de la población mundial, concentra el 20% de las cámaras de todo el mundo. No obstante, en Inglaterra, como aquí, los comportamientos que se pretendía atajar persisten.
Pero concentrémonos por unos segundos en las cámaras: en todas y cada una de las noticias que han aparecido en las últimas semanas sobre el tema de la videovigilancia en el Raval, las cámaras se proponen como elemento disuasorio de la actividad incívica/criminal, cuando en realidad la utilización de las imágenes se produce siempre a posteriori (y aún así, sólo son útiles en la resolución de 1 de cada 1000 delitos, según reconoció la Metropolitan Police londinense hace sólo unos días). Este efecto disuasorio es a veces atribuido a la creencia de que el incívico/delincuente dejará de actuar ante la presencia de cámaras, o a que los vecinos tendrán una mejor percepción (subjetiva) del nivel de inseguridad en la calle. La realidad, sin embargo, es que no disponemos de ningún dato que refuerce estas opiniones: los delitos y actos incívicos se cometen igual (en la calle de al lado o delante de la cámara con casco o capucha), en los casos en que las cámaras tienen algún impacto éste tiende a ser sobre los delitos contra la propiedad (robo de coches principalmente) y no contra las personas, y la percepción de seguridad sólo mejora en casos aislados y a corto plazo. A medio y largo plazo, pues, seguimos igual de asustados, los delitos se cometen igualmente y las arcas públicas se vacían (el sistema público de videovigilancia de Londres ha costado 200 millones de libras: es decir, cada caso resuelto gracias a las cámaras le cuesta al erario público 20,000 libras).
La creciente demanda de seguridad, sobre todo en el espacio público, por parte de la ciudadanía se ha convertido en uno de los ejes de las políticas públicas municipales de los últimos años. No puede negarse que disponer de espacios públicos abiertos y seguros es una de las condiciones que debería cumplir cualquier sociedad democrática -sobre todo porque los espacios públicos inseguros expulsan siempre a los más débiles. Pero esa demanda no puede convertirse en excusa para llevar adelante políticas que no resuelven problemas, que no tienen en cuenta la relación coste-beneficio y que no son evaluadas de forma regular para que la ciudadanía pueda determinar si mantenerlas tiene sentido. El debate actual puede ser un buen momento para poner todo esto sobre la mesa y explorar estrategias de verdadera recuperación del espacio público urbano, evitando la extensión por repetición en todo el país de unas ordenanzas que todos los actores implicados coinciden en que no funcionan, y que en otros países se está ya camino de replantear.
Gemma Galdon Clavell, investigadora en seguridad y espacio público en el Instituto de Gobierno y Políticas Públicas de la Universidad Autónoma de Barcelona.