Recomiendo:
0

Esta violencia verde

Fuentes: http://www.ignaciocastrorey.com/violencia.htm

Marcuse se refería en los años sesenta a esta ideología por la cual, en todos los órdenes, está prohibido el descanso, un reposo que asociamos automáticamente a la decadencia, pues nuestra mentalidad no puede concebir ninguna fuerza en él. En el plano de los bienes el resultado es que el halo de lo singular debe […]

Marcuse se refería en los años sesenta a esta ideología por la cual, en todos los órdenes, está prohibido el descanso, un reposo que asociamos automáticamente a la decadencia, pues nuestra mentalidad no puede concebir ninguna fuerza en él. En el plano de los bienes el resultado es que el halo de lo singular debe desaparecer con celeridad, apurado como mercancía, para que el mito del consumo sin fin se mantenga ocupando el horizonte salvador. La cohesión social se alcanza en un mecanismo que rechaza circularmente el vacío, el mismo vacío que es por otra parte generado por la rapidez del estruendo público. Las muertes diseñadas sostienen el espejismo de una muerte manejada y trivial. Como si efectivamente la eutanasia para los vivientes, que debe esquivar el envejecimiento natural, se dedujese de la muerte calculada de los objetos, que también son retirados de la circulación antes de que muestren sus arrugas. En un mundo traslúcido es de mal gusto la decrepitud y la muerte lenta. Ante todo porque, bajo nuestro cómodo «nihilismo», la lentitud de la muerte natural amenaza con destilar un sentido. Y no queremos sentido; sólo el estruendo del fragmento informativo.

Así pues, en lugar de lo que persiste en el enigma de sus límites, tenemos ante nosotros el despliegue paramilitar del desgaste y la reposición. Los productos son producidos para su desgaste. «Cuanto antes se gastan, antes es necesario volver a reemplazarlos por otros con mayor rapidez y facilidad aún. Lo que permanece en la presencia de las cosas objetivas, no es su reposar en ellas mismas dentro del mundo que les es propio. Lo permanente de las cosas producidas, en cuanto meros objetos para el uso, es la reposición o sustitución [1] . Se trata de una versión rápida de la transubstanciación, pero sin la preexistencia de un Alma o Sustancia rectora. La duración de los materiales y de las personas se traslada a la fluidez flotante del consumo, a la rotación incansable de sus signos [2] .

Lo que nos protege es la complejidad, lo plural que nos divierte. Y lo que divierte es lo diverso, lo que diverge y nos aparta sin cesar de la posible convergencia, trágica o cómica, en una sola experiencia, la de cualquier momento en el día. Escoger frenéticamente, dentro de lo que es efímero para todos , permite que el gasto acelerado reconstruya sin descanso una ilusión colectiva de duración, un espejismo laico de eternidad. Lo que permanece es el cambio constante de la potencia social, manteniendo en su centro el ideal de la superación, de una Aufhebung que no podemos superar. Es necesario encontrar en la rapidez del reemplazo un sucedáneo de la sustancia perdida, de tal manera que la calidad se trasfiere a una rotación infinita, inalcanzable para ninguna persona, artículo o empresa particular. Por definición, cada particular depende de un presente aplazado de raíz. La realización solamente está al alcance de un horizonte social palpitante, mientras cada consumidor vive en tránsito, en el peregrinaje hacia un cielo prometido que está permanentemente mudando, amenazado por las crisis.

Cuando ahora, después de décadas de frenesí, se nos habla de un desarrollo o un consumo sostenibles , de un sosegado estilo de vida en las afueras verdes, hay que entender que sólo se está proponiendo que la estructura del consumo, sin perder un ápice de sus raíces en el odio, se acompase a un ritmo que deja la destrucción bruta para las naciones atrasadas, la oscura plebe que rodea a la blanca democracia. Igual que la liberación sexual o las nuevas tecnologías, el ecologismo es una cuestión de propaganda interna, una forma de renovar la definición de nuestro racismo. Se trata esencialmente de sostener la marcha de la separación, de estresar a los pueblos exteriores para seguir siendo más democráticos y civilizados que China, Rusia y resto de las culturas, que deben aparecer altamente contaminantes y tecnológicamente atrasadas [3] . La ideología verde vuelve a redefinir los términos de lo que es natural y no lo es, lo que es avanzado y no, así como los términos tolerables de la destrucción: en resumen, lo que siempre ha hecho Occidente frente al resto. Habría que ver si el concepto mismo de «contaminación» no proviene, aunque sea remotamente, de la idea misma de pureza que caracterizaba a los hombres Elegidos frente a la corrupción de la comunidad espontánea de los hombres y su «estado de naturaleza» [4] .

El conjunto de las modas verdes, la vida «lenta» y también el llamado downshifting , con su propuesta de retirada al campo para vivir rodeados de granjas y sosiego, conectados a una urbe gigantesca que facilita el trabajo en casa y una comunicación no gubernamental, sólo supone un adelgazamiento de la aversión técnica contra la tierra, una miniaturización de la violencia social, que ahora es acoplada a una especie de silenciador. El ecologismo, las tecnologías suaves, el confort sostenible en el extrarradio campestre representar la adaptación de la ideología bélica occidental al ritmo «algodonoso» de la mentalidad actual, asegurada en una fluidez que, al organizar globalmente la separación, resulta incuestionable y puede permitirse el lujo de redefinir sus detalles.

«La situación es la siguiente: emplearon a nuestros padres en la destrucción de este mundo; ahora querrían hacernos trabajar para su reconstrucción y que ésta sea, para colmo, rentable. La excitación mórbida que anima desde entonces a periodistas y publicistas en cada nueva prueba del calentamiento climático desvela la sonrisa de acero del nuevo capitalismo verde, aquel que se venía anunciando desde los años setenta, que se esperaba con expectación y que no acababa de llegar» [5] . El «medio ambiente» es hoy, esencialmente, el emblema de un nuevo desafío industrial, de una renovación tecnológica. No hace falta leer a Beck para saber que ese emblema condensa la voluntad de una industria cultural que ha de producir el horizonte entero de los hombres desarrollados, desde la forma de morir hasta la forma de nacer. Según esto, el medio ambiente es una expresión actual de nuestro temor a la naturaleza, un síntoma más de lo que Deleuze llamaba «histeria antivitalista».

De la oficina a casa, de telediario en telediario, de hotel en hotel, de pub en pub, de un viaje turístico a otro, de una revista de divulgación en otra, ¿qué podemos hoy saber nosotros de la tierra? La cultura media estadounidense, que sitúa a España junto a Guatemala, no deja de ser una metáfora de la ignorancia y el desprecio que los occidentales sentimos por todo lo que sea geografía. ¿Qué podemos esperar de una ideología que mide la riqueza o pobreza terrenal con baremos de la ONU, que le llama «agua potable» al agua tratada para el consumo según requisitos de la UE, que desconfía de las fuentes en el campo y prefiere el agua embotellada, que vive de sobresalto en sobresalto, de prevención en prevención, que desconoce en suma la fuerza de una naturaleza sin cobertura? [6] Cobertura es: que la tierra no emita, que la existencia no asome. ¿Qué ecologismo, qué voluntariado se atreve hoy a cuestionar este dogma? Clasificando, numerando con nuestros baremos castrados, nos creemos con el derecho de ayudar, de criticar, de intervenir, de sentirnos por encima: «El Tercer Mundo nos necesita, todo el mundo tiene derecho a una vida mejor».

