Al fin llegó el 20D. La cita con las urnas en la que se ha condensado la crisis política abierta con el estallido del 15M en 2011 y que desembocó en una crisis en toda regla del régimen nacido en 1978. La contienda electoral ha representado el final de la primera parte de un ciclo […]
Al fin llegó el 20D. La cita con las urnas en la que se ha condensado la crisis política abierta con el estallido del 15M en 2011 y que desembocó en una crisis en toda regla del régimen nacido en 1978. La contienda electoral ha representado el final de la primera parte de un ciclo más largo. Acaba pues el primer tiempo del dilatado y tortuoso final de lo que se gestó en la Transición postfranquista. Pero lo que viene después está aún en disputa. Continuismo, auto-reforma y ruptura son tres horizontes que se tensionan entre sí sin que ninguno de ellos haya decantado a su favor el desenlace.
Durante las acampadas y ocupaciones de plazas en mayo de 2011, la pregunta más habitual de los periodistas a los activistas era, ¿cual será el efecto del 15M en las elecciones municipales del 22M? Y la respuesta era clara: ninguno o casi ninguno. Las traslaciones de los terremotos sociales a la arena electoral no son mecánicas, ni inmediatas ni lineales. A menudo requieren tiempo. Y toman forma de manera distorsionada y habitualmente contradictoria. Pero, ahí están. Cristalizaron provisionalmente el 20D, pero aún sin adoptar una silueta definitiva. La volatilidad electoral es propia de los momentos de crisis políticas y de hegemonía en las que las viejas legitimidades y lealtades se disuelven, y en las que despuntan las nuevas pero sin solidificarse establemente, a modo de transición líquida de resultado final abierto.
El 20D dibuja un bipartidismo tocado y casi hundido. Faltó un 1’5 % de votos para que Podemos rebasara al PSOE y estallara definitivamente así el sistema tradicional de partidos, que se beneficia todavía de una ley electoral que distorsiona a su favor los resultados. Los dos grandes partidos suman conjuntamente el 50’73 % de los votos: 28’72 % el PP y 22’01 % el PSOE, mientras que en 2011 obtuvieron el 73 % (44’6 % PP y 28’76 % PSOE), y en 2008 el 83’81 % (39’94 % PP y 43’87 % PSOE). En votos esto se traduce en 12 746 223 entre ambas fuerzas (7 215 530 PP y 5 530 693 PSOE), contra 17 870 077 en 2011, es decir 5 123 854 votos menos. No es un hundimiento definitivo, pero el «turnismo» PP y PSOE llega a su fin, al reducirse su base electoral e imposibilitarse la forma de gobernabilidad tradicional en que uno de ambos, el ganador, era el puntal del gobierno, mientras el otro lideraba confortablemente la oposición aguardando su turno en legislaturas venideras. El turnismo se agotó, pero aún no está claro qué va a sucederle, ni su capacidad de condicionar el futuro y de pilotar una «transición ordenada».
Inestabilidades
La geometría política que emana del 20D está marcada por la inestabilidad. Varias opciones parecen posibles y todas ellas redundarían en un ahondamiento de la crisis de PP y PSOE. La primera, sería la conformación de un gobierno en minoría y en situación parlamentaria precaria del PP (¿quizá con otro candidato que no fuera Rajoy?), con la abstención en el debate de investidura de PSOE y Ciudadanos. Es la opción preferida de éstos últimos, que serían los principales damnificados de unas nuevas elecciones. Pero ello daría paso a un gobierno débil, que sólo podría tirar adelante sus políticas con el apoyo de un PSOE en la oposición que se convertiría en cómplice de sus políticas. Un regalo para Podemos, sin duda.
La segunda opción, la de un gobierno del PSOE con el apoyo desde fuera por parte de Podemos, IU, y las fuerzas nacionalistas catalanas y vascas, carece de plausibilidad, pues implicaría que los de Pedro Sánchez asumieran una serie de compromisos que les son del todo inaceptables: referéndum en Catalunya, reforma de la ley electoral, y plan de rescate ciudadano. Imposible. Lo que deja las cosas muy claras sobre lo que es y no es el PSOE.
