Cuando dañamos la naturaleza, nos dañamos directamente a nosotros mismos. Cuando fracasamos como protectores del medioambiente, es nuestro futuro el que está en juego. [Ana Mª Hernández, presidenta del IPBES (La hora de la biodiversidad, 2020)]
En 1976, Carlo M. Cipolla escribió un ensayo satírico titulado Le leggi fondamentali della stupidità umana en el que, en tono cómico, analizaba el comportamiento humano, usando un modelo sencillo en el que dos individuos interactuaban en una transacción económica, dando como resultado cuatro opciones, según hubiera pérdida o ganancia para una de las partes o para ambas. De ahí, definió cinco leyes de la estupidez. La tercera decía que un tonto es aquel que no solo perjudica a los demás sin beneficiarse a sí mismo sino, incluso, perjudicándose.
En 2021, Ilaria Perissi y Ugo Bardi plantearon las conclusiones de Cipolla en un marco biofísico, utilizando el modelo Lotka-Volterra (depredador-presa). Los autores reinterpretaron la estupidez como aquellas condiciones en las que la disipación de la energía potencial es demasiado rápida, nos lleva a la sobreexplotación de un recurso, hasta el punto de destruirlo y dañarnos en el proceso. Este sistema no es viable a largo plazo y, de manera natural, con el tiempo desaparece. Pero lamentablemente nuestro ritmo de destrucción es demasiado rápido. Los autores lo describen como la etapa de mayor insensatez que el ecosistema haya visto en toda su existencia. En su informe The 6th law of stupidity: a biophysical interpretation of Carlo Cipolla’s stupidity laws, proponen la sexta ley de la estupidez, que establecería que la especie humana es la más tonta del planeta.
De la misma manera, teniendo en cuenta la actitud de las sociedades capitalistas termoindustriales, podríamos llegar a la conclusión de que es insensato actuar perjudicando simultáneamente a la biosfera, al resto de seres vivos, incluso, a nosotros mismos.
En marzo de 2019, el IPBES (Plataforma intergubernamental sobre biodiversidad y servicios ecosistémicos) escribió un informe en el que concluía que nos encontramos ante un deterioro de los ecosistemas, a una velocidad nunca vista, con un declive peligroso y sin precedentes, que podría desencadenar la extinción de un millón de especies. Además, nos recuerda la cantidad de cumbres internacionales que hemos organizado, los pocos avances que hemos conseguido y cómo nuestra forma de vida en el Norte Global está acabando con el soporte de la economía, la seguridad alimentaria, la salud y la calidad de vida en el planeta.
Unos meses más tarde, Ecologistas en Acción entrevistó al investigador del Centro Vasco para el Cambio Climático (BC3) y uno de los coordinadores del informe mencionado, Unai Pascual, que nos advertía sobre la peligrosidad de las fuerzas motrices que están actuando contra la biodiversidad y cómo «la inercia de los propios sistemas ecológicos y climáticos es tal, que lo único que podemos hacer es desacelerar la pérdida de biodiversidad». Al mismo tiempo, avisaba sobre la necesidad de reflexionar y actuar sobre esas fuerzas motrices: la agricultura industrial, que fragmenta y destruye los hábitats naturales, la explotación de los recursos, el cambio climático, las especies invasoras o la contaminación del suelo.
La comunidad científica nos está alertando de que las posibilidades de actuación se están reduciendo rápidamente. A los que llevamos décadas estudiando estas cuestiones nos inquietan los términos que los científicos/as están utilizando en los últimos años. El informe Planeta Vivo 2022, de la organización World Wide Fund for Nature (WWF), nos confirma que «el planeta está en medio de una PROFUNDA crisis de cambio climático y de pérdida de biodiversidad y esta es nuestra ÚLTIMA oportunidad para actuar». Este informe nos habla de estas dos emergencias interrelacionadas, provocadas por el ser humano. Al evidente cambio climático hay que añadir las cifras sobre pérdida de biodiversidad, que son escalofriantes: descenso medio del 69% en la abundancia poblacional relativa de especies animales de todo el planeta entre 1970 y 2018, es decir, dos tercios en menos de 50 años. La tasa de extinción es tan alta como para amenazar funciones ecosistémicas que sustentan la vida en el planeta, como regular los ciclos ambientales, proporcionar recursos, purificar el agua y el aire, conservar un suelo sano que nos alimenta y capta carbono, prevenir y mitigar catástrofes naturales y un largo etcétera.