La naturaleza cuidada y conservada del Occidente actual obedece a una época que ha tenido que integrar cualquier exterioridad en una nueva intolerancia que no puede admitir que la vida siga fuera de nuestra historia. Así es el poder biopolítico. Interviene en la salud de los hombres, ordena los bosques, protege los árboles, redistribuye el agua, encauza la vida natural en parques. Salvar el planeta es la consigna, como si toda la tierra fuera efectivamente nuestro producto, nuestra creación (aunque no precisamente ex-nihilo ). Es preciso conservar la naturaleza. Lo que no podríamos admitir es una naturaleza fuerte que nos «conserve», que sea indiferente a nuestra neurosis de la conservación. El nihilismo contemporáneo publicita una Historia que intenta establecer una cobertura perfecta sobre la naturaleza, un equipamiento de prótesis minúsculas necesarias para una civilización mayúscula como apenas ha habido otra. Por esta razón, el Estado se hace «de bolsillo», se privatiza, al tiempo que las nuevas tecnologías, incluidas sus variantes militares, se acoplan a la vida individual como un guante. En el fondo, para potenciar el fin de la Historia en este presente, se quiere asegurar el fin de la Naturaleza, de la fuerza terrenal que envuelve a lo técnico y humano. Lo que no se puede tolerar es una naturaleza que no sea tan hipocondríaca como nosotros, tan débil como nosotros. Así pues, se la deja entrar en el club de la información y la democracia al precio de volverse tan impotente como nosotros, un gemelo verde de nuestra complejidad técnica, dependiente de las conexiones [7] .

El «calentamiento» es una cuestión típicamente local, propia de una cultura climatizada. Una cultura que, literalmente, ya no sabe salir de casa o asomarse a la ventana. Ninguna civilización, y menos que ninguna la nuestra, está capacitada para una evaluación verdaderamente «global». Ninguna civilización puede ver , como diría Debray, los instrumentos que le permiten ver. ¿Calentamiento global? Es la idea misma de lo global la que es en sí misma calenturienta , pues está poseída por la excitación neourbana de la separación, por la fricción endogámica de la comunicación. La información es en sí misma impresionista, calenturienta [8] . Se trata además de un tema idealmente neutro que puede unir otra vez a los aliados, por encima de las rivalidades políticas, regionales y mundiales, en torno a Occidente y su líder natural, los Estados Unidos. Fue también el producto de la sobreabundancia especulativa del confort. Precisamente porque ahora esa especulación obscena está en crisis, el tema ecológico se puede enfriar .

En medio de nuestro mutante nivel de vida, la preocupación por el «medio ambiente» obedece a una búsqueda de alteridad externa, a la necesidad de noticias catastróficas que nos mantengan unidos. ¿La tierra decae para demostrar que existe inteligencia en la tierra, para que no tengamos enfrente una naturaleza que nos muestre ridículos? ¿La flora y la fauna decrecen para que el antropocentrismo de este ciudadano ridículo que somos se crezca? [9] Como no tenemos nada que ofrecer, según recordaba Debord, sólo podemos ser conocidos por nuestros enemigos. Y la tierra es el enemigo ideal: una solución «global» requiere también un problema «global». Se trata también de acentuar el consabido absolutismo de los medios sobre el relativismo de los fines, la existencia. En suma, se trata de poner en pie un peaje a lo natural, que será admitido al precio de que sea tan débil como nosotros, tan inestable como nosotros. De paso, mantendremos nuestro desprecio sobre las culturas exteriores, que contaminan: el racismo democrático se releva con el ecológico y sexual. Mentes calenturientas en la aldea local mantienen el miedo al exterior como forma de cohesionar una sociedad cuya primera producción es la aversión, ya que no tiene nada que ofrecerse a sí misma.

Se ha necesitado el Holocausto para superar el antisemitismo y admitir a los judíos en sociedad, como modelos universales de la Víctima. ¿Se necesitará otro holocausto par admitir ahora a la Tierra como víctima, un despojo que se rinde y pide ayuda? La consigna del cambio climático, que hasta hace poco alcanzó el rango de dogma religioso indiscutible (los «escépticos» fueron llamados enseguida «negacionistas») se intentó trasformar en una especie de «solución final» en la deconstrucción de las relaciones del hombre occidental con la tierra. ¿Qué se puede deducir de esta «verdad» en el fondo tan cómoda? Primero, de nuevo, el papel central del miedo : ¿que haría esta sociedad, no sólo nuestra querida «América», sin el inacabable desfile de rostros del peligro, ese «estrés del exterior» que hace a nuestras sociedades compactas? Segundo, el dogma de que la tierra es un objeto frágil en peligro de degeneración, exactamente a imagen y semejanza del hombre anémico que somos nosotros, que debemos ser para depender de la red social. Por tanto, en tercer lugar, consumando nuestra apisonadora deconstructiva, el emblema del cambio climático, resumiendo una insólita alianza entre el prestigio de la ciencia, ahora popularizada, y el impresionismo periodístico, ahora hibridado con la ciencia, viene a confirmar una tesis que ya comenzó en la filosofía alternativa de los años setenta [10] . Según ella, no existe ningún suelo referencial desde el que confirmar o refutar las distintas versiones de las cosas. A partir de aquí, pues, estamos en manos de los expertos en hermenéutica social. La «naturaleza» del ecologismo, como dice Beck, es el producto más sofisticado de la sociedad tardoindustrial.

Como es continuamente auscultada, igual que nuestro cuerpo, la tierra padece a la fuerza una continua serie de dolencias. La simple «inestabilidad atmosférica» ya es una dolencia frente al modelo estable de la seguridad que nos guía. El clima se ha vuelto necesariamente «loco» frente al programa de la normalización. En el delirio del antropocentrismo que denunciaba Nietzsche, al aparecer la Tierra entera como un producto del poder social de los hombres -igual que un gran ordenador, se ha desconfigurado y habría que formatearlo de nuevo-, se desactiva la experiencia común de los hombres con la naturaleza. La «filosofía de la sospecha» se pone así, una vez más, en contra de la humanidad atrasada y al servicio de la humanidad que posee instrumentos sofisticados de medición. En el fondo, el objetivo es infundir una sospecha radical sobre las fuerzas del hombre común precisamente en el dolor, en la intemperie que es el hogar de la condición humana [11] . La ideología del cambio climático produce el resultado, cien por cien político , de encerrarnos todavía más en nuestra esfera de interiores tecnológicos, regentada por la nueva estirpe de expertos esotéricos. Con la ideología verde, una vez más, lo alternativo se muestra como la tecnología punta de la mentalidad occidental, capaz de modificarla y minorizarla , de hacerla más correcta, más impecable, más implacable. La religión ecológica aumenta el prestigio de lo sociodependiente, lo tecnodependiente. En suma, aumenta la hegemonía de lo social sobre lo existencial, la de Occidente sobre los pueblos externos (todos los pueblos son ya externos ), que son atrasados por su dependencia de las materias primas, de la materia prima de la existencia.

