Si hubiera que deducir de la actual práctica urbanística qué tipo de país es el nuestro, sin dudar diríamos que se trata de un país joven, en proceso de crecimiento rápido, con migraciones locales importantes y un territorio prácticamente virgen sin especiales problemas ambientales. Evidentemente, nuestro territorio saturado y desequilibrado, con graves problemas ambientales y […]
Si hubiera que deducir de la actual práctica urbanística qué tipo de país es el nuestro, sin dudar diríamos que se trata de un país joven, en proceso de crecimiento rápido, con migraciones locales importantes y un territorio prácticamente virgen sin especiales problemas ambientales. Evidentemente, nuestro territorio saturado y desequilibrado, con graves problemas ambientales y sociales, en crecimiento cero (si no fuera por el balón de oxígeno de la inmigración), no corresponde en absoluto al dibujo de país que parece anunciar este fomento público de la urbanización.
Las recientes leyes urbanísticas tanto estatales como autonómicas, se caracterizan por olvidar cualquier tipo de precaución en aras de la agilidad del proceso urbanístico. La urgencia por urbanizar pasa por encima de cualquier otro criterio, saltándose incluso el sacrosanto derecho de propiedad si interfiere en la rapidez que ansía la promoción inmobiliaria. El primer paso para integrar en la ley esta filosofía es la promulgación de la Ley de Regulación de la Actividad Urbanística valenciana LRAU (1994) que crea la figura del agente urbanizador, teóricamente con el objetivo de luchar contra la retención especulativa de los propietarios y regular la planificación. Su planteamiento ha servido de referencia para muchas autonomías. Este marco legislativo permite que los promotores inmobiliarios obtengan la delegación de buena parte del poder público urbanizador, sin conceder apenas posibilidades de recurso a los propietarios del suelo situados en una zona destinada a un proyecto de urbanización, no digamos al resto de ciudadanos.
Este hecho supone que hemos olvidado el urbanismo bienintencionado y difícilmente viable en el que las instituciones públicas funcionaban a modo de dique de contención ante las presiones de los grupos promotores. El resultado es una urbanización masiva y acelerada en la que, sin complejos, se deja la iniciativa y prácticamente el control de los procesos urbanísticos, a agentes privados liberados de cualquier cortapisa en su labor depredadora de suelo. Se vuelve al urbanismo de los años 60 y 70 con sus torres colmena [1], sus planes de autopistas y el aprovechamiento como único dios de la actividad urbanística. Quedan muy atrás, salvo contadas excepciones, las políticas coherentes de reconstrucción de la ciudad, de reequilibrio o de mejora continua de lo ya urbanizado.
De este modo, de las antiguas quejas sobre la falta de definición y consideración del suelo no urbanizable, hemos pasado a la estupefacción ante la desaparición de cualquier protección al sistema natural y agrícola: En principio, todo el suelo es urbanizable salvo reductos excepcionales de especialísimo interés ecológico. Ni siquiera se prevé que ese valor ecológico desaparecerá en poco tiempo, ya que espacios no urbanizados aislados en un mar de hormigón y asfalto inevitablemente perderán su rica biodiversidad en un plazo más corto que largo.
La deriva del urbanismo en los últimos tiempos no cuadra con las condiciones del país ni con las necesidades de sus habitantes, pero sí es muy coherente con la especialización de nuestra economía que, tanto en épocas de crisis como en tiempos de vacas gordas tiene en la construcción y en el turismo sus grandes bazas. Se facilita una planificación con el negocio como bandera en tiempos de ‘boom inmobiliario’ que atrae todas las inversiones a este sector y en un país que no ha sufrido hasta ahora ninguna crisis inmobiliaria fuerte [2]. Afortunadamente, la actividad urbanística no es objeto de evaluación como cualquier otra actividad estratégica, ya que los objetivos de abaratar el precio de la vivienda o mejorar la calidad de vida urbana serían un vergonzoso índicador de la actividad urbanística.
