En España, los llamados flujos migratorios procedentes del continente africano y la siempre tensa relación con la orilla sur del mediterráneo son temas que persisten en los titulares de actualidad de los medios comunicación desde hace más de dos décadas, con imágenes siempre impactantes de cadáveres de personas ahogadas durante su peligroso viaje a las costas canarias, o de los intentos masivos de cruzar las fronteras terrestres de Ceuta y Melilla, como fue la multitudinaria llegada de inmigrantes a la ciudad de Ceuta en mayo del pasado año, un episodio muy sonado, pero no el único ni muchísimo menos.
Mucho se ha escrito sobre un fenómeno migratorio desde diferentes vertientes, la humana, política, social, sobre los retos para las sociedades de acogida, multiculturidad, integración etc… suscitando reacciones y opiniones de diferente índole.
En este sentido, uno de los discursos quizás más repetidos sea la necesidad de «regular los flujos migratorios» desde los países de origen, y lo imperioso de contar con la colaboración de los países limítrofes, (zona del Magreb), o de tránsito, (zona del Sahel) para controlar y reducir con éxito la presión migratoria. Esta colaboración es considerada a menudo como uno de los puntos vitales para España en las negociaciones bilaterales con los países africanos y tema de debate a ambos lados del mediterráneo.
La opinión pública de los países receptores podría estar tentada a pensar que las llegadas de personas migrantes a su territorio dependen de una sola variante: a la voluntad, o falta de ella, de las autoridades de los países emisores o de tránsito. En casos concretos, como el episodio del pasado año en Ceuta sería de mucha ingenuidad negar la connivencia de las autoridades norteafricanas, pero… ¿es así en términos generales?
Está claro que es muy simplista asignar una causa a un efecto, la realidad siempre resulta tremendamente compleja, y en este caso, puede ser errado confiar exclusivamente el control de los flujos migratorios, a las autoridades de los países limítrofes.
La realidad actual del continente africano se ha descrito de sobra en multitud de publicaciones, de hecho invito al lector o lectora a que investigue con más profundidad, aun así, recordémosla muy brevemente. Empecemos con la mera realidad demográfica: África cuenta con una población de más de 1.400 millones de habitantes, una tasa de crecimiento de alrededor del 2,5% anual y con, casi, un 60% de población por debajo de los 25 años. Por otro lado, a pesar de las muchas particularidades de cada país, el denominador común es que, tras más de 50 años de independencia de las diferentes naciones africanas, tanto el desequilibrio generado en las relaciones de dependencia heredadas del colonialismo, como la propia incapacidad de sus élites políticas y económicas para crear unas condiciones mínimas de bienestar para sus habitantes, se traducen en una falta de perspectivas de prosperar en el propio suelo que empuja a muchos hombres y mujeres a intentar el sueño europeo.
Los países del Sahel, Mauritania, Mali, Níger, Chad que, como se mencionaba anteriormente, sirven de tránsito para las personas que salen de las zonas más densamente pobladas del golfo de Guinea, sufren de una inestabilidad política y social crónica, causada, por conflictos armados de raíces muy antiguas en el tiempo, a los que se suman la amenaza de grupos relacionados con el integrismo islámico. Todo esto tiene como consecuencia la imposibilidad de sus autoridades de controlar territorios, dicho sea de paso, de una extensión geográfica muy vasta.
Asimismo, ya en países del norte de África como Marruecos y Argelia, los más cercanos a Europa, y con cierto grado de desarrollo económico y social, no están ni mucho menos libres de dificultades: desempleo, bajos salarios, economías con un déficit comercial negativo y dependientes del exterior, (exportaciones agrícolas, mineras, turismo), por no hablar de los efectos de la pandemia del COVID-19 en unos estados con unos sistemas de protección social aun por desarrollar, todo ello genera un descontento social latente, que se canaliza por medio de la emigración.
En este contexto, cabe pensar, que los movimientos de personas de África a Europa seguirán siendo constantes, y los acuerdos de cooperación en seguridad y control de fronteras o de readmisión que se firmen, si bien muy necesarios, no van a ser el factor decisivo que elimine enteramente esta realidad.
Soy consciente de que son muchos más los factores a tratar para poder explicar un fenómeno de tanta complejidad, pero la conclusión es que Europa y España en particular, seguirán, de manera inevitable, enfrentándose al reto de ser el destino de una población migrante muy diversa, y, por ello, creo que es imperioso observar atentamente al continente africano, ya que, la realidad de lo que allí suceda no nos será en absoluto ajena.