Resumamos cómo el canon climático, sin dejar nunca de recordar el ambiente climatizado que necesitamos, vale para el actual sujeto consumista como una mera expresión geográfica de su ideología. De un lado, obedece a la consigna genérica del miedo a lo externo y el consiguiente debilitamiento referencial, endogamia hipocondríaca cuyo fantasma es tanto la inestabilidad atmosférica como el desequilibro psíquico. Hoy casi indiscutible, el dogma del cambio climático supone: a) El aumento de la temperatura del «interior global» en el que vivimos, como si la tierra fuera efectivamente un habitáculo nuestro, que nosotros podemos modular; b) El deshielo de los Polos lejanos, igual que de todo núcleo de dureza en el Este, hacia la licuefacción total, hacia conversión de la tierra en pantalla; c) La subida del nivel de las aguas, volviendo al temor bíblico de la confusión; d) El fin de la discontinuidad estacional a favor de un continuum climático medio con fuertes e imprevisibles oscilaciones catastróficas, entre el calor sofocante y los huracanes, entre la sequía y las inundaciones. ¿No significa todo esto la conversión de la Tierra en el primer espectáculo, para solaz o pavor del occidental encerrado que es espectador de las afueras? ¿No recuerda esta hipótesis, sobre todo, el decorado ideológico que rodea al consumista medio urbano? Como es evidente, refuerza en el sujeto la desconfianza hacia el exterior, ahora servido por complejas mediciones lejanas.

Igual que Al Qaeda, el cambio climático lleva camino de convertirse en chivo expiatorio a quien culpar de la cadena de catástrofes que rodea a la histeria de nuestra seguridad tecnológica. Este gran Logo sirve, en suma, para todo lo que ayude a la resignación del ciudadano en su creciente dependencia sociotécnica. El ecologismo medio refuerza el ideal de una burbuja artificial que sueña con árboles en línea y animales controlados por un chip incrustado en el cuerpo. Al margen de la discusión en torno a los datos reales, siempre tan aleatorios, esta mentalidad «verde» lleva hasta el paroxismo la cultura del miedo. Ahora yo no son los musulmanes, ni los rusos o los chinos, sino la Tierra misma la que es enemiga, en plena Yihad contra nuestra seguridad. Aliada con la endogamia de la Comunicación, la «demostración científica» vuelve a apuntalar nuestra sociedad de interiores, dándole el tiro de gracia a lo real, ese trauma del afuera que es el eje de lo que se llamaba experiencia.

Adelantado por Hitchcock en Los pájaros , después de la mitología del cambio climático y el consiguiente enloquecimiento de las especies (el delirio de las «vacas locas» produjo más muertos en Gran Bretaña por suicidio, entre los granjeros arruinados, que debido a la encefalopatía espongiforme) es la tierra entera la que se ha vuelto loca. Con lo cual el encierro occidental riza por fin el rizo de su impunidad. Si el fenómeno de las vacas locas sirvió para eliminar la carne de nuestros mercados y que ya no sea visible la pieza del animal (éste estará, a partir de ahora, empaquetado asépticamente), el cambio climático debería servir para que la tierra deje de ser visible como tierra. Es posible, por cierto, que las especies «se extingan» para mantenernos ocupados con la contabilidad (la misma que acosa a las especies)… y que no veamos que lo que se «extingue» dentro de nosotros es la experiencia misma de la tierra, de la vida exterior incalculable e irregular, armada de una potencia mortal.

El «medio ambiente» es, pues, el nombre que hoy toma el furioso individualismo separador que debe aislar al hombre occidental de la comunidad con los seres terrenales, hombres, animales y plantas. Los jóvenes del Comité Invisible, herederos de aquel furioso Tiqqun, lo expresan con esta irónica contundencia: «No hay ‘catástrofe medioambiental’. Hay una catástrofe que es el medio ambiente. El medio ambiente es lo que queda al hombre cuando lo ha perdido todo. Quienes viven en un barrio, en una calle, en un pequeño valle, en una guerra, en un taller, no tienen ‘medio ambiente’; se mueven en un mundo poblado por presencias, peligros, amigos, enemigos, puntos de vida y puntos de muerte, por todo tipo de seres (…) Sólo nosotros, hijos de las desposesión final, exiliados de última hora -que venimos al mundo en cubos de cemento, recogemos la fruta en los supermercados y a quienes el eco del mundo les llega a través de la tele-, podíamos tener un medio ambiente . Sólo nosotros podemos asistir a nuestra propia aniquilación como si se tratara de un simple cambio de aires. Indignarnos por los últimos avances del desastre y redactar pacientemente su enciclopedia» [12] . En verdad, ¿no debemos temer que esta visión «radical» tenga muchas razones comunes de su lado?

Lo que llamamos desde la planicie informativa «catástrofe» es en realidad la ley de una vida que siempre se decide en giros imprevistos. Llamamos catástrofe a la emergencia de lo imprevisto, a la contingencia accidental que nos obliga a pensar , a inventar un nuevo modo de vida, a cambiar incluso nuestro carácter. Pero lo que para el periodismo es catástrofe a veces es lo que nos vivifica. Sólo después del atentado del 11 de septiembre en Nueva York se logró, al menos por un tiempo, una cierta humanización de las relaciones personales (¿cuándo se había visto a dos jóvenes negros ayudar a un anciano judío a cruzar una calle?). De igual modo se inventan nuevas formas de supervivencia y nuevas relaciones comerciales y redes sociales en Argentina tras el «corralito». De la misma forma, tras el Katrina [13] . Lo que se presenta por todas partes como «catástrofe ecológica» no ha dejado nunca de ser, en primer lugar, la manifestación de una desastrosa relación con el mundo. El hecho de no habitar ninguna circunstancia, de ser sociodependientes y no tener ninguna relación primaria y directa con la exterioridad, nos vuelve vulnerables al menor bache del sistema, al más ligero avatar de la cobertura social. Al acercarse el último tsunami, mientras los turistas seguían jugueteando con las olas, muchos isleños se apresuraban a huir de las costas siguiendo a los animales. La regularidad del funcionamiento que llamamos «mundial» oculta normalmente nuestro estado de desposesión estructural, potencialmente catastrófico. Eso a lo que se llama «catástrofe» no es más que la suspensión forzada de este estado de protección de laboratorio, uno de esos raros momentos en los que recobramos alguna presencia en el mundo [14] . Lo que es verdaderamente peligroso, fuente de todo tipo de desastres, es el actual desarme moral ante la fuerza de una naturaleza que ha de ignorar el mundo de los hombres. Y recordemos que antes el humanismo, cristiano y ateo, atendía a la necesidad de esa potencia no humana.

Sin embargo, bajo la coartada de un simple análisis y a cien años-luz de esa sabiduría, lo normal es que hoy la filosofía tome partido por el impresionismo mundial, como máximo, en una de sus variantes de izquierda: «La postmodernidad es lo que queda cuando el proceso de modernización ha concluido y la naturaleza se ha ido para siempre» [15] . Existe por supuesto una cierta pretensión de desgarro en afirmaciones de este tipo, pero en realidad están cargadas de una autosatisfacción que afirma: «Fíjense qué modernos somos (nosotros, los hijos de Marx) que ya no estamos bajo la ley de la gravedad». Es curioso que este tipo de diagnósticos, que harían reír a Nietzsche, sean casi inmediatamente seguidos por una naturaleza que, en una suerte de venganza freudiana, parezca empeñada en presentarse con el rostro de catástrofes cada vez más devastadoras. Cada filósofo, se podría decir, tiene su Katrina… igual que cada Torre (y cada uno de nosotros es ya una Torre) tendrá su 11 de septiembre. Día fatídico que, sin ningún estruendo, bien puede tomar la forma de una revelación a cámara lenta, tardía e inapelable, del tipo: Jamás te ocurrirá ya nada .