La tercera opción es pura y simplemente una «gran coalición» (¿con un independiente «técnico» al frente?), decretada por la Troika y el poder financiero. En términos de la razón de Estado sería la salida más adecuada, y permitiría un gobierno relativamente estable para acometer una nueva ronda de reformas económicas y diseñar las auto-reformas políticas necesarias. Pero una «gran coalición» (que en realidad de «gran» tendría sólo el nombre, pues entre ambos pilares sólo suman el 50% de votos) constituiría un torpedo mortal para ambos partidos, en particular para el PSOE, a los que sólo les quedaría confiar en una recuperación económica sostenida durante cuatro años que les permitiera llegar vivos al 2019. Simbólicamente, sería percibida como un acuerdo de lo viejo frente a lo nuevo, empujando a la base social del PSOE hacia Podemos y dando un muy necesitado oxigeno a Ciudadanos. La escenificación de la misma como imposición de instancias europeas daría, además, una estocada simbólica a todo el relato de salida de la crisis y de normalización que el PP ha intentado vender el último año. Tras al «gran» coalición podría llegar el gran momento de Podemos.
Finalmente, queda una cuarta y última opción: la convocatoria de nuevas elecciones. Ciudadanos sería el gran damnificado. Ahí no hay duda. Y el PP las afrontaría desde la solidez de ser la primera fuerza y con el objetivo de concentrar voto conservador. Pero una nueva cita con las urnas es una operación sistémica de alto riesgo, debido a la estrecha pugna entre PSOE y Podemos. ¿Conseguiría el PSOE presentarse como la única alternativa al PP y obtener voto útil de las filas de Podemos? No es en absoluto evidente y todo apunta a lo contrario. Vencedor por la mínima el 20D, difícilmente aguantaría el segundo asalto ante un Podemos que podría postularse como alternativa creíble. ¿Podría el PP intentar hundir al PSOE (y a Ciudadanos) pensando que un avance de Podemos no sería suficiente de todos modos para permitir a Iglesias llegar a la Moncloa y en cambio colocaría al PP como el único «partido de gobierno»?. Ello supone jugar con fuego. Hacer de aprendiz de brujo electoral. No parece que este tipo de juegos, donde el cálculo partidario corto-placista pasa por delante de la razón de Estado gustara mucho a las autoridades europeas y al poder financiero. Pero la política de partidos no es un mero reflejo mecánico de los intereses económicos, tiene su propia lógica relativa, y ella abre la puerta a situaciones de riesgo, errores de cálculo, desenlaces inevitables, y tesituras imprevisibles para los de arriba. Esperemos que sea el caso ahora.
Sea cual sea el escenario, una cosa es clara. Si Podemos y las confluencias mantienen un firme compromiso con una propuesta de ruptura constituyente y trazan unas léneas rojas infranqueables para no colaborar con la continuidad o con los intentos de auto-regeneración del régimen, el segundo asalto puede ser el de verdad. Crear las condicionas óptimas para ello es lo que viene ahora. Ello requiere taparse los oídos ante los cantos de sirena de la responsabilidad de Estado, de las propuestas de auto-reformas para dejarlo todo igual y postularse como la alternativa constituyente. Una alternativa constituyente que es ya inequívocamente plural y plurinacional.
Remontada confluente
El 20’6% y los 69 diputados obtenidos por Podemos y las confluencias de Catalunya (En Comú Podem), Galicia (En Marea), y la alianza electoral en el País Valencià (Compromís-Podem) son objetivamente un resultado sin precedentes, aunque finalmente no consiguieran el hecho decisivo de rebasar a un PSOE que llegó a la meta sin aliento. Tras un largo periodo de declive demoscópico que empezó en enero de 2015, de la constatación en las elecciones Andaluzas del 22 de marzo y en las autonómicas del 24 de Mayo de que Podemos estaba en todos los lugares por debajo del PSOE, y del hundimiento catastrófico en las elecciones del 27 de Septiembre en Catalunya, Podemos pareció llegar a la cita del 20D desfondado.
La pérdida de empuje desde verano hasta noviembre se vio acrecentada por la decisión de la dirección de Podemos de afrontar el 20D con una política conservadora y no impulsar un modelo de confluencias similar al que triunfó en las elecciones municipales. Las confluencias quedaron reservadas, tras el fiasco catalán del 27S, para las periferias catalanas y gallegas, ambas plazas complicada para Podemos, complementadas por un acuerdo electoral por arriba con Compromís en el País Valencià. Pero en el resto del Estado, la fórmula elegida fue una lista pura y simple de Podemos, abierta a figuras independientes.