Muchas/os ya hablan de la sexta extinción masiva de especies. Existe mucha información al respecto. Nos gustaría resaltar algunas citas que aparecieron en un par de artículos en Libération y en National Geographic:
En relación con el colapso del ecosistema polar, Yan Ropert-Coudert (director del Instituto Polar Francés CNRS y antiguo integrante del SCAR) señalaba que estamos en el inicio, no sabemos qué especies podrán o no adaptarse a los cambios, todo va a encadenarse y será como una especie de castillo de naipes. Aunque intentemos imaginar escenarios, la complejidad de la naturaleza es tal, que nuestros modelos nunca serán perfectos.
Algunos niegan que estos fenómenos equivalgan a una extinción masiva [ya que] se basan en una visión sesgada de la crisis, que se centra en los mamíferos y las aves e ignora a los invertebrados que, por supuesto, constituyen la gran mayoría de la biodiversidad. Incluir a los invertebrados ha sido clave para confirmar que, efectivamente, estamos presenciando el inicio de la sexta extinción masiva en la historia de la Tierra. —Robert H. Cowie, profesor en el centro de investigación Pacific Biosciences de la Universidad de Hawái.
Gran parte de nuestra alimentación depende de la polinización (…) Alrededor de un tercio del suministro mundial de alimentos depende de polinizadores como las abejas y, si mueren, los rendimientos agrícolas podrían caer en picado. —Corey Bradshaw, profesor de ecología global en la Universidad Flinders en Australia[1].
Las conclusiones del estudio realizado con datos del IUCN «indican que ya hemos entrado en la sexta extinción masiva, sin duda alguna. La diferencia es que todas las anteriores fueron causadas por fenómenos naturales y esta está siendo causada por el ser humano. Otra diferencia es el periodo tan corto en que está ocurriendo». —Gerardo Ceballos, investigador del Instituto de Ecología de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Y ante todo esto ¿cómo reaccionamos? Encontramos distintos tipos de actitudes: desde la ignorancia activa, la cómoda y peligrosa postura reduccionista, la esperanza ciega en las COP, la idealización tecno-optimista de la ciencia y la tecnología, hasta la culpabilización de la comunidad científica. Todo esto y mucho más, cuando solo deberíamos estar concentrados en transitar hacia sociedades socialmente justas y biológicamente sostenibles.
Ignoramos
Si una cosa tenemos clara es que el cambio global que estamos experimentando no se soluciona con pequeños retoques en nuestra manera de producir y consumir recursos energéticos y materiales, sino que necesitamos un cambio de paradigma y transformaciones culturales radicales hacia otro modelo de vida. Nos preguntamos cómo podremos llevar esto a cabo si una gran parte de la ciudadanía no reacciona ante los desafíos que tenemos por delante.
Para entender esta actitud de inacción, Fuhem publicó un artículo titulado «Cuando lo importante no es relevante. La población española ante el cambio climático». En él nos explican que hay claves que nos ayudan a comprender por qué en la práctica nos comportamos como si los problemas ambientales no existieran cuando, paradójicamente, consideramos que estos problemas son reales, están originados por la actividad humana, son peligrosos e, incluso, que es necesario actuar sobre ellos. Los autores proponen que esta incoherencia se debe a la falta de relevancia. Podemos tener una opinión definida sobre muchos asuntos, pero no podemos ocuparnos de todos, por lo que priorizamos y pasamos algunos temas de importantes a no relevantes.
También existe un porcentaje significativo de la población que percibe desacuerdos en la comunidad científica producidos a veces por la dificultad de exponer fenómenos insólitos, o bien, por los márgenes de incertidumbre propios del método científico. Estos desacuerdos son empleados por algunos escépticos y negacionistas para minar el mensaje y crear incertidumbre social.
Se diría que «como sociedad hemos decidido mirar para otro lado, hacer oídos sordos ante los mensajes de una minoría, compuesta esencialmente por ecologistas, otros activistas sociales y algunos científicos, que alerta sobre el problema y exige soluciones».
Parece que estamos dentro de un círculo contraproducente en el que una minoría informa para que estos problemas tengan relevancia social, política, mediática… con el fin de que la lucha se convierta en realidad y, sin embargo, vemos cómo lo único que está creciendo es el porcentaje de población que opta por lo que los autores denominan ignorancia activa.
Simplificamos
Jorge Riechmann en su artículo «Sobre transiciones energéticas y transiciones ecológicas» nos dice que: «La ausencia de un enfoque sistémico conduce a que en los debates sobre transiciones ecológicas siempre se reduzca el problema ecológico-social al cambio climático, el problema energético a la generación eléctrica y la destrucción de la trama de la vida a nada (pues, por lo general, la ignoramos: preferimos mirar hacia otro lado)».
