Durante mucho tiempo pensamos que lo peor que se podía hacer con el cambio climático era ignorarlo. Esta idea era una consecuencia inevitable de las primeras décadas del movimiento climático, en las cuales el foco del activismo siempre estuvo en la pedagogía, en llamar la atención sobre un problema grave que parecíamos incapaces de entender.
Hoy en día, gracias al esfuerzo de millones personas que durante años han hablado del cambio climático, que han puesto el cuerpo en todo tipo de movilizaciones, la gran mayoría de la población ya reconoce esta nueva realidad. Esa mayoría asegura estar preocupada por la crisis climática, asegura entender que el cambio climático tiene su origen en la actividad humana. Esto aleja el foco de la lucha del negacionismo climático. También lo aleja de aquel famoso business as usual que identificaban los peores escenarios del IPCC. Cada vez parece más improbable que todo siga como si nada, porque cada vez más intereses empiezan a tomar posición en relación con la realidad del cambio climático. El mayor peligro hoy ya no es la ignorancia, sino la instrumentalización de la crisis con fines reaccionarios y genocidas.
Podemos entender el ecofascismo como la actualización del ideal fascista a la era del Antropoceno. Hoy en día no existe un temible movimiento revolucionario al que aplastar, pero eso no impide que algunas de las viejas fracturas sociales que dieron lugar al fascismo de entreguerras reaparezcan como un trauma reprimido, en las que la ansiedad por la amenaza de la horda comunista ahora se desplaza ligeramente. La potencia emancipadora incontrolable contra la que todo está justificado ahora también reside en la propia fractura ecológica, que precisamente por ser real puede ser utilizada como excusa por las «élites globalistas» para imponer sus agendas satánicas. El aumento de la temperatura terrestre refleja un aumento de la temperatura emocional, una ebullición conspirativa y cada vez más violenta que entiende el presente como su momento apocalíptico, la confrontación final en la que levantar el velo de la justicia social para reimponer —por cualquier medio necesario— la jerarquía natural que ha sido violentada. Solo así podrían garantizar su supervivencia a costa de la del resto, que deben sufrir por su osadía rebelde y elegir entre el exterminio o la servidumbre.
Ningún movimiento político es un monolito, y el ecofascismo tampoco lo es. En él sobrevive y prospera el fanatismo fósil, pero también una aceptación creciente de las energías renovables como una nueva oportunidad de garantizar la soberanía y la supremacía nacional. Si se abre una nueva era energética mineral, donde el litio, el cobalto o la arena de cuarzo refinada desplacen al carbón y al petróleo, entonces también puede abrirse una nueva lucha mundial por el control de los recursos, una lucha por decidir quién paga los costes de la transición industrial renovable y quién disfruta de las ventajas de la electrificación de la sociedad. Como en todos los interregnos, el nuevo sentido común está en disputa y existen varios futuros posibles. Esta puede ser una oportunidad de democratizar la producción y el uso de la energía, pero también el principio de un nuevo imperialismo en el que una minoría disfrute de una vida cómoda y a resguardo de las venganzas del clima, pero a costa de una intensificación de las guerras, las conquistas extractivistas o la aniquilación de poblaciones excedentes.
Hoy en día todas las tendencias posibles de nuestro futuro climático existen en potencia, entremezcladas. El rechazo a una nueva mina en nuestro territorio puede ser una lucha justa y necesaria, un esfuerzo por reducir un consumo superfluo y depredador. También puede ser parte de un proceso de externalización de los costes de nuestro estilo de vida, una nueva vuelta de tuerca en la separación de los territorios capaces de resistir y aquellos que acabarán cargando sobre sus hombros al resto del planeta. Puede que estas fronteras terminen por ser las mismas fronteras de siempre, o puede que el Antropoceno imponga una nueva separación entre lugares habitables y enormes zonas de sacrificio hostiles a la vida. Puede que en el futuro nosotros mismos ya no podamos vivir donde siempre hemos supuesto que viviríamos, y que al intentar huir nos encontremos con la misma brutalidad que ahora sufren otros que intentan llegar a nuestras fronteras. La lucha contra el ecofascismo también es la lucha por el derecho a vivir y prosperar en cualquier lugar de un planeta que cada vez está más unido en un destino común, lo quiera o no.
¿Sirve de algo conocer en detalle al ecofascismo? Hace tiempo se dijo que solo conociendo los objetivos de nuestro enemigo mejor que él mismo sería posible fundar una fuerza capaz de liderar el cambio social, neutralizando sus potencialidades más destructivas. En la neurosis fascista se mezclan el escapismo interestelar, los paraísos bunkerizados en los que fundar una nueva sociedad, el culto fósil a la muerte, los imperialismos planetarios o nuevas soluciones finales para la superpoblación de indeseables. No todos estos planes son posibles, o compatibles entre sí, pero la radiografía de sus obsesiones es necesaria para volver a llamar la atención sobre el nuevo problema de nuestro tiempo. La cuestión ya no es educar a los ignorantes, mostrarles que la emancipación sostenible es de alguna manera inevitable, necesaria científicamente. Nuestro reto es romper la coalición ecofascista en su fase de formación, hacer que sus objetivos sean repulsivos para una mayoría, que el coste social de defenderlos sea demasiado alto. Hace ya casi un siglo que gritamos el «No pasarán», pero entonces, al menos aquí, pasaron. Si hoy vuelven a pasar quizás ya nunca dejen de hacerlo.
Fuente: https://corrientecalida.com/fascismo-en-un-solo-planeta/