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Felipe VI ¿el Laico?

Fuentes: Rebelión

Unos de los aspectos más controvertidos de la coronación de Felipe VI han sido los relacionados con la laicidad del Estado. La Casa Real es muy consciente de la importancia crucial de los símbolos y los gestos, y ha decidido acercarlos a la aconfesionalidad, esto es, a la Constitución. Dado que, según esta, «ninguna confesión […]


Unos de los aspectos más controvertidos de la coronación de Felipe VI han sido los relacionados con la laicidad del Estado. La Casa Real es muy consciente de la importancia crucial de los símbolos y los gestos, y ha decidido acercarlos a la aconfesionalidad, esto es, a la Constitución.

Dado que, según esta, «ninguna confesión tendrá carácter estatal», no podemos sino celebrar que no se celebrara una misa de coronación. Además, se ha destacado mucho que el nuevo rey no jurara su cargo ante una Biblia o un crucifijo. Sin embargo, Felipe VI juró, no prometió. Cuando se dice «juro desempeñar…», sin especificar por qué o quién se hace, se sobreentiende que se pone «por testigo a Dios, o en sí mismo o en sus criaturas» (RAE), mientras que ‘prometer’ es «obligarse a hacer, decir o dar algo». A los ciudadanos, que un cargo público afirme que responderá ante un supuesto ser sobrenatural sobre el cumplimiento de sus obligaciones, nos resulta no sólo irrelevante sino insuficiente, pues debe responder, sí, pero ante nosotros. Quien jura resulta poco prometedor, pues puede confundir convicciones, apegos, y tal vez, sumisiones y lealtades privadas con deberes públicos.

Precisamente en el besamanos que siguió a la investidura, tanto Felipe como Letizia se inclinaron a conciencia ante Rouco y Blázquez y amagaron un besamanos inverso. Este doblar la cerviz ante las autoridades eclesiásticas, inequívoco gesto de sumisión que en Felipe ya parece un movimiento reflejo, me parece inaceptable, dado que el rey simboliza -como él mismo recordó en su discurso- la unidad del Estado, por lo que nos somete a todos. Mantiene la humillación gestual que ya venía exhibiendo como príncipe y que su padre llevó al extremo al arrodillarse públicamente ante un jefe de Estado extranjero (Juan Pablo II). No hay que olvidar que ese vasallaje simbólico tiene su correlato legal a través del vigente Concordato franquista de 1953, actualizado en los Acuerdos de 1976 y 1979. En mi opinión, ese gesto del nuevo rey ante quien niega derechos elementales de mujeres y homosexuales, y se desvive por idiotizar y malformar niños en la escuela (entre otras hazañas de su currículum) debería bastar para desacreditarlo y, más que aforarlo, afuerarlo.

Merece la pena continuar con el carácter simbólico de la figura real y sus acciones. Un aspecto destacado de la coronación real fue que el protagonista, Felipe VI, fue vestido de militar. Al tratarse de una representación ante el conjunto de la ciudadanía, ¿qué sentido tiene esta decisión? Creo (y, por más seguridad, siento) que un militar no tiene, en cuanto tal, autoridad ni predicamento alguno, en la vida cotidiana, ante cualquier civil. Por consiguiente, que Felipe VI se nos presente a todos como autoridad militar me parece un mauvais geste. Un gesto militarista, es decir, una extensión de la ideología militar más allá del contexto que le corresponde. Recordemos que esa ideología no se caracteriza por los valores democráticos (no entro aquí a discutir si debiera ser así, o hasta qué punto), así que ¿qué nos quiso transmitir el nuevo rey con su indumentaria?

Valor simbólico tiene también el que la primera visita al extranjero de los nuevos reyes haya sido al Vaticano. La Casa Real negó sin rubor ese valor, pero, para empezar a convencernos, el rey debía haber evitado hacer la alcayata (y por duplicado) ante ‘Su Santidad’ (como la misma Casa Real llama al jefe del Estado teocrático del Vaticano), y besarle el anillo, así como ejercer de «monaguillo» (Felipe dixit) trasladándole una invitación teresiana de los obispos… y Letizia no alentar que se la llegue a conocer como la Genuflexa, ni vestir de reina católica (no lo digo, claro, por la naturaleza de sus creencias, que, como ciudadano, no me incumben -ni me interesan-).

Este tipo de actitudes ha sido hasta ahora no sólo lamentable costumbre de Juan Carlos I, sino del entonces príncipe Felipe, que ha hecho gala institucional de devoción cristiana, en particular a varias Vírgenes. Se dice que a la de Covadonga los reyes le presentarán (signifique esto lo que signifique) a la princesa Leonor, pero no quiero creerlo, no sólo porque sería otra afrenta real a la aconfesionalidad del Estado, sino también a la libertad de conciencia y a la imagen pública de la niña. De hecho, el que haya trascendido la celebración de una misa arzobispal (concretamente, rouquera) privada para los reyes, se ha interpretado como una escenificación de que aquellos dejarán de confundir convicciones particulares con comportamientos públicos, en aras de la aconfesionalidad y la ejemplaridad. Si fuera así, el próximo 25 de julio no se renovaría la tan tradicional como grotesca ofrenda real al apóstol Santiago. Veremos.

En realidad, sería muy asombroso que concluyera la secular alianza entre el trono y el altar, es decir, entre la cruz y la corona: ¿no sigue la primera sobre la segunda en el renovado escudo real? En este (no olvidemos, un estudiado símbolo) no vemos sólo la cruz y la corona, sino la cruz sobre la corona, en lo más alto del escudo. Y recordemos que esa alianza ha perseguido históricamente el bien común. El bien común de ambas.

Pero si, a pesar de lo que digo, se confirmara cierto giro aconfesional del rey, propiciaría que otras autoridades dejen de participar en eventos religiosos (misas, procesiones, ofrendas,…), y de promoverlos; que renuncien a perseguir la paridad institucional nombrando Vírgenes como alcaldesas perpetuas y capitanas generalas; que los decanos dejen de ejercer de muecines católicos, los coroneles de piadosos cofrades… En otras palabras, que dejen de generar no sé si más hilaridad o indignación entre los ciudadanos racionales (incluidos muchos creyentes religiosos) y/o con conciencia democrática.

Por supuesto, la laicidad es mucho más. Promover la libertad de conciencia de los ciudadanos y respetar la igualdad ante el Estado de las conciencias supone eliminar obstáculos (adoctrinamiento en la escuela, prerrogativas de asociaciones de creyentes) y estimular desde la infancia el pensamiento crítico y la dignidad insumisa.

Es evidente que del derecho a la libertad de conciencia se derivan otros como el de a información no manipulada y el de libertad de expresión, a menudo conculcados en beneficio -entre otros- de la monarquía (recordemos las detenciones, durante la coronación, por portar banderas republicanas). Y no menos evidente es que la igualdad de las conciencias supone la igualdad de derechos y deberes fundamentales, tan radical y ostentosamente negada por la misma esencia de la institución monárquica, y no sólo en el plano simbólico que constitucionalmente la justifica.

Por todo ello, Felipe VI, el Laico, es una quimera, tanto como Felipe VI, el Demócrata. Pero, ya que tampoco puede ser el Piadoso (porque ya lo fue Felipe III), si el nuevo rey promueve algunos avances hacia la laicidad, aunque sean muy insuficientes, serán bienvenidos. Mientras tanto, habrá que seguir trabajando por una forma de Estado y de gobierno que, a diferencia de la actual, haga posible una laicidad y una democracia plenas, o mucho más próximas a la plenitud.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.