Si se produce, la información posterior al desastre (información cuyo pariente sofisticado es la deconstrucción filosófica) volverá a alimentar el temor al exterior y el ciclo del encierro. La cosa ha llegado al extremo de que cada vez que se da una catástrofe natural, sea del tipo que sea (sirve de ejemplo el reciente terremoto en Italia), es necesario buscar culpables humanos. En el fondo, el razonamiento parece muy simple: dado que habíamos superado la soberanía de la naturaleza en nuestro ordenador global, si se ha producido alguna tragedia imprevista ha de deberse a un error humano, jurídicamente imputable. De manera que estamos siempre en el bucle social que se realimenta de las catástrofes y considera a la Tierra un gran surtidor para la movilización total. Dentro de este bucle funcionan los superventas de una «verdad incómoda» que nos venden la estampa de una naturaleza herida por un error que es necesario subsanar, una tierra que es necesario cuidar como a un enfermo. Si la imagen ideal del ciudadano, según ha recordado Virilio, es la de un inválido equipado, la imagen ideal de la Tierra es la de un enfermo embalsamado. Con ella se completaría la desaparición de un referente fuerte, independiente de nuestra complejidad técnica y su cuerpo de especialistas. El integrismo de la democracia total se consuma en una naturaleza cuidada, también ella atenuada por la obediencia a las leyes sociales.

«Nueva moral del Capital (…) De no ser por la ecología, no se podría justificar la existencia hoy en día de dos ramos de alimentación, uno ‘sano y biológico’ para los ricos y sus niños, otro notoriamente tóxico para la plebe y sus retoños abocados a la obesidad. La hiperburguesía planetaria no sabría hacer pasar por respetable su tren de vida si sus últimos caprichos no fueran escrupulosamente ‘respetuosos con el medio ambiente’. Sin ecología, nada seguiría teniendo suficiente autoridad para acallar toda objeción a los progresos exorbitantes del control» [16] . Los niños aleccionados en la escuela obligan a reciclar basuras, impiden a sus padres fumar, beber alcohol, gastar más agua de la debida. El nuevo ascetismo bio perfecciona el control de uno mismo. El autocontrol generalizado y la dictadura medioambiental, el miedo y la satisfacción del deber ciudadano se retroalimentan mutuamente, siguiendo el signo circular del reciclado. Tecnologías suaves, higiene certificada, transparencia, eco-impuestos, excelencia medioambiental, bandera amarilla de la UE y policía del agua permiten augurar el estado de excepción ecológica que se avecina. Cierto, «Mientras exista el Hombre y el Medio ambiente, la policía estará entre los dos» [17] . Pero todo le está permitido a un poder que vela por ti, que se ampara en la naturaleza, la salud y el bienestar. «Conductor, cada dos horas debe descansar»: esta patética conversión del ciudadano en un niño sobreprotegido sirve para lograr mansedumbre social, mano de obra barata para la flexibilidad mundial. ¿Qué problema puede haber en obedecer a un poder tan razonable? Se debe conseguir que la humillación diaria a que nos somete la Sociedad y el Estado pase por normal, consentida y con sentido. Seremos agraciados incluso con un ingreso médico gratuito, pero al precio de que antes demostremos una existencia plenamente terapéutica .

El pánico medioambiental tiene el objetivo político de convertir al planeta entero, y a sus habitantes, en objeto de gestión. Igual que se gestionan las nuevas enfermedades corporales y las crisis de gobierno. Se gestiona aquello indiferente que nos rodea por fuera , aquello con lo que tomamos distancia y que está teñido por la extrañeza. I am who I am : Yo palpito en medio de un decorado intercambiable, tolerado como «ambiente», que me rodea sin implicarme, sin tocarme. Medio ambiente es el nombre que la izquierda cultural ha logrado imponer para consumar la aversión a una posible comunidad con la tierra , aversión donde Nietzsche ve el origen de nuestro nihilismo. Por eso, siguiendo el modelo de nuestra normalización metropolitana, el medio ambiente es algo cada día más automático: árboles en línea con riego por goteo, césped publicitario en urbanizaciones de ensueño, parques naturales rigurosamente controlados, osos y buitres que bajan a comer ante los visitantes con la puntualidad propia de una empresa turística [18] . Como la contaminación ideológica es planetaria, por ello mismo es indetectable para nuestro integrismo: elaborando abono biológico con los restos de nuestro festín macabro, la izquierda ecologista acaba la labor de la derecha destruccionista. De las secretarías de Estado en Nueva York a las trastiendas de los cafés alternativos de Berlín, de los equipos de redacción de los grandes diarios a las ONG’s, el nuevo temor inyectado concluye en la palabra de siempre: es necesario movilizarse . La movilización es el estilo actual de un conservadurismo que no puede pararse y escuchar lo que dicen las cosas mudas. Y la cuestión ecológica, tanto o más que el tema de los derechos humanos o el del empleo, tiene la innegable ventaja de implicar fuertemente al idealismo de la juventud, complemento perfecto de nuestro estado senil de cosas. De paso que se reanima parcialmente el cadáver de la izquierda, muy necesitado de causas no sospechosas, se encuentra un tema perfecto para lograr la culpabilización más amplia, para la infiltración apolítica en un público cautivo, obligado a la participación.

Con el giro ecológico la política occidental crea por fin un problema «global»» para incentivar la globalización, esto es, el desarraigo de las poblaciones, la dependencia de las naciones con respecto a la elite que dirige la destrucción de la tierra, aunque ahora sea en forma de «conservación». La mundialización, es decir, el imperio occidental que ha creado la catástrofe, se presenta ahora como una solución a la vez global. Todo se juega en realidad dentro del vientre de la soberbia elite local que querría gobernar la tierra. El sordo localismo de la clase dirigente y la cultura media estadounidense, que apenas viaja al exterior ni publica noticias externas que no afecten a sus intereses, no deja de ser el epítome de una elite que pasa por «mundial» simplemente porque desprecia todo aquello que ignora. «Y es que el medio ambiente tiene el mérito incomparable de ser, nos dicen, el principal problema global que se plantea a la humanidad. Un problema global , es decir, un problema para el que sólo quienes están organizados globalmente puede tener solución. Y a éstos ya los conocemos (…) Que EDF tenga el descaro de volver a mencionar su programa nuclear como nueva solución a la crisis energética da buena cuenta del parecido existente entre las nuevas soluciones y los viejos problemas» [19] .

