«Pero la ciudadanía democrática también es inconclusa e imperfecta, porque se nos parece demasiado. No hay pruebas científicamente concluyentes en la gestión democrática, no es un asunto que pueda demostrarse de manera irrefutablemente empírica.» (Fernando Savater: El filósofo como ciudadano, en Isegoría, nº 55)
Reconozco que no me encuentro cómodo en las manifestaciones. He asistido a bastantes a lo largo de mi vida, pero no es algo con lo que disfrute. Me genera una tensión que tiene que ver con el hecho de que, al fin y al cabo, uno se diluye en una masa perdiendo su entidad propia como ciudadano para pasar a ser un elemento que deja de ser singular al diluirse en un conjunto de personas a las que uniformiza la defensa de una causa común. Nada más lejos de la realidad, porque aunque uno pueda unirse con otros, en muchos aspectos distintos y diversos entre sí, si uno rasca lo suficiente aflorarán esas diferencias de criterios, apreciaciones y actitudes que nos distinguen.
Lo hemos constatado en estos últimos días a través de las imágenes difundidas de las concentraciones en contra de la polémica amnistía a los encausados del dichoso procés. Incluso se han podido ver discusiones entre los participantes respecto del asunto en cuestión y cuáles eran los motivos correctos que les hacían salir a la calle. Los hemos visto más y menos exaltados, defensores y detractores de la Constitución y de la Corona, con banderas rojigualdas ya con el escudo monárquico, ya con el franquista, ya con él cercenado; aunque todos se encontraran apasionadamente hermanados en el visceral rechazo al pérfido Pedro Sánchez. Eso mismo lo he comprobado yo mediante experiencia propia cuando en alguna manifestación en la que he participado he observado la aparición de pancartas con las que no he estado de acuerdo o he oído cánticos de esos típicos en los que se proclamaba algo que yo rechazaba en mi fuero interno o que consideraba ofensivo, lo que para mí iba en detrimento de la autoridad moral de la causa que me había impulsado a salir a la calle. Proclamas como una del 15M que puede servir de muestra que recuerdo rezaba: «el próximo parado, que sea un diputado».
Pero, claro, entiendo que en los actos de ese tipo tales expresiones son algo usual, que hay una cierta atmósfera de pasión que incorpora un punto de irracionalidad grupal con el que hay que tener cuidado y que hay que esforzarse por mantener siempre dentro de cierta mesura. Y es difícil, porque nuestra psique funciona como funciona, al margen de nuestra voluntad consciente, sucediendo que el comportamiento de una persona que de normal se conduce razonablemente cuando es él solo, en una situación de la clase a la que me refiero puede cruzar la línea roja de la insensatez y apuntarse a conductas que van en contra de los principios que dicta la convivencia cívica. Es lo que experimenté en carne propia allá por mi ya lejana juventud cuando tuve que hacer el servicio militar obligatorio y sentí el ardor patrio –yo, que no soy nada patriota– al desfilar con mis compañeros de compañía el día de la jura de bandera. Al marchar con ellos, como un solo hombre, todos uniformados con las mejores galas castrenses, moviendo al unísono nuestras extremidades con ritmo marcial, con el fusil sujeto a la misma exacta altura sobre nuestros hombros al son de la música militar, sentí una rara sensación que creo que fue orgullo y que me asaltó sin yo quererla apoderándose de todas las fibras sensibles de mi cuerpo en contra de mi conciencia, que al mismo tiempo que tomaba conocimiento de ella la rechazaba.
Por eso soy muy selectivo a la hora de escoger las causas con las que me comprometo activamente. Y entiéndase bien lo que digo: tengo serias dudas de que mi extrema prevención sea lo conveniente cuando se trata de promover una actitud ciudadana comprometida y activa. Uno solo poco puede hacer frente a instancias de poder cuyo máximo interés es mantener el statu quo que les interesa, para lo cual cuentan con los más efectivos resortes. Solo la asociación de un número significativo de personas políticamente comprometidas puede generar la fuerza suficiente como para influir en los que se encuentran cómodamente instalados en sus poltronas.
Todas estas consideraciones me han venido a la mente tras ver a mi otrora admirado Fernando Savater, un filósofo de larguísima y fecunda trayectoria, escritor, intelectual y resistente del infierno del terrorismo etarra, subido a la tribuna de oradores de la plaza de Cibeles en Madrid dirigiendo un animoso discurso a la multitud que se concentró hace unos días contra el Gobierno recién constituido. Le llevo leyendo hace décadas, he utilizado multitud de sus textos en mis clases de filosofía, le he escuchado conferencias y he valorado siempre su compromiso ciudadano. De un tiempo a esta parte, sin embargo, me incomodan muchos de sus mensajes y, sobre todo, el estilo que adopta a la hora de exponerlos públicamente. Su estilo, desde siempre irónico, sanamente irreverente, ha devenido últimamente en una forma despreciativa de ponderar las ideas, gustos y decisiones de personas o colectivos que contradicen las suyas, gentes en definitiva que no siempre tienen el privilegio del que él goza –merecido, sin duda– de difundir sus puntos de vista en el ágora de la opinión pública. Me temo que pueda haber llegado a administrar de forma un tanto frívola ese poder.