Por otra parte, la mal llamada producción inmobiliaria sigue siendo la principal vía de financiación de unos ayuntamientos cada vez más cargados de responsabilidades hacia sus ciudadanos, y con pocos recursos para hacerles frente. Esta situación no favorece que sea desde el ámbito de lo local desde donde se vaya a controlar este proceso. Se pone en manos de promotores y constructores la posibilidad de poner en carga cualquier lugar con posibilidad de ser soporte de productos urbanísticos vendibles. Promotores y constructores que en las zonas más rentables constituyen un franco oligopolio.
La teoría urbanística más razonable propone centrar la actividad urbanística en la mejora y rehabilitación de las zonas ya urbanizadas para poder proteger y conservar las frágiles estructuras territoriales vírgenes en una Europa saturada. En otros países, como el Reino Unido, la urbanización de zonas vírgenes está gravada con impuestos destinados a la recuperación de zonas interiores urbanas con necesidad de rehabilitación y mantenimiento. Aquí, por el contrario, se facilita a los agentes urbanizadores que propongan planes para nuevos desarrollos expropiando de hecho o amenazando a los propietarios del suelo. Esta situación, que resulta inaudita para quien no esté al tanto de las vicisitudes del gran juego inmobiliario, es tan grave que ha merecido la alerta por parte del Parlamento europeo en respuesta a numerosas peticiones de afectados por la LRAU en la Comunidad Valenciana [3].
Con estos planteamientos, las propuestas de crecimiento que aparecen en los recientes planes municipales de urbanismo han pasado de suponer un pequeño porcentaje del área construida a duplicar o multiplicar la superficie destinada a nuevas viviendas o zonas terciarias y comerciales. La ingente inversión continuada en carreteras durante las últimas décadas permite garantizar la accesibilidad en vehículo privado a las nuevas áreas en desarrollo. Los planes generales tienden a poner en carga absolutamente toda la superficie del término municipal. Se habla en las exposiciones públicas del modelo de ciudad para el siglo XXI: en realidad deberían calificarse como planes para la eternidad, porque cierran la posibilidad de ulteriores desarrollos. Las generaciones futuras tendrán que conformarse con espacios urbanos que se adapten a las expectativas de los promotores inmobiliarios actuales.
Las tipologías dispersas, con su enorme consumo de suelo, y su imposibilidad de vida sin coche empiezan a ser predominantes en los nuevos crecimientos. Y no son sólo las áreas metropolitanas las que adoptan el modelo de viviendas individuales o adosadas y centro comercial accesible sólo en vehículo privado. Prácticamente en todas las ciudades surgen urbanizaciones completamente autistas respecto a la ciudad existente, que concentran y aíslan a las familias con recursos suficientes para hacer frente a su compra y mantenimiento.
La ciudad central decae entre una falta de cultura de su mantenimiento y una visión cortoplacista de su madurez. Se invierte poco en su conservación. Las operaciones urbanísticas demasiadas veces son meramente especulativas aumentando la densidad y la congestión de las zonas centrales y logrando que se pierda paulatinamente una calidad de vida lograda en años de mejora continua.
Las periferias de nuestras ciudades necesitarían grandes dosis de creatividad y energía para conseguir hacer olvidar el diseño masivo y anodino de una época en la que la cantidad de vivienda primaba sobre la calidad. Los nuevos barrios siguen siendo sólo de viviendas, no se consigue la mezcla de usos que cree verdadera vida local. Existe un porcentaje notable de barrios con graves problemas urbanísticos y sociales a los que no se atiende, en una política del avestruz que, en la sociedad multicultural a la que inevitablemente nos dirigimos, seguramente dará lugar a los mismos problemas que otros países vecinos ya han sufrido desde hace décadas.
En contraste, las zonas interiores del país se abandonan y vacían de inversiones y de gentes. Y los espacios humanizados difícilmente se auto-mantienen como las estructuras naturales. El dilema de los incendios forestales de cada verano se debate entre la mano negra que prepara con tiempo la conversión de un bosque en un parque temático, y la falta de mantenimiento mínimo del territorio.