Esa realidad nos hace pensar en otra actitud social que consiste en intentar cuadrar, de una manera reduccionista, el funcionamiento de los sistemas dinámicos complejos. Donella Meadows, la gran estudiosa de la dinámica de sistemas nos dijo que debemos tener cuidado al acercarnos al pensamiento sistémico porque podemos cometer el grave error de asumir que la clave de la predicción y el control de los sistemas naturales se encuentra en el análisis de sistemas.
Existe un documento póstumo de Meadows, que elaboraron a partir de un manuscrito que estaba escribiendo cuando murió en 2001. Lo llamaron «Bailando con sistemas» y en él nos advertía de que los sistemas de retroalimentación, con su autoorganización y no linealidad, son inherentemente impredecibles, incontrolables y solo resultan comprensibles en su forma más general. Nos señalaba que nunca podremos comprender completamente nuestro mundo, al menos, no de la forma en que la ciencia reduccionista nos ha llevado a esperar, que el futuro no se puede predecir y que solo cabe anticiparlo en la imaginación.
En una pequeña lista de consejos para «bailar» con los sistemas complejos, Meadows nos invita a prestar atención a lo importante, no solo a lo cuantificable. Nos recuerda que nuestra cultura, obsesionada con los números, nos ha inculcado la idea de que es más importante aquello que se puede medir. No obstante, si miramos a nuestro alrededor podemos entender que es la calidad y no la cantidad lo que caracteriza el mundo en el que vivimos.
En esta biosfera de conexiones complejas, en la que todo está interrelacionado, ya no solo tenemos cifras, sino que estamos sintiendo que nos estamos enfrentando a algo más que un problema de cambio climático o de pérdida de biodiversidad, con toda la gravedad que conllevan. Más bien se trata de un cambio global, de una desestabilización a nivel planetario del equilibrio ecosistémico, que nos puede llevar a un colapso ecológico. Hay mucha información sobre los bucles de retroalimentación, los puntos sin retorno, las reacciones en cadena… pero quisiéramos pararnos un momento en un ejemplo sobre el que los científicos/as llevan décadas advirtiendo y en el que, lamentablemente, las previsiones se están cumpliendo.
La revista científica Pour la Science publicó un artículo titulado «Le blanchissement des coraux», en el que nos contaban que en 1982 los científicos se habían dado cuenta de que algo raro estaba pasando con los corales, en 1987 descubrieron que su blanqueamiento se estaba extendiendo y en 1993 el fenómeno ya se había generalizado. Como este es uno de los ecosistemas marinos más productivos, comenzaron a investigar cuál podría ser el principal motivo y la conclusión era indiscutible: el aumento de la temperatura del agua. Incluso vieron cómo estaba ocurriendo. Resulta que la mayoría de los corales están formados por millares de pólipos, que viven en simbiosis con las zooxantelas, que son dinoflagelados fotosintéticos muy sensibles a la variación en la temperatura. Los pólipos suelen ser transparentes, pero los protozoos (con una densidad de 1-2 millones/cm2 de tejido coralino) les dan esos magníficos colores. Cuando cambian las condiciones del agua (aumenta la temperatura, se acidifica, se contamina…) se rompe el frágil equilibrio simbiótico, los corales pierden sus dinoflagelados y sus tejidos se decoloran, dejando a la vista su blanco esqueleto de carbonato cálcico.
Desde entonces se ha escrito mucho sobre este problema. En 2017, la UNESCO publicó el informe Impacts of Climate Change on World Heritage Coral Reefs. A first global scientific assessment. Al final del informe podemos leer: «Son esenciales reducciones drásticas de las emisiones de CO2 –en realidad la única solución– para proporcionar a los arrecifes de coral, incluidos en la lista del Patrimonio de la Humanidad, una oportunidad de sobrevivir al cambio climático».
Por su lado, Scott Heron, uno de los autores del informe, en una de las entrevistas que concedió, intentó avisarnos de que «incluso los modelos más rudimentarios de hace dos décadas predijeron el tipo de daño en los arrecifes que estamos presenciando (…) y si lo que proyectaron los modelos de entonces ha empezado a hacerse realidad, con todos los problemas que tenían, entonces deberíamos tener fe en la ciencia tras las proyecciones actuales».