Con respecto a esta probable continuidad entre el enfoque conservacionista y el destruccionista, con respecto a nuestra intolerancia estructural hacia todo lo que sea exterior y salvaje, se puede poner un ejemplo muy concreto. El ideario actual abomina de la supuesta crueldad de la caza y del maltrato a los animales (los ejemplos habituales en Europa suelen ser la caza del zorro en Inglaterra y las corridas de toros en España). Aunque a la vez, se despliega un redoblado odio hacia la naturaleza en esta actual pasión verde por el cuidado, el control y la conservación de la flora y la fauna. Estudiar las especies, clasificarlas con nuestra razón calculadora, siempre vinculada a cien empresas con ánimo de lucro, ya es iniciar su «extinción» (que, a su vez, dará lugar a otra empresa). De igual manera que fotografiar y publicitar sitios remotos o tribus del paleolítico en el Amazonas ya es introducir esos fenómenos en la ronda de la corrupción y la ruina [20] . Fijémonos. De la persecución armada del oso y el lobo, que ha llevado a su práctico exterminio en Europa occidental, hemos pasado a una voluntad cinegética que se expresa en las capturas del safari fotográfico, en la reglamentación de la población animal en parques, en la necesidad de marcar electrónicamente a las especies en peligro para conocer y controlar sus costumbres, su población, sus itinerarios, su apareamiento. En el caso tradicional de la caza y en el actual de la fotografía, lo que se manifiesta es una idéntica intolerancia hacia la fuerza, el misterio y la independencia de lo salvaje. La cámara fotográfica, la ciencia y los medios informativos sólo rematan, en este sentido, la labor que empezaron las armas de fuego [21] . Ignorando que la caza era parte de la vida campesina, un derecho de las gentes «de a pie» frente a los terratenientes, el desprecio hacia ella facilita la imagen de la persecución fotográfico-turística, que termina en la contabilidad minuciosa de los animales y su circulación marcada en parques «abiertos». Una vez más, el cambio postmoderno sólo consiste en acoplar a la crueldad de la máquina antropocéntrica un silenciador correcto. En suma, únicamente se redobla la hipocresía deconstructiva que disfraza y acompaña a la violencia. Ésta concluye en su forma tradicional, abierta, pero se prolonga en un odio discursivo-informativo que es más sutil y remata la labor de la primera.

Somos ecologistas, en realidad, cuando lo salvaje puede ofrecer una imagen satisfactoria de víctima que necesita ayuda, cuando la naturaleza está en el Primer Mundo esquilmada, vencida. Igual que el decreto de conservación de ciertas especies, o de algunas zonas naturales, no hace más que ratificar su desaparición o su penosa domesticación, el ecologismo solamente confirma el fin de la naturaleza, un fin correcto y sin sangre donde lo salvaje se entrega definitivamente, cuando ya sólo queda de ello un resto famélico. De hecho, la idea conservacionista de un «medio ambiente» con el cual el hombre interactúa, sigue remarcando al hombre moderno en el centro, blindado de pies a cabeza y dominando el horizonte. Es el mismo puritanismo hipocondríaco que desprecia e ignora la tierra, pero armado con una tecnologías que no destruyen abiertamente, sino que atenúan, controlan y ordenan. Con el ecologismo solamente cambiamos la destrucción física y química, que desplazamos lejos, por el apocalipsis electrónico, que es indetectable para nuestro daltonismo perceptivo. De la temida Silent spring pasamos a la primavera reanimada: la sala democrática entera aplaude nuestras superproducciones digitales. No es muy extraño que, en ámbitos no sólo juveniles, los ordenadores puedan sustituir a la experiencia real cuando ésta discurre, en nuestro «medio ambiente», dentro de una planificación numerada.

Desde los programas televisivos de la vida animal hasta las organizaciones militantes, la función de la ecología media es contribuir a diseñar una naturaleza que no nos desmienta, que confirme que no hay exterior que se nos opone, que la iluminación occidental, con su maternal cuidado de las cosas, abarca ya toda la tierra. Los que habitan el planeta son seres frágiles a conservar. Dado que se trata de una ideología para consumo interno, destinada solamente a consumar nuestro retiro local , basta para confirmar sus intenciones que en las cercanías, en nuestras calles y en los parques, se adopten las formas y el lenguaje correctos. Nos preocupamos entonces por el reciclado urbano de las pilas, por la separación de la basura, el fin del tabaquismo y el estado de los parques suburbanos. Mientras, arrasamos en el mismo día a los hombres y a la vegetación de lejanos países demonizados. La información y la democracia son así: iluminan unas zonas seleccionadas y oscurecen el resto. Durante los mismos días en que se produce en los Estados Unidos el desastre humano que deja tras sí el huracán Katrina, mientras el gobierno deja morir a la gente pobre en condiciones infrahumanas, la sociedad bienpensante sigue persiguiendo en Nueva York la contaminación que ejercen los fumadores.

Igual ocurre en la Zona Verde, el bunker wasp de Bagdad durante la ocupación estadounidense. Mientras el país entero arde, se desarrolla en el ghetto occidental la histeria contra el tabaco. En una sociedad que ha renunciado a la acción, salvo la económica, la política es un problema de imagen, de retórica, de lenguaje. La gestión está basada en gestos. Con esto basta, aunque la materia social irreciclable (terroristas, delincuentes, jubilados, parados, inmigrantes, drogadictos: el bestiario entero de la marginalidad) siga pululando a dos manzanas, en los cruces, en las bocas del metro, en las barriadas y los subterráneos de nuestras grandes ciudades. Podría verse en la información el primer mecanismo para el reciclaje de esa alteridad humana que no queremos ver, que roza los bordes de nuestra tolerancia. Hemos analizado cómo una lejanía más o menos horrenda, precisamente en lo que afecta a las personas, es necesaria para que el mercado mundial funcione. Así pues, apareciendo a diario en el sensacionalismo informativo, podría decirse que lo irreciclable del mundo antropológico de la «pobreza» es la condición del reciclado de nuestros objetos de lujo. Al mismo tiempo que arrasamos lejanas naciones de nombre casi impronunciable, al mismo tiempo que ignoramos al homeless que se pudre en el cajero del banco, cuidamos con pulcritud biológica nuestro jardín.

La esfera occidental es un régimen cohesionado por la velocidad de las conexiones, un orden que carece, propiamente hablando, de naturaleza. Ésta queda relegada a los parias de la tierra, en sus variantes turísticas o terroristas. Además de constituir la ideología de una nueva burguesía que deja el corazón de la ciudad a los inmigrantes y se traslada a las confortables urbanizaciones de las afueras, la preocupación ecológica expresa muy bien este carácter progresivamente autorreferencial de la secta occidental, su voluntad de no dejar entre nosotros un maloliente resto, menos aún un rastro de cadáveres [21] . Puesto que es necesario que no sea visible la coacción que ejercemos, y se precisa que la violencia democrática se presente como bienestar plural, de ahí nuestra cuidadosa selección postmoderna de basura. Separamos aguas residuales, papel, plástico, metal, restos orgánicos, cristal. Y esto en el mismo día, en el mismo país en el que sumimos en un amasijo infernal a culturas exteriores. Es preciso reciclarlo todo, hacer de cualquier exterior (y la mera existencia es el primer exterior) una empresa socialmente rentable. Todo esto mientras, como amenaza medieval, se mantiene delante la imagen del peor horror, al cual estaría entregada la humanidad no consumista.

