La democracia representativa liberal ha sido y es uno de los principales obstáculos de los movimientos feministas, pero también la gran destinataria de sus reivindicaciones. Esta paradoja de funcionar a la vez como límite y posibilidad puede observarse en la historia del parlamentarismo liberal-burgués. El 7 de junio de 1866, el diputado John Stuart Milll, […]
La democracia representativa liberal ha sido y es uno de los principales obstáculos de los movimientos feministas, pero también la gran destinataria de sus reivindicaciones. Esta paradoja de funcionar a la vez como límite y posibilidad puede observarse en la historia del parlamentarismo liberal-burgués. El 7 de junio de 1866, el diputado John Stuart Milll, influido por Harriet Taylor y otras pioneras del movimiento sufragista inglés, elevó al Parlamento británico la primera propuesta de legalización del sufragio femenino, avalada por la firma de 1499 mujeres de la Sociedad para el Empleo de la Mujer. Se trataba de una propuesta limitada a mujeres propietarias solteras o viudas, dado que las casadas no tenían derecho a la propiedad, que con el matrimonio pasaba a sus maridos. La Cámara de los Comunes rechazó la petición en un clima que oscilaba entre el desprecio, la burla y la indiferencia generalizada de parlamentarios que la consideraban una cuestión irrelevante.
Las luchas por el sufragio femenino contienen una enseñanza importante: gran parte de las ideas políticas incorporadas en nuestro sentido común están construidas sobre la exclusión, la explotación y la subordinación de las mujeres. La democratización del sufragio femenino fue el producto de aspiraciones y luchas colectivas por la despatriarcalización de sistemas jurídicos y políticos legitimadores de la inferioridad y desigualdad de las mujeres. Los patriarcados se expresan mediante formas de organización política y social donde los varones, además de ocupar los puestos de poder y autoridad (política, académica, económica, religiosa, militar, etc.), se apropian de la actividad productiva y reproductiva de las mujeres. A pesar de su diversidad, los patriarcados comparten algunos rasgos comunes: 1) convierten al varón en el modelo de lo humano, que encarna a un ser naturalmente superior, más apto y cualificado respecto a las mujeres. 2) Se apoyan en una división sexual del trabajo y del espacio que atribuye determinadas tareas y espacios a mujeres (espacio privado reproductivo) y a hombres (espacio público productivo). Y 3) establecen estructuras de dominación apoyadas en jerarquías de género, etnia, clase, edad u otro tipo: los varones adultos, por ejemplo, ejercen su poder sobre las mujeres, ancianos y niños.
La modernidad política occidental institucionalizó una «democracia» representativa, clasista, blanca, patriarcal y heterosexual cuyas pretensiones de transformación social no incluían a las mujeres. Al negarles sistemáticamente el derecho a votar y a ser elegidas, la «democracia» liberal las invisibilizó y desacreditó como sujetos políticos aptos, apartándolas de los espacios de deliberación y los procesos de decisión. No en vano afirma Amelia Valcárcel [1] que «el feminismo es un hijo no querido de la Ilustración». La ejecución de Olympe de Gouges en 1793 por reivindicar derechos políticos para las mujeres refleja la violencia aniquiladora de un modelo androcéntrico de «democracia» sustentado, entre otros pilares, en el poder del varón, la familia nuclear tradicional y la afirmación de la propiedad privada.
Aunque el siglo XX trajo avances significativos en materia de reconocimiento y ejercicio de los derechos de las mujeres, siguen estando subordinadas a democracias patriarcales que ponen trabas a los proyectos feministas de emancipación. Lo demuestran fenómenos como la subrepresentación política de las mujeres en los cargos públicos electivos, la fragilidad de sus derechos políticos, civiles, económicos, sociales, sexuales y reproductivos, la naturalización de la dicotomía público-privado, el descrédito de las concepciones y prácticas democráticas de las que las mujeres son portadoras y las luchas cotidianas que llevan a cabo por ampliar su participación en la esfera pública. Y es que, como afirma Hannah Arendt [2], «la privación fundamental de los derechos humanos se manifiesta primero y sobre todo en la privación de un lugar en el mundo que haga significativas las opiniones y efectivas las acciones». Vivimos en democracias parlamentarias incompletas y superficiales incapaces de sacar a las mujeres de los cautiverios, despotismos e injusticias que padecen: «Innombradas, silenciadas, invisibilizadas y oprimidas» alrededor del mundo, como afirma Marcela Lagarde [3].
Cualquier proyecto de emancipación comprometido con la construcción de formas de democracia política, económica y social paritarias debe asumir el reto de la despatriarcalización. Despatriarcalizar significa denunciar el conjunto de teorías, métodos, concepciones, instituciones, actitudes, lenguajes, costumbres y representaciones que tienen la misión de naturalizar y reproducir el sexismo, el machismo y la misoginia en cualquiera de nuestras prácticas y discursos cotidianos. Quiere decir desnaturalizar el androcentrismo e intervenir sobre sus instrumentos de legitimación (la educación, el sistema político, jurídico, económico, la ciencia, la religión, los medios de comunicación, etc.) para combatir la creencia en la inferioridad de las mujeres que impregna el imaginario colectivo y promover la transformación democrática del sistema patriarcal, en el sentido de contribuir a la redistribución del poder político, social y económico. Significa, en definitiva, luchar por la dignidad de las mujeres y por su inclusión igualitaria en el ámbito de lo humano.