Las investigaciones no pararon ahí y este año hemos leído más de un artículo que pretende transmitir la voz de alarma. National Geographic nos dice que el fenómeno está alterando la dinámica de los ecosistemas marinos y nos habla de las repercusiones ambientales en otras especies. Además, la revista científica Phys estima que la capacidad adaptativa de los corales parece estar fallando, con lo que se teme que la mayoría no serán capaces de adaptarse lo suficientemente rápido y podríamos perder casi o todas sus funciones ecosistémicas como: ser el hábitat de muchas especies, fuente de alimento, lugar donde reproducirse, lugar de protección (los organismos con colores brillantes serán percibidos mejor por sus depredadores, por la pérdida del efecto camuflaje)… A todo esto debemos sumar los avisos en publicaciones como Advances in atmospheric sciences sobre la absorción de más del 90% del calor por parte de los océanos, que están ejerciendo de amortiguador del calentamiento global. Se acaba de firmar el Tratado Mundial de los Océanos (EeA, 2023) ¿Repercutirá positivamente en los ecosistemas marinos?
Idealizamos
Los más optimistas califican la firma de este tratado mundial sobre los océanos como una gran victoria, pero otros menos optimistas recordamos los mínimos resultados de las enésimas Conferencias de las Partes (COP) tanto del cambio climático como de la pérdida de biodiversidad (asuntos que se deberían encarar conjuntamente) y tememos que se repita la misma historia.
El año pasado celebramos la Conferencia de la ONU sobre Diversidad Biológica (COP15) para revertir la pérdida de biodiversidad antes de 2030 y nos preguntamos cómo lo vamos a conseguir si parece que solo nos concentramos en la teoría, en tomar decisiones, escribir informes e incumplir lo propuesto. Nos hemos decepcionado varias veces desde 1992, tras la prometedora Cumbre en Río de Janeiro. Más tarde, aprobamos el Plan Estratégico 2011-20 con el establecimiento de las razonables Metas de Aichi, que proponían abordar las causas subyacentes de la extinción de especies. Una vez más, nos presentamos el diciembre pasado sin los deberes hechos y aprobamos un nuevo acuerdo Kunming-Montreal, que firmaron 196 partes.
Ecologistas en acción (2022b) consideró este último acuerdo como una oportunidad perdida. En su artículo reclamó avances, que estén a la altura de la gravedad de la situación. Es cierto que el marco global se aprobó, pero sin las medidas esenciales, como abordar la raíz de las causas. Es positivo que se aprobase la meta de proteger el 30% de las áreas marinas y terrestres antes de 2030 pero… si no se incluye que esos espacios protegidos tengan adecuados planes de gestión o si permitimos que sean las empresas y los gobiernos los que se autorregulen o si no desarrollamos suficientemente los mecanismos de implementación y cumplimiento de los compromisos, no podremos confiar en que este acuerdo vaya a cambiar la situación.
Otra cuestión presente también en la COP15, que debemos vigilar, es la expansión del tecno-optimismo. Carmen Duce, de Ecologistas en Acción, tras la COP26 del clima, nos contaba en su artículo «La tecnología no nos salvará» cómo las mismas empresas que se han enriquecido con la quema de combustibles fósiles ahora pretenden vendernos humo, proponiendo tecnologías de ciencia ficción, para que el sistema capitalista (ahora pintado de color verde) siga rodando, apretando el acelerador hacia el precipicio.
Duce nos explica que los compromisos de reducción de emisiones (NDC, nationally determined contribution) proponen la gestión de la radiación solar, la energía nuclear o la captura y almacenamiento de carbono. En 2018, el Tribunal de Cuentas de la UE publicó un informe en el que reconocía que «ninguno de los proyectos de captura y almacenamiento de CO2 financiados por el NER300 han obtenido resultados satisfactorios». Eso sí, en la Cumbre de los Pueblos de Glasgow (encuentro alternativo a la COP26) se escucharon testimonios de las comunidades afectadas por algunos de los experimentos de geoingeniería. Tan solo leer cómo pretender manipular el clima del planeta pone la piel de gallina y, sobre todo, el hecho de pensar que estamos perdiendo un tiempo precioso, además de recursos energéticos y económicos en una visión irreal de la ciencia y la tecnología. Pero no todos los científicos/as se rinden al tecno-optimismo, algunos son conscientes de que estamos ante un reto político-social y están saliendo a las calles a proclamarlo.
Culpabilizamos
Esa parte de la comunidad científica no ha perdido el norte, solo está asustada por la información que maneja, preocupada por la falta de soluciones efectivas y enfadada por la inacción. Últimamente, estamos viendo cómo el mensajero está siendo culpabilizado por las manifestaciones pacíficas en las que, simplemente, se quiere llamar la atención de la ciudadanía. Las activistas del Sur Global llevan mucho tiempo acostumbradas, pero ahora esa criminalización ha llegado al Norte Global.