Así como en el psiquiatra, en el sexólogo o en la confesión del medio televisivo, retorna la basura de las almas para ser «blanqueada», también la basura material ha de ser reciclada. Logramos de este modo la suave autorreferencialidad, a cuyo servicio trabaja el potente sector terciario del capitalismo piramidal. Aceleramos una caducidad programada que borra la naturalidad de la muerte en una cinta sin fin que atenúa cualquier núcleo de existencia hasta hacerla sociodegradable . Lo «biodegradable» es una categoría subordinada a esta ideología ultrasocial que desprecia a la tierra. El propio signo ovoide del material reciclable, con esas dos flechas enlazadas como una serpiente que se muerde la cola, expresa claramente su compromiso con el círculo perfecto del nicho postindustrial. La industria es justamente cultural , y ahora también ecológica, para que no haya cadáveres, para confirmar el fin del Gran Relato histórico que se oponía a la vida. Esta circularidad ecológica confirmaría que nuestro orden social, milenios después de la ruptura con el tiempo cíclico primitivo, ya ha superado la violencia del dualismo metafísico y es tan verde , tan fluido y suave como el ciclo regenerador de la fotosíntesis. Si ya no sirve la palabra «capitalismo», según tantos intelectuales, es porque precisamente el sistema social, globalizado, se confunde con el pulso mismo del tiempo.

Reciclado de basura, cultivo bio en el jardín, consultoría medioambiental, coches ecológicos y energías limpias coexisten pegajosamente con la última publicidad de Chanel en las páginas satinadas de las revistas de moda y las imágenes escogidas de la labor de pacificación aliada en Afganistán. Nuestra contaminación ha de ser también correcta, electrónica, de tecnología punta: en suma, no dejar groseros restos analógicos. Delegamos la contaminación brutal, como las de Bhopal o Villa Parisi, para la labor de rapiña de nuestras empresas lejos de la metrópoli, entre los pueblos atrasados [23] . Cuando una catástrofe ecológica salta a primer plano entre nosotros, como en los sucesivos desastres provocados por el tráfico de petróleo en nuestras costas, es porque nos escandaliza que aquí ocurra lo que suponemos que es propio del mundo de la miseria. Por otra parte, en estos casos no se trata tanto del daño que se hace a una naturaleza que hasta entonces hemos ignorado como de la lesión que se perpetra contra la imagen turística del entorno. Todo esto, naturalmente, sumado al daño económico de los intereses inmediatos.

A diferencia de estilos anteriores, el imperio terciario (y la mentalidad ecologista es, de raíz, parte de ese imperio) busca la fluidez, una exclusión suave de lo heterogéneo, sin sangre. Esta sociedad querría reciclar cualquier núcleo de intensidad o dureza: el amor, la familia, la infancia, el código genético, el lenguaje, la juventud violenta, el género sexual, la identidad ética y cultural, la delincuencia… Querría deconstruir la intensidad de lo original para servirnos después un clon, sin arrugas ni turbulencias. La ofensiva verde, como nueva faz pacifista de la mentalidad occidental, sigue siendo nuclear en esta voluntad integral de lograr una cobertura perfecta de la historia sobre la vida. El mundo entero, y el caso de Europa es muy evidente, debe ser duplicado en un plano limpio de pasado, de fondo sombrío (el propio euro tiene este aire higiénico frente a las viejas monedas nacionales, cargadas de símbolos oscuros). En este aspecto, por su voluntad de laminación, la actual Europa es un proyecto «americano» y representa el primer y más importante éxito del puritanismo estadounidense en el mundo [24] . Somos aliados , con o sin OTAN, en esta rotación de barras y estrellas que nos debe salvar del sucio suelo. Mientras tanto, el resto de la tierra responde a esta voluntad imperial de transparencia con una versión a veces terrorista de la resistencia, de los derechos de lo irreciclable. Terror que a su vez, en la información y en nuestro uso social del miedo, vuelve a alimentar la espiral endogámica del consumo y su hostilidad hacia la inmediatez.

Que, como producto de este integrismo, la humanidad está hoy tentada por la promesa de una bio-tecnología que penetrará el núcleo genético de la existencia, es algo que no debe extrañarnos. Mucho antes de esta especulación científica, la más sagrada decisión individual, desde el divorcio hasta el suicidio, debe hacerse consultando con una legión de expertos y la anuencia de la colectividad entera. Con frecuencia los colectivos minoritarios no ponen aquí más que la flexibilidad, la vigilancia inteligente y el ánimo de ruptura, para derribar los últimos tabúes, que le falta a la inercia de la mayoría. Mayoría moral y minorías radicales se alternan para cerrar el campo social. De igual modo que lo hacen los conservadores y la socialdemocracia a nivel mundial (o que los grandes grupos mediáticos de entretenimiento dejan a las pequeñas salas o a las pequeñas editoriales la exploración de nuevos valores para el mercado). El sector de servicios, que incluye los circuitos alternativos de la homogeneización, debe cerrar el círculo de la producción. Envuelve los antiguos sectores primario y secundario en un plagio tan coherente mundialmente, tan ágil e integrado en cada punto, que parecerá «abierto» en cada momento en que roce la singularidad real. Este es el gran servicio de la tecnología punta de la información. Como no se debe reprimir directamente nada, ya que desequilibraría la pretensión religiosa de la democracia, se ha de simular su integración con toda clase de mecanismos, encantadores o intimidatorios. Es, pues, en un ejercicio de potencia, y no en una muestra de agotamiento, como se ha realizado esta mutación de la represión a la integración, de la agresión a la información, de la violencia al odio.

La ideología imperante exige someter lo real a transformación, a disección, a análisis, a transparencia informativa. Lo que no aparezca en la pantalla como víctima, aparecerá como verdugo. Es preciso que no quede nada opaco, elemental, inconsumible, que sería inquietante como síntoma de que no se ha logrado la ansiada integración, de que aún somos una sociedad dual, local, primitiva. Nuestra hipocresía contemporánea no soporta ya el ser herederos de la antigua violencia, ni tolera la idea de que no hayamos superado la sangre de la Historia. Por eso en la época de la comunicación es preciso sumergir los conflictos, integrarlos socialmente o desplazarlos a zonas invisibles… allí donde solamente llegan las armas inteligentes de largo alcance. Esto significa, en la época de la información, la extensión universal de la opacidad, de un cierto oscurantismo. Se trata de desplazar a las afueras toda confrontación, todo derramamiento de sangre: a la delincuencia inmigrante y al Tercer Mundo, como hace Norteamérica, o a las telarañas de las afueras y de la cultura, como hace Europa. Sin embargo, precisamente a nivel planetario, la santa alianza de cultura y violencia, de socialdemocracia y conservadurismo, es casi perfecta. La derecha mundial o, si se quiere, los Estados Unidos, realizan el trabajo sucio que a la cultura ilustrada europea le repugna. Criminalización y deconstrucción, pragmatismo económico y cultura, actividad bélica y mercado se complementan. Lo que no puede la información, lo realizan las armas.

