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España: frontera sur del turbocapitalismo

Fuentes: Rebelión

A Xuan Bello, contador de historias. El colonizado está siempre alerta, descifrando difícilmente los múltiples signos del mundo colonial; nunca sabe si ha pasado o no del límite. Frente al mundo determinado por el colonialista, el colonizado siempre se presume culpable. La culpabilidad del colonizado no es una culpabilidad asumida, es más bien una especie […]


A Xuan Bello, contador de historias.

El colonizado está siempre alerta, descifrando difícilmente los múltiples signos del mundo colonial; nunca sabe si ha pasado o no del límite. Frente al mundo determinado por el colonialista, el colonizado siempre se presume culpable. La culpabilidad del colonizado no es una culpabilidad asumida, es más bien una especie de maldición, una espada de Damocles. Pero, en lo más profundo de sí mismo, el colonizado no reconoce ninguna instancia. Está dominado, pero no domesticado. Está inferiorizado, pero no convencido de su inferioridad. Espera pacientemente que el colono descuide su vigilancia para echársele encima.
Frantz Fanon
Los condenados de la tierra, 1961


Son mujeres y hombres del otro sur, el más allá del sur, con el desagarro seco impreso en sus rostros. Miran como desheredados, parias de la tierra, ojos inyectados en sangre y cansancio, como miraban los españoles mientras cruzaban la frontera de Francia años atrás huyendo de las hordas nacional-católicas: miradas esquivas, temerosas, derrotadas. La misma resignación, el mismo miedo. Vienen por tierra y por mar. La benemérita les aguarda en la playa y eso que el instituto armado está compuesto por gente dada a la emboscada y al monte bajo. Algunas veces, si procede, agitan las porras con saña eléctrica de serpiente. Otras les dan una manta y un bocadillo. Depende del día y de la presencia de las cámaras de televisión. La Guardia Civil de Lorca en funciones misioneras (con el alma de charol vienen por la carretera) acompaña la llegada de los condenados de la tierra con un potente reguero de luz: quedan deslumbrados. A merced del silencio o de los gritos de socorro o del cantar de las cigarras o del rumor de las olas: cegados y abatidos. El turbocapitalismo militar, la versión más sofisticada del imperialismo que la historia occidental recuerda, ha marcado con cal viva los contornos fronterizos, la cartografía.

La argumentación política de masas no carece de interés y encuentra acomodo en las multitudes precarias: la guardia pretoriana del desarticulado estado de bienestar. La llegada masiva de inmigrantes tirará por los suelos (sic) las conquistas sociales históricas de los trabajadores de Europa. Olvidan la ampliación (compra) de la Unión Europea a los países del Este (empezó Alemania, como siempre) y la deslocalización masiva de la industria. Olvidan lo que les interesa: su memoria es selectiva. Los mercados de materias primas determinan la cantidad de mano de obra barata -esclavos modernos- que se precisa para mantener el nivel de producción, distribución y consumo de la sociedad del espectáculo: los servicios varios y la agricultura. Los gobiernos del sur -policía de frontera, rangers de una Europa libre– regulan la entrada. Ceuta y Melilla, con el recuerdo la guerra del Rif, parecen bastiones de amenazada integridad/identidad territorial: el desierto de los tártaros. Por aquellas tierras azules anduvo el comandantín con su colega de armas, el demediado, y todavía recuerdan sus fechorías. La derecha se agita, muñeco de feria, gerifaltes de siempre, al son de banderita tu eres roja, banderita tu eres gualda. Entre los bienintencionados (frívolos socialistas) y los explotadores de los intensivos mares de plástico caminan los espectros como sombras. Son pobres con cara de pobre (los pobres no tienen color) y distantes aires de mudo. El proletariado ya no es industrial, es vagabundo. El mundo desarrollado es un campo de golf, un parque temático.

Las soluciones son complejas y poco tienen que ver con la regularización o con electrificar las vallas (propuesta del laureado protocaudillo César Vidal en la COPE). El problema es estructural -histórico- y afecta a la viabilidad del capitalismo como sistema de vida y trabajo y al expolio de continentes enteros en beneficio de la permanente riqueza de las naciones. La prensa les llama subsaharianos por no decir negros. Hablan del «efecto llamada» como si fueran conferencias telefónicas a cobro revertido. África es un continente abandonado a su suerte que muere de hambre, guerra y SIDA. La civilización material del capitalismo plástico (o líquido) ha destruido hasta las últimas raíces de su identidad política, social y cultural. Estuve en varios países por debajo de Casablanca y Djerba; he recorrido el norte del continente. África es una ruina donde sólo Cartago recuerda, desde la lejanía de una civilización desconocida, su antigua fuerza de combate. Cartago que intimidó a Roma (otros tiempos) y Nasser que quiso armar el socialismo y no le dejaron. En África queda también alguna pista de aterrizaje clandestina para la CIA o los mercenarios británicos o franceses (depende del país) y Nelson Mandela (un logotipo) que va por el mundo, tras décadas en la cárcel, sonriendo en conciertos benéficos o pidiendo perdón por existir vestido de tuna tropical. Tristes trópicos. Malcom X -¿se acordará alguien todavía?-, preguntó en una conferencia de qué se reían sus hermanos negros, por qué estaban todo el día alegres. No tenían motivo. Los hijos blancos del imperio se gastaron en los burdeles de champán los diamantes arrancados con los dientes por otros, traficaron con hombres y mercancías, destrozaron su geografía. Desde las metrópolis, cansados de ver inmigrantes en sus calles, se observa con cierta y lejana ternura la imposible evolución de África -se habla de la deuda externa y del desarrollo, de cómo acabar con la pobreza extrema- al tiempo que acusan a las élites africanas, formadas en París o Londres, de gastarse en misiles la ayuda humanitaria. La corrupción -sabido es- está inscrita en los genes del expolio. Ellos, los libres, los que comerciaban con los nazis en el 1942 y 1943 (ver El mito de la guerra buena. EE.UU. en la segunda guerra mundial de Jacques R. Pauwels) dan lecciones de moral y maneras de mesa. Europa asiente. Entre la iglesia católica y las ONG´s (si acaso no es lo mismo) cubren el expediente ético de una ciudadanía progresista, humanista, intachable.

En Ceuta y Melilla existen custodiadas alambradas y escaleras de madera ocultas en la noche para entrar en un mundo regentado por la barbarie inferior. En sus saltos y heridas, en los desgarros y la jirones está contenida la rabia y la desolación. Atrás quedan sus familias, hijos y madres, los enfermos. Las mujeres y hombres que recorren los desmontes africanos saben que en Europa serán maldecidos y explotados, trabajarán de sol a sol por medio jornal y nadie sabrá nunca pronunciar su nombre. El martirio cotidiano siempre será mejor que esperar sentados a la puerta del infierno. Famélica legión.