El pasado marzo, en Sainte-Soline (Francia) una manifestación de Les Soulèvement de la Terre se saldó con numerosas personas heridas, dos de ellas en estado de coma. Denunciaban la construcción de macrobalsas para el regadío, fundamentalmente, de monocultivos destinados a la fabricación de piensos para la ganadería industrial. La respuesta desproporcionada de unos 2.000 policías armados fue reconocida por el Consejo de Europa como «un uso excesivo de la fuerza» y calificada por el presidente de la Liga para los Derechos Humanos como «una situación alarmante para la democracia».
Asimismo, en España, estamos presenciando un proceso judicial contra 15 activistas de Rebelión Científica, por una concentración pacífica en las escalinatas del Congreso de los Diputados, en la que mancharon las columnas de rojo con agua de remolacha (que se elimina con agua) para visibilizar con el color de la sangre la «dimensión criminal de la inacción climática de los gobiernos». Por este acto simbólico de desobediencia civil hay un juicio en fase de instrucción, en el que se esperan acusaciones graves, que podrían acarrear penas de prisión. Sin embargo, cuando las palabras urgencia, riesgo, gravedad, extinción se normalizan y pierden su sentido, ¿qué otra cosa nos queda que pasar a la desobediencia civil?
Pero no transitamos
El profesor inglés, Tim Jackson, especialista en economía ambiental y autor del famoso libro Prosperidad sin crecimiento, nos hablaba en una entrevista del pasado septiembre sobre la desobediencia civil como «el recurso de la ciudadanía ante los fallos de la democracia». Decía que «la legitimidad de un gobierno termina en el momento en el que ese gobierno deja de reconocer los intereses de la gente». Cuando le preguntaron si tenía esperanza en un mundo mejor reconoció que, aunque la esperanza forma parte de la condición humana, sin embargo, «el antídoto contra la desesperación no es la esperanza sino la acción».
Al reflexionar sobre cómo pasar de la desesperanza a la acción, también encontramos una respuesta en la ciencia. En 2021, se publicó un informe de los efectos sobre la salud mental de las diferentes respuestas emocionales ante el cambio climático titulado From anger to action: differential impacts of eco-anxiety, eco-depression and eco-anger on climate action and wellbeing. En este estudio descubrieron que, a pesar de que todas las emociones negativas son desagradables, no todas nos conducen a la misma motivación. Mientras que la ecodepresión es desmotivante y la ecoansiedad, aunque es motivante, te empuja al desentendimiento o ignorancia activa, el ecoenfado es una clave emocional adaptativa, que conlleva mejores resultados en nuestra salud mental, a la vez que nos conduce a un mayor compromiso con el activismo y a comportamientos individuales proambientales.
Al igual que la comunidad científica, nos toca convertir nuestro ecoenfado en acción. No queda más tiempo para el maquillaje. Necesitamos transitar hacia sociedades socialmente justas y ecológicamente sostenibles. Los que están sufriendo antes y los que lo harán más profundamente no son los responsables (estamos pensando en el Sur Global y en las generaciones Z y Alfa). Conocemos la teoría. No tenemos excusas. Hay que ir a las causas subyacentes y provocar un cambio transformador. Quizá, incluso reaccionando ahora, puede que lleguemos tarde. Solo tenemos dos opciones: transitamos ya o aceptamos que la especie humana es la más tonta del planeta.Eduardo Gálvez. ‘Retablo Natural III. Ocaso dividido, horizonte reconectado’: Los excesos de la razón modulados por la naturaleza, dialogo sobre un violento ocaso encendido, premonición del futuro de sufrimiento que nos espera si no paramos y variamos el rumbo.
Nota:
[1] No hay que olvidar la estimación de un 40% de especies de insectos polinizadores en peligro de extinción y, especialmente grave, las especies de abejas silvestres que sufren una grave regresión por plaguicidas como los neonicotinoides (EeA, 2020a).
Referencias bibliográficas
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- Victoria University of Wellington (2023) «Coral can’t escape climate change despite its natural adaptive capacity, says new paper«, Phys.org.
- WWF (2022) Informe Planeta Vivo. Hacia una sociedad con la naturaleza en positivo.
Esther Oliver. Bióloga, educadora ambiental y correctora lingüística; especializada en textos científico-técnicos y ensayo crítico. Su paso por Ecologistas en Acción y su acercamiento a la ecología social cambiaron su forma de ver la vida.
Fuente: https://www.15-15-15.org/webzine/2023/06/12/estamos-en-peligro-de-extincion/