Se persigue en cualquier caso que no haya referente real, ni siquiera en forma de resto, cadáver irreparable. Se busca una sociedad multiforme donde la víctima participe incluso en la gestión de su castigo. Y esto tal vez es debido a que un mundo hipocondríaco, que descansa en el pánico a lo irregular, se siente a punto de desinflarse ante cualquier virus exterior, ante cualquier punta de irreductibilidad real. La tecnología punta de lo social debe atajar en cada minuto este riesgo omnipresente. En efecto, la única esperanza del capitalismo actual es no aparecer como sistema , con su pesada cohorte de torpezas y su agotador esfuerzo militar. En este aspecto, el mercado, incluso salvaje, es indispensable para difuminar la coacción política de un Estado que debe ser más maternal que paternal. Igual que la cultura, más o menos «juvenil», es indispensable para cubrir la barbarie de la economía. Representando como horrenda la vida desnuda en la tierra y, al mismo tiempo, fundido con la existencia el nuevo Estado, el capitalismo ha logrado reabsorber sus crisis. Esto incluso al precio de que la crisis, el «estado de excepción» que constantemente reproduce la sirena informativa, sea el estado normal, alimentando continuamente la coherencia interna.

Sin embargo, esta voluntad informativa de deconstrucción y reciclado, es exactamente lo que convierte en estructural nuestra corrupción, haciendo que todo derive tendencialmente a la basura, desde los contratos a la televisión, del arte radical a la comida. Dado que nuestra sociedad es, como pocas, mundialmente dominante, es inevitable una montaña de cadáveres y desechos para reciclar. De modo que el reciclado es un proceso continuo y la masa de basura, como figura de un exterior que solamente subsiste al precio de estar vencido o de ser abyecto, debe mantenerse estable. Por tanto, podría decirse que la obsesión del reciclado es el mecanismo que mantiene a la tierra entera, lo real, como algo intrínsecamente contaminado, contaminante.

 

1. Martin Heidegger, «¿Y para qué poetas?», Caminos de bosque , Alianza, Madrid, 1995, p. 278.

2. Igual que ocurre en cierto arte contemporáneo, donde las obras se realizan con materiales blandos de interiores porque la permanencia se ha transferido a la textualidad en la que vibra la marca del artista, de la galería, del crítico de arte que les apoya.

3. Por supuesto, existen muchas corrientes y muy enfrentadas, dentro de lo que llamamos ecologismo. Nos referimos aquí a un término medio operativo que define nuestra cultura occidental frente al resto, en suma, que define nuestra separación de la naturaleza. Por ejemplo, en sus justas ironías sobre la empresa mundial, altamente contaminante, que representa Al Gore, sobre la sistemática manipulación informativa que sostiene el alarmismo de ese capitalismo verde, Lomborg sigue representando la ortodoxia occidental inteligente, el escepticismo como tecnología punta del sistema. En efecto, no discute ninguna de las tesis básicas de nuestra ortodoxia aversiva hacia la Tierra, sólo lo que es operativo hacer y lo que resulta más rentable: «El calentamiento global es real y está causado por el hombre. El impacto que dejará sobre los seres humanos y el medio ambiente será grave hacia finales de este siglo». Bjorn Lomborg, En frío. La guía del ecologista escéptico para el cambio climático , Espasa Calpe, Madrid, 2008, p. 20.

4. Cfr. Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, op. cit. , pp. 165 ss.

5. Comité Invisible, La insurrección que viene , Melusina, Barcelona, 2009, p. 96.

6. Claro que todo esto no le quita peso a este neorruralismo que se extiende en Europa y Norteamérica con una recuperación de la vida comunitaria y campesina, ese mundo poderoso que tan bien ha cantado Berger. John Berger, «Epílogo histórico», Puerca tierra , Alfaguara, Madrid, 1989.

7. Es imposible desligar el avance del ecologismo del actual encierro doméstico y sus prolongaciones articuladas en el turismo, la cultura del entretenimiento y las tecnologías audiovisuales. En todo el ecologismo medio existe una dramatización que es heredera del feroz antropomorfismo que guía a la cultura occidental, de su odio a la naturaleza y a los pueblos que la habitan. Un ejemplo: «En 2006 la revista Time publicó un informe especial sobre calentamiento global, en cuya portada se leía una frase repetida y aterradora: ‘Debemos estar asustados, muy asustados’. En la revista se nos decía que el clima se ha vuelto loco y nos afecta tanto a nivel global, desbaratando la biosfera, como a nivel individual, con efectos sobre la salud como las insolaciones, el asma y diversas enfermedades infecciosas. La impactante imagen de la portada retrataba a un solitario oso polar flotando sobre un pedazo de hielo a la deriva y buscando en vano el siguiente pedazo de hielo. Time quiso explicarnos que, debido al calentamiento global, los osos ‘están empezando a aparecer ahogados’ y tarde o temprano terminarán por extinguirse» ( En frío. La guía del ecologista escéptico para el cambio climático, op. cit. , p. 15). Esta manía por la soledad no lo es por la desconexión que ahí se produzca, sino por las conexiones que en la soledad se producen, por lo que puede oírse en la soledad, por el grado de soberanía y de «comunismo» que ahí pueda alcanzarse. Para desactivar ese irremediable «comunismo» con la tierra , queremos esta burbuja higiénico-ecologista, estar rodeados por un decorado que enmascare nuestro aislamiento. La desaparición de los animalitos visibles nos apena porque deja ver el desierto, la «deforestación» que es la esencia de nuestra condición, de nuestro odio a las sombras. Sólo queremos que ese desierto del individualismo esté adornado, coloreado con un decorado reanimado. Como en otros, también Walt Disney fue en este punto un adelantado de nuestra patética mentalidad «verde».

8. La contaminación es una cosa misteriosa. El efecto más catastrófico del petrolero Prestige en la Costa de la Muerte de Galicia no fue el petróleo, disuelto por los ingentes trabajos civiles y estatales de limpieza y, sobre todo, por el efecto imponente del oleaje invernal y las mareas. El efecto más catastrófico fue la penetración terciaria en la Costa, la destrucción de los hábitos naturales de vida, de la cultura del trabajo marinero a manos de las subvenciones estatales, la facilidad turística y la fluidez informativa.

9. Aparte de esto, la mentalidad «romántica» del moralista urbano siempre se ha sentido ante el fin del mundo, tanto desde el punto de vista ético como desde el punto de vista político y ecológico. Recuérdese si no el diálogo del viejo pastor y el administrador agrícola Melitón Shishkin en El caramillo de Chéjov. Todo sigue la misma pendiente , repite el pastor al quejarse del declive espantoso de la naturaleza. ¡Y esto en la Rusia de 1887! Es asombroso cómo Chéjov, en medio de pinceladas portentosas sobre la naturaleza, adelanta todos nuestros temores acerca de la ruina lenta de la vida en la tierra. Y esto como algo que resuena en la decadencia de nuestro adentro , en paralelo a la patética impotencia e infelicidad del hombre moderno, liberado de las viejas servidumbres.

10. Un ecologista crítico como Lomborg relata con detalle hasta qué punto es frecuente esta alianza de ciencia socializada y periodismo impresionista para falsear sistemáticamente los datos. Bjorn Lomborg, «Los osos polares: ¿son los actuales canarios de las minas de carbón?», En frío. La guía del ecologista escéptico para el cambio climático, op. cit. , pp. 13-21.

11. Cercano en este punto a la mentalidad estoica y a todo el existencialismo, Sartre habla de un absoluto existencial, el de «la elección», frente al cual el conjunto de una época, con su estruendo, es lo relativo . Jean-Paul Sartre, El existencialismo es un humanismo , Edhasa, Madrid, 2001. p. 34.

