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Estado residual

Fuentes: Estrella digital

El pasado nueve de agosto, día de la entrada en vigor del Estatuto catalán, todos los medios de comunicación coincidían en apostillar que los catalanes no iban a notar nada especial. La aseveración resulta evidente. A corto plazo, todo va a seguir igual para los catalanes y para el resto de los españoles; las consecuencias […]

El pasado nueve de agosto, día de la entrada en vigor del Estatuto catalán, todos los medios de comunicación coincidían en apostillar que los catalanes no iban a notar nada especial. La aseveración resulta evidente. A corto plazo, todo va a seguir igual para los catalanes y para el resto de los españoles; las consecuencias negativas sólo aparecerán de forma gradual. Esa es la baza con la que cuenta el Gobierno para eludir un previsible coste electoral. No es de extrañar, pues, que tanto en el Gobierno como en el PSOE hayan caído fatal las declaraciones del presidente de la Generalitat; ponen al descubierto lo que se quiere tener oculto, o lo que se pretende relegar, cuanto antes mejor, al olvido.

Sin embargo, determinadas afirmaciones de Maragall responden a la verdad. En Cataluña, el Estado va a tener a partir de ahora una función puramente residual. Pero no sólo en Cataluña, porque las clases políticas de las correspondientes Autonomías convencerán a sus respectivos conciudadanos de que no pueden ser menos que los catalanes, con lo que el fenómeno se irá generalizando. En realidad, algo de eso está ocurriendo ya, y poco a poco el Estado va quedando reducido a su mínima expresión, al tiempo que, por más que se quiera, las Comunidades Autónomas son incapaces de responder a los retos que exigen sociedades tan complejas como las actuales. Se hizo patente con la crisis del Prestige, se está viendo con los incendios y aparecerá en todos los casos de emergencia nacional.

Tanto hemos reducido el tamaño del Estado (rebajas fiscales, limitación del gasto público, privatizaciones y, sobre todo, Comunidades Autónomas) que lo estamos condenando a la inoperancia. Este proceso de disgregación es especialmente grave en un momento en el que se globalizan los mercados y la economía. Se repite a menudo que en las coordenadas actuales los Estados son impotentes y se necesitan respuestas en el ámbito europeo, que no son fáciles de instrumentar. Suspiramos por alcanzar la unión política europea y, sin embargo, mientras tanto, ¡oh, paradoja!, rompemos la unión política del Estado para trocearlo en entidades más pequeñas, las Comunidades Autónomas.

El Estatuto que entra en vigor constituye, según Maragall, una nueva constitución para Cataluña. Si las palabras del presidente de la Generalitat han sentado tan mal en el PSOE es porque su discurso es netamente nacionalista y deja al descubierto, por tanto, que el Gobierno actual se ha comportado como tal al respaldar en buena medida su política. Maragall es nacionalista, jamás reconocerá que Cataluña forma parte de España. España son los otros: «Una España amiga que nos comprende». Maragall es un exponente de una clase oligárquica provinciana de señoritos que -carcomidos de rencor y de envidia- aborrecen al Estado español, aunque no lo confiesen. No otra cosa demuestra el que, gustosos y satisfechos, estén dispuestos a transferir cualquier competencia a la Unión Europea, mientras desean privar de todas ellas al Estado. Hay razones para sospechar que, si no estuviésemos en el euro, el nuevo Estatuto habría planteado un Banco de Cataluña, independiente del Banco de España, y con capacidad propia para emitir su propia moneda. Su consigna sería (:) algo así como moneda europea sí, pero no española.

El discurso de Maragall ha sentado mal en el PSOE porque se pretende que la sociedad olvide lo antes posible todo el proceso seguido en la aprobación del Estatuto. Y, en realidad, es que es difícil de entender el papel del Gobierno y más concretamente el de su presidente en todo este asunto. Quizá se pueda comprender que, en el fragor de una campaña electoral y cuando a corto plazo no se piensa llegar al gobierno, se prometa aprobar y defender lo que venga de Cataluña; si bien ello indica ya una cierta frivolidad, pues, de esta forma y aunque sea implícitamente, comienza a reconocerse la soberanía de esta región y a romper en paralelo la soberanía del Estado español.

Tal vez sea posible entender que cuando se ganan unas elecciones sin mayoría absoluta y se está abocado -dado el imperfecto sistema electoral español- a gobernar con el apoyo de un partido nacionalista, haya que realizar determinadas concesiones. Todos lo han hecho: Suárez, González y Aznar. Pero lo que es difícil de comprender es que el presidente del ejecutivo español se haya puesto a la cabeza de la manifestación nacionalista liderando el proceso de aprobación del Estatuto. Y tampoco que, habiéndose podido abortar su aprobación en el Parlamento catalán por la oposición de CiU -con lo que el Gobierno central se hubiese visto libre de toda presión-, haya sido precisamente el presidente de este Gobierno el que por dos veces -una en el Parlamento catalán y otra en el del Estado español- haya salvado el Estatuto.

No se entiende nada de lo ocurrido en todo este asunto. El presidente del Gobierno central se convierte en paladín de la aprobación de un Estatuto nacionalista, el PSOE rompe con el partido nacionalista que le venía apoyando, tanto en el gobierno central como en el de la Generalitat, para aliarse con aquella formación política que es su principal competidora en Cataluña; el Estatuto se aprueba, pero se defenestra a su artífice fundamental, el actual presidente de la Generalitat. Nada tiene pues de extraño que desde el PSOE se pretenda pasar página de modo que la gente no repare en lo ocurrido. Les ampara el hecho de que los resultados no aparecerán a corto plazo; pero que nadie lo dude, poco a poco iremos viendo las consecuencias negativas, las consecuencias extremadamente negativas para los catalanes y para todos los españoles de haber relegado al Estado a un papel residual.