Despatriarcalizar la democracia, desde esta perspectiva, significa plantar cara al «monopolio masculino del poder» [4], visibilizar y transformar las relaciones de dominio masculino que se dan dentro y fuera de la política formal (representativa y partidaria), cuestionar los sesgos androcéntricos de la teoría democrática liberal, que ha contribuido a la invisibilidad de las mujeres y sus derechos, creando las condiciones para desestabilizar los poderes y romper las estructuras patriarcales que frustran el reparto igualitario de la autoridad y la responsabilidad entre hombres y mujeres en las diferentes esferas de la vida. Significa también reconocer la insuficiencia de una democracia electoral-representativa vacía de contenido, supeditada a los intereses del mercado, con claros síntomas de agotamiento y en cuyas urnas no caben los sueños ni los mundos de las mujeres.
Las políticas de cuotas electorales, las acciones afirmativas y las medidas encaminadas a la conciliación de la vida personal y laboral son tan necesarias como insuficientes. No dejan de ser concesiones de la institucionalidad patriarcal-liberal hegemónica en que las mujeres tienen que pedir permiso para decidir sobre sus proyectos de vida. Las feministas inconformistas no deben acomodarse a una democracia de élites convertida en un caparazón vacío y cerrado a la participación social. El gran reto de los feminismos transformadores consiste en impulsar cambios estructurales que permitan desencadenar procesos de democratización política y social más allá de las formas liberales-representativas de política; es colaborar activamente en la transición hacia nuevas formas de compartir y ejercer el poder democrático acompañadas por un conjunto de transformaciones mentales y socioinstitucionales que superen el horizonte (neo)liberal y patriarcal, promuevan la articulación entre las luchas feministas y la participación femenina en espacios de decisión política, económica, social y cultural, entre otras medidas. Ante el fracaso de la democracia liberal y patriarcal, que permite perpetuar los cautiverios de las mujeres, es necesario resignificar la democracia, el Estado y la ciudadanía a partir de propuestas alternativas basadas en la recuperación de la soberanía popular que combinen elementos participativos, deliberativos, representativos, directos, sustantivos y consensuales.
De lo que es se trata, en definitiva, es de crear formas postpatriarcales de democracia fundadas en la demodiversidad de la que habla Boaventura de Sousa Santos: «La coexistencia pacífica o conflictiva de diferentes modelos y prácticas democráticas» [5]. La demodiversidad puede encontrar en los feminismos un aliado privilegiado para desarrollarse. Este desarrollo pasa por el reconocimiento y fortalecimiento de la multiplicidad de formas que puede asumir la democracia, invisibilizadas por las corrientes dominantes de la ciencia política y las ciencias sociales, que convierten la democracia representativa liberal en el único modelo válido y en el fundamento de toda experiencia democrática. La demodiversidad tiene suficientes reservas en el mundo como para reinventarse, para generar nuevas formas de democracia que incorporen experiencias y prácticas planteadas por los feminismos y desacreditas por los cánones de la democracia patriarcal, como, entre otras, la ruptura de la dicotomía tajante entre lo público y lo privado; la cuestión del uso, control y cuidado del propio cuerpo; la relación entre producción y reproducción; la crítica a la universalidad del sujeto blanco, masculino y heterosexual; la defensa de los derechos de las personas LGTB (lesbianas, gays, bisexuales y transexuales), de las migrantes y de los derechos colectivos de las mujeres indígenas; el tratamiento que los medios de comunicación hacen de las luchas feministas. Son algunas de las aportaciones de los feminismos que permiten crear innovaciones capaces de despatriarcalizar la democracia y ampliar la demodiversidad. Las luchas por la despatriarcalización de la política y la sociedad son, en este sentido, luchas por la democratización de la democracia. Luchas para no tener que vivir en «democracias» que impiden a las mujeres conquistar ese lugar en el mundo del que habla Arendt y que les permitiría ser ellas mismas.
Notas
[1] Valcárcel, A. (2008), Feminismo en el mundo global, Cátedra, Madrid, pág. 20.
[2] Arendt, H. (1998), Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid, pág. 247.
[3] Lagarde, M. (1997), «Identidad de género y derechos humanos. La construcción de las humanas», en Camacho Granados, R. et al., Caminando hacia la igualdad real, ILANUD-UNIFEM, San José, pág. 283
[4] Cobo, R. (2008), «Repensando la democracia: mujeres y ciudadanía», en Cobo, R. (ed.), Educar en la ciudadanía. Perspectivas feministas, La Catarata, Madrid, pág. 33.
[5] Santos, B. S. (org.) (2004), Democratizar la democracia: los caminos de la democracia participativa, Fondo de Cultura Económica, México.
Antoni Jesús Aguiló es filósofo político e investigador del Núcleo de Estudios sobre Democracia, Ciudadanía y Derecho (DECIDe) del Centro de Estudos Sociais de la Universidad de Coímbra (Portugal).
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