12. Comité Invisible, La insurrección que viene, op. cit. , p. 94.

13. «Nueva Orleans algunos días después del huracán Katrina. En esta atmósfera de apocalipsis, una vida se reorganiza, aquí y allá. Ante la inacción de los poderes públicos, más ocupados limpiando las zonas turísticas del barrio francés y protegiendo las tiendas que ayudando a los habitantes pobres de la ciudad, unas formas olvidas renacen. A pesar de los intentos, en ocasiones enérgicos, de evacuar la zona, y a pesar de las partidas de ‘caza del negro’ abiertas para la ocasión por unas milicias supremacistas, muchos no quisieron abandonar el terreno. Para los que rechazaron ser deportados como ‘refugiados medioambientales’ a todos los rincones del país, y para aquellos que, desde distintos lugares, decidieron unirse a ellos en solidaridad, respondiendo al llamamiento de un antiguo Pantera negra, resurgió la evidencia de la autoorganización. En cuestión de algunas semanas se puso en pie la Common Ground Civic. Este verdadero hospital de campaña dispensa desde los primeros días cuidados gratuitos, cada vez más eficaces gracias a la afluencia incesante de voluntarios. Desde hace ahora un año, la clínica es eje de una resistencia cotidiana a la operación de tabula rasa llevada a cabo por las excavadoras del gobierno, a fin de entregar toda esta zona de la ciudad como pasto a los promotores. Cocinas populares, abastecimiento de víveres, medicina de calle, movilizaciones salvajes, saber práctico acumulado por unos y otros a lo largo de sus vidas encontró un espacio en donde desplegarse. Lejos de los uniformes y de las sirenas. Quien conoció la alegría pobre de estos barrios de Nueva Orleans antes de la catástrofe, la desconfianza hacia el Estado que ya reinaba en ellos y la práctica masiva del apaño, no se sorprenderá de que todo esto haya sido posible. Quien, por el contrario, se encuentre atrapado en la cotidianidad anémica y atomizada de nuestros desiertos residenciales podrá dudar de que exista allí tal determinación. Recuperar esos gestos ocultos bajo años de vida normalizada es, no obstante, la única vía practicable para no hundirse en el mundo». Ibíd. , pp. 104-105.

14. «La paradoja actual de la ecología es que, bajo el pretexto de salvar la Tierra, se salva únicamente el fundamento de lo que la ha convertido en un astro desolado (…) Toda pérdida de control a cualquiera de los argumentos que defienden el control de la crisis. Los mejores consejos no deben buscarse, por tanto, entre los especialistas en desarrollo sostenible. Es en las disfunciones, en los circuitos del sistema, donde aparecen los elementos de respuesta lógicos a lo que podría dejar de ser un problema. De entre los firmantes del Protocolo de Kioto, lo únicos países, a día de hoy, que cumplen con sus compromisos son, muy a pesar suyo, Ucrania y Rumanía. Adivinad por qué. La experimentación más avanzada a escala mundial en cuestión de agricultura biológica se desarrolla desde 1989 en la isla de Cuba. Fue a lo largo de los caminos africanos, y no en otro sitio, donde la mecánica del automóvil se elevó al rango de arte popular. Adivinad cómo. Lo que hace deseable la crisis es que en ella el medio ambiente deja de ser medio ambiente. Nos lleva a restablecer un contacto, por fatal que sea, con lo que está ahí, a redescubrir los ritmos de la realidad. Lo que nos rodea ya no es paisaje, panorama, teatro, sino aquello que nos es dado habitar, con lo que debemos transigir y de lo que debemos aprender». Ibíd. , pp. 102-103.

15. Fredric Jameson, Teoría de la postmodernidad , Trotta, Madrid, 1996, p. 10.

16. Comité Invisible, La insurrección que viene, op. cit. , p. 99.

17. Ibíd. , p. 101.

18. «Ningún entorno material ha merecido nunca el nombre de medio ambiente, excepto quizás la metrópolis en la actualidad. Voz digitalizada en los anuncios, tranvía con silbido muy del siglo XXI, luz azulada de farola en forma de cerilla gigante, peatones caracterizados como maniquíes fallidos, rotación silenciosa de una cámara de videovigilancia, tintineo lúcido de las máquinas del metro, cajas de supermercado, lectores de tarjetas de identificación en las oficinas, ambiente electrónico en el cibercafé, derroche de pantallas de plasma, de vías rápidas y de látex. Nunca un entorno fue tan automático . Nunca un contexto fue tan indiferente y exigió a cambio, para sobrevivir en él, tanta indiferencia. El medio ambiente no es finalmente más que esto: la relación con el mundo propia de la metrópolis que se proyecta sobre todo lo que escapa a ella». Ibíd. , p. 96.

19. Ibíd. , p. 97.

20. Como reconoce Leni Riefensthal con respecto a la tribu de los Nuba en África.

21. Francisco Purroy, El País , 8 de noviembre de 2006: «El descubrimiento del leopardo del Atlas ha sido un bombazo faunístico (…) Vicente Urios, de la Universidad de Alicante, ha sido, como si dijéramos, el enloquecido que ha dicho: ‘Hay que ir a buscar el animal más raro de África'(…) Los propios responsables marroquíes de Aguas y Bosques nos dijeron cuando llegamos en 2003 que éramos unos utópicos, porque el animal se había extinguido hacía 10 años. Pero fuimos a lugares tan recónditos que nunca habían visto vehículos a motor y allí encontramos su pista. Se trata de una población reliquia en unos bosques de sabina, a una altitud que no se tenía ni idea que podía sobrevivir. Su descubrimiento ha sido un bombazo faunístico. En este momento, casi somos conocidos por el leopardo del Atlas que por todo lo hecho antes (…) Encontramos sus huellas y los peladeros de cabras, jabalíes y chacales depredados. También colocamos 10 cámaras en una experiencia preliminar y, aunque no se fotografió el leopardo, junto a ellas pastores de la zona avistaron una cría. Ahora estamos pendientes de la autorización de Marruecos para volver con 100 cámaras y con un programa de recuperación de la especie. Existe un proyecto de Emiratos Árabes para crear un parque nacional».

22. Antes y después de Obama, no cesarán las presiones «mundiales» para que también EEUU se sume a esta multilateralidad que excluye la fuerza bruta, mejor dicho, que la deja para la fase final de un largo proceso de negociación aliada.

23. «Los pájaros cayeron del cielo. Búfalos, vacas y perros cayeron muertos en las calles y en los campos, inflados tras pocas horas en el calor de Asia central. Y por doquier personas ahogadas: acurrucadas, con espuma en la boca, las manos contraídas y arañando la tierra; eran 3.000 a finales de la semana pasada, y continuamente se añaden nuevas víctimas, las autoridades ya han dejado de contarlas» ( Der Spiegel , nº 50, 1984, p. 108). Citado por Ulrich Beck, La sociedad del riesgo, op. cit. , p. 50.

24. Naturalmente, como insistía Heidegger, esto no impide reconocer que «América» sea en el fondo una emanación íntima de Europa, del sueño europeo de lograr una ruptura con el pasado, la seguridad homogénea de un mundo nuevo.

http://www.ignaciocastrorey.com/violencia.htm

 

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.