Por ofrecer un par de ejemplos de esa deriva que he detectado en el célebre escritor llamaré la atención sobre un par de sus columnas, escogidas de entre las que publica regularmente en el diario El País. Una de ellas la tituló Calabazas. A ella me referí en un artículo que escribí con ocasión de la celebración de la Cumbre del Clima que se celebró en Madrid hará pronto cuatro años. En su texto Savater, dando pruebas de su inagotable ingenio, aludía a la joven activista medioambiental Greta Thunberg con el seudónimo de «Greta sin Garbo». Allí mismo tachaba al movimiento que la joven sueca lideraba de «nueva cruzada de los niños que trivializa un asunto muy complejo», mostrando un desdén que rozaba la falta de respeto hacia quienes tenían la lucha contra la crisis climática por su causa prioritaria, acertada o equivocadamente. En otra columna más reciente, bajo el título de Hipocresía, desprecia esta vez sí descaradamente, lo que revela el informe del Defensor del Pueblo, que muestra en toda su gravedad la existencia de la comisión sistémica de abusos sexuales en el seno de la Iglesia Católica. De la existencia de ese texto suyo supe por la respuesta que publicó en el mismo diario el escritor Alejandro Palomas, él mismo víctima de abusos en su día. En La náusea (respuesta a Fernando Savater sobre la pederastia) expone su visceral reacción a la lectura de lo escrito por el autor vasco, que revela por parte de este último una lacerante falta de empatía. Esta polémica entre escritores a los que ampara por igual la libertad de expresión requirió la intervención de la defensora del lector de El País, Soledad Alcaide, que reconoció el dilema ético que planteaba la publicación de un artículo como el de Savater. Reveló Alcaide en su declaración publicada en el mismo diario que su autor consideraba que el que tenía que haber sido censurado era el de Palomas, demostrando así una actitud asimétrica respecto del derecho de libertad de expresión: para mí sí, aunque lo que escriba para muchos sean burradas, para el otro no, si yo creo que las ideas que expone lo son. Denota un dogmatismo que no es admisible en quien pretende ejercer de librepensador.
La evolución del pensamiento de Fernando Savater, particularmente en lo político, llegó a ser tema de debate en el contexto de la opinión pública hace unos años. Nada extraño tratándose de un intelectual de largo recorrido y de continuada presencia en el ágora no solo académica sino también mediática, y porque durante bastantes años se significó de manera admirable en la resistencia contra el fascismo terrorista etarra. En estos casos tan señalados surge siempre el debate entre, por un lado, quienes consideran que uno tiene que ser siempre fiel a sus principios y que cambiar de ideas es una traición que implica deshonestidad y falta de compromiso en general, y por otro, los que defienden el derecho de todos a modificar sus puntos de vista conforme va ganando en conocimiento y experiencia, eso que algunos llaman madurez.
La evolución del afamado filósofo fue tratada en un artículo de opinión del profesor José Lázaro, autor de un libro titulado Vías paralelas: Vargas Llosa y Savater, un ensayo dialogado. El artículo se tituló sin más La evolución de Savater. En él su autor destacaba la figura del intelectual como la de un librepensador ante todo. Como tal era natural en él cambiar de ideas, lo que implica no poder ser siempre fiel a las propias. Imagínese en el caso de Savater, que publicó su primer libro hace más de medio siglo (Nihilismo y acción en 1970) si no es comprensible que ya no piense igual tratándose de alguien de una muy considerable actividad intelectual que siempre se ha desarrollado de manera comprometida con las circunstancias que le han ido tocando vivir. En eso ha sido impecable cumplidor de lo que encierra el aserto orteguiano según el cual «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo»; también se reconoce en su compromiso político el «me duele España» de Miguel de Unamuno hasta el punto de que llegó a figurar en listas electorales con UPyD y apoyó el proyecto de Ciudadanos. Claro, que hay que ver qué España le duele a uno, si la que concibe un españolismo nostálgico tan nacionalista como cualquiera de los así llamados nacionalismos periféricos o una que quiera mirar al futuro desprendiéndose de atávicos lastres relacionados con la obsesión por la identidad del español (de bien). No se olvide que ese dolor unamuniano llevó al genial autor noventayochista al terrible error de apoyar en un principio a quienes llevarían a su querida patria a una guerra fratricida. Ese es otro aspecto a cuidar cuando uno opta por implicarse personalmente en una causa: hay que saber muy bien quiénes son tus compañeros de viaje. Entiendo que Savater en su caso será muy consciente de ello.