Si partimos de la idea de que ‘planificar es identificar necesidades, compaginar intereses contrapuestos, resolver conflictos, prever líneas de futuro y crear condiciones para el desarrollo positivo’ (Verdaguer 2002), el primer paso a dar sería integrar en la planificación urbanística a toda la ciudadanía, no sólo a los que tienen intereses económicos en la producción de la ciudad. De otro modo, el resultado del proceso urbanístico seguirá siendo el que actualmente sufrimos. El urbanismo tendría que volver a ser patrimonio de los ciudadanos, en el que se recupere el derecho universal a la ciudad y al territorio, incluyendo a aquellos grupos que no han participado nunca en el diseño o la gestión de su espacio (mujeres, jóvenes, niños, mayores o inmigrantes…). Afortunadamente en los últimos meses, protestas en la calle dejan entrever una reacción de la sociedad civil ante los temas de especulación urbanística que hasta ahora se aceptaban resignadamente como una desgracia inevitable [4].
La participación informada es la única vía de salir de un estado de cosas en el que se simultanean declaraciones a favor de la sostenibilidad en los prólogos de todos los documentos oficiales con la negra realidad descrita anteriormente. Sería una vía para contraponer los intereses sociales y ambientales con las bases especulativas de un urbanismo al servicio del negocio inmobiliario. De otro modo, los pasos esforzados hacia una concepción más social y más ambiental de la gestión de la ciudad se minimizan ante el crecimiento desbordado de la urbanización.
Referencias bibliográficas:
Velazquez Valoria, Isabela (2003): Criterios de sostenibilidad aplicables a planeamiento urbano. Departamento de Ordenación del Territorio y Medio Ambiente del Gobierno Vasco (2003) en colaboración con Bakeaz: Versión digital accesible en www.ingurumena.net/Castellano/Doc/PMA (Documento nº22) o bien www.ingurumena.net/Euskara/Doc/PMA/Index.htm
Verdaguer Viana Cárdenas, Carlos (2003): Por un urbanismo de los ciudadanos, en el libro ‘Ecología y ciudad, las raíces de nuestros males y cómo tratarlos’ T. Arenillas (edit.). Fundación de Investigaciones Marxistas
[1] Empiezan a aparecer ordenanzas que permiten alturas de más de 15 plantas en ciudades como Alicante o Torrevieja, siguiendo el modelo de Benidorm. Son comunes planes urbanísticos en pueblos de 2.000 habitantes con propuestas de 4, 5 y hasta 7 plantas en la costa mediterránea. Las grandes ciudades españolas empiezan a competir en el número y altura de sus rascacielos.
[2] En otros países como Reino Unido o Japón, y en casi toda Europa, la memoria de las duras crisis inmobiliarias recientes tiene un efecto psicológico generalizado: no existe la confianza ciega en que la inversión inmobiliaria es un valor seguro.
[3] Informe de 06/06/04 sobre la misión de información del Parlamento Europeo, llevada a cabo en Valencia (España) los días 25 a 28 de mayo de 2004. Este informe propone que debe decretarse una moratoria sobre toda nueva actuación urbanística propuesta en la región valenciana hasta que la legislación vigente se adapte y sea conforme con la legislación comunitaria y los derechos fundamentales de los ciudadanos europeos con respecto a sus propiedades.
[4] Desde las plataformas de ‘Salvem …’ en la Comunidad Valenciana o las protestas de iniciativa vecinal en lugares como Jávea, Moraira, Ondara o Altea contra las propuestas abusivas en la costa. En algunas ciudades existen iniciativas vecinales o de grupos ecologistas que plantean modelos alternativos de ciudad, a veces apoyadas en procesos de Agenda 21 y a veces en franca oposición a las propuestas municipales (Red de Vecinos de Lavapiés, Planes Comunitarios de Barrios, Talleres vecinales…).