En el artículo de José Lázaro encontramos satisfactoriamente enumerado lo que conformó su filosofía de juventud: «la identificación del Estado como enemigo abstracto, el énfasis en el carácter puramente negativo del pensamiento crítico, el abuso de las mayúsculas para identificar objetivos más o menos fantasmáticos a los que combatir…». En efecto todo esto me lo encontré cuando leí uno de sus primeros libros, Panfleto contra el todo; «un libro de combate» etiquetado así por su propio autor con ocasión de que se le concediera el premio Mundo de ensayo hará en breve cincuenta años. Un texto con vocación heterodoxa y de incidencia política masiva que nace de una crítica sin cuartel al poder que termina materializando el Estado. Pero también –como advierte el profesor Lázaro– desde los inicios de su producción ensayística aparecen sus constantes: «la búsqueda de una perspectiva plural, la denuncia de los muchos disfraces del Dios Único, la defensa de la multiplicidad de valores posibles que cualquier totalitarismo niega, la síntesis de pensamiento teórico y narrativa literaria, la libertad individual autónoma frente a todos los gregarismos (religiosos, militares, ideológicos, nacionalistas…)».
En cualquier caso es inevitable que llame la atención su giro ideológico de ciento ochenta grados con respecto a los nacionalismos periféricos y de la ordenación autonómica del Estado, de la que fue decidido defensor allá por los ochenta del siglo pasado. En las antípodas ideológicas del actual se halla el Savater ácrata que ante el referéndum constitucional de 1978 se burlaba desde las páginas de Egin (un diario de izquierdas y abertzale) de «la entusiasta campaña constitucional», afirmando que «lo difícil y moderno no es ya fabricarse otra Constitución, sino arreglárselas para no tener ninguna». Nada que ver con el venerable anciano que el sábado pasado subió a la tribuna de oradores para cantar loas a nuestra Carta Magna y arengar a las masas de españoles de bien reunidos en fraternal comunión cívica, incitándoles a que practiquen la «desobediencia debida» que exige como respuesta un gobierno que les traiciona y que mal vende España a los nacionalistas (no españoles).
Nada tengo en contra de los cambios de ideas, pero precisamente la reflexión sobre la evidencia de la evolución del pensamiento propio en alguien que reconoce ahora que lo que pensó antaño pudo estar equivocado debería llevar a Savater a mostrar mayor prudencia en sus aseveraciones y en sus juicios sobre los que no piensan igual que él (en este momento presente; quién sabe si no se dará una coincidencia en el futuro por evolución ideológica de unos y otros). Un librepensador no debería abandonar en ningún caso el sano escepticismo que tan sabiamente supo practicar un filósofo que el propio Savater reconoce admirar desde siempre, y que no es otro que Bertrand Russell. Suyo es este lúcido aserto: «nunca moriría por mis creencias porque podría estar equivocado»; un principio que, universalmente asumido, nos ahorraría muchos disgustos. En este punto sí que creo que Fernando Savater traiciona el espíritu del librepensamiento en su evolución ideológica.
Esta es otra razón por la que soy tan selectivo a la hora de comprometerme con las causas por las que me atrevo a traspasar la frontera de la serena vida contemplativa para implicarme temporalmente en el proceloso activismo. Porque a cada paso dudo de estar en lo cierto, y porque respeto los otros puntos de vista, y me aguanto cuando son aquellos con los que no comulgo los que dictan las directrices por las que se ha de regir mi vida en lo social, lo laboral, lo económico o lo político, siempre y cuando se haga de acuerdo con las reglas de la democracia. Dogmatismo y democracia no mezclan bien.
A todos nos retratan en términos éticos las causas con las que decidimos comprometernos. Y dicen mucho de nuestros sesgos ideológicos. Como en el caso de esos jueces que se manifiestan de forma contundente en contra de la ley de amnistía, pero no dicen esta boca es mía cuando se trata de exigirle al Partido Popular que deje de bloquear la renovación del Consejo General del Poder Judicial, la cual dicta la Constitución que dicen venerar.
Fernando Savater está comprometido desde hace tiempo –y por lo que sé en exclusiva– con la causa de la defensa de la Constitución y de la unidad de España, de la integridad de un Estado que ve en peligro por culpa de los nacionalismos periféricos que él percibe cada vez más extremos y que amenazan la igualdad entre todos los españoles. Supongo que esta percepción ha provocado en él la reacción en sentido contrario. Casi naturalmente se ha colocado en posiciones propias de un nacionalismo español de rancias raíces ideológicas. Es su elección. Otros optan prioritariamente por defender la laicidad efectiva del Estado, la educación pública, la sanidad pública, el reconocimiento de las víctimas de los abusos sexuales en el seno de la Iglesia, la igualdad entre sexos, la protección de la mujer frente a la violencia de género, el cambio de modelo económico para salvaguardar el bienestar de las personas, un sistema fiscal verdaderamente progresivo que contribuya a reducir la desigualdad, etc. Todas ellas son también causas que ampara nuestra Constitución, pero ninguna de ellas cuenta en su haber con manifestaciones tan multitudinarias como la apadrinada el sábado pasado por Savater en Madrid. Esta evidencia también constituye un retrato de cuáles son nuestros compromisos como sociedad.
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