Sin embargo, ello ha sido suficiente para conseguir una remontada espectacular, hasta llegar al nivel del propio PSOE. Hacía falta un revulsivo, y las confluencias lo propiciaron. La recuperación ha tenido una triple dinámica: ha venido desde la periferia de la mano de En Comu Podem y En Marea, ha llevado el sello de las confluencias y la pluralidad, y ha invocado el espíritu del 15M, sobretodo con la intervención en campaña de Ada Colau. A pesar de las ambigüedades programáticas en muchos aspectos, el tono de la campaña de Iglesias fue claramente quincemero, y apareció como el estandarte de un bloque más plural y plurinacional. El resultado en votos salta a la vista.
Sin las periferias confluentes, complementadas con las buenas habilidades comunicativas de Pablo Iglesias en los momentos decisivos, no habría habido remontada alguna. Si Podemos fue en sus inicios un proyecto con su epicentro en Madrid, su éxito final ha venido cuando le ha sido posible articular alianzas periféricas entre Podemos y realidades nacionales propias. La doble confluencia, en Catalunya y Galicia, y desde Catalunya y Galicia con Podemos-estatal, es la que ha propulsado el éxito. Un triunfo cuya plurinacionalidad se ve reforzada por la victoria electoral del propio Podemos en Euskadi (25’97 %) y su segundo lugar en Islas Baleares (23’05 %).
La impresionante remontada se quedó, por desgracia, corta para asestar un golpe definitivo al PSOE, que aguantó el primer envite, pero a costa de quedarse sin energía para el segundo que está por venir. Y, sobretodo, comenzó desde tan atrás que no fue posible en ningún momento aparecer como una amenaza real para la victoria del PP. ¿Qué faltó? Precisamente no generalizar el modelo de confluencias en todo el Estado. Aunque no se pueden hacer sumas mecánicas, si al 20’6 % de Podemos les sumamos el 3’6 % de IU-UP, y le añadimos el factor ilusionante de una dinámica confluente y el «efecto movilizador» que hubiera tenido rebasar al PSOE en los sondeos en plena campaña para acercarse al PP, es lógico suponer que una candidatura confluente como En Comú Podem o En Marea en todo el Estado que incluyera a Podemos, IU, una vinculación orgánica de los gobiernos municipales del cambio, y un nutrido elenco de activistas y personas del mundo de la cultura, hubiera conseguido un resultado aún mejor. Lo obtenido el 20D es un éxito importantísimo que, bien gestionado, sienta las bases para el siguiente paso en el que, ante la rotura del sistema de partidos convencional, se pueda afirmar una alternativa popular que se postule como mayoría alternativa. Un próximo paso que podría llegar muy pronto en caso de nuevas elecciones.
Una naranja mecánica mal engrasada
Con su 13’93 % (3 500 446 votos) y 40 diputados, Ciudadanos quedó lejos de sus expectativas tras el 27S en Catalunya. Después de subir por las nubes desde octubre hasta comienzos de diciembre, el castillo de naipes de Rivera no pudo resistir la sobre-exposición y la prueba de fuerza que supone una campaña electoral. Y entre los torpedos más mortíferos contra el recambio naranja destacó por encima de todo el feminista que, utilizando las inconsistencias de su propuestas en materia de violencia machista, consiguió exponer la tonalidad neoconservadora de muchos de los valores de Ciudadanos. A la hora de la verdad, los engranajes de la naranja mecánica de la regeneración, mostraron ser muy inconsistentes. Bastaron quince días de campaña para revelar el carácter insustancial del proyecto de Ciudadanos, sus promesas superficiales, sus límites organizativos (reflejados en la selección apresurada de candidatos de perfil y cualidades dudosas) y su limitada capacidad de movilización militante. Siendo todo esto verdad, sin embargo, el poder financiero ha conseguido estabilizar una nueva fuerza en el mapa político estatal que canalice los deseos de cambio hacia sendas insulsas y pro-business. Pero no ha bastado para bloquear a Podemos.
La propia campaña en sí misma dejó patente una de las grandes diferencies esenciales entre Podemos y Ciudadanos: si bien ambos fenómenos han debido gran aparte de su éxito a su presencia en los medios de comunicación, el primero es un proyecto que desencadenó una dinámica de auto-organización por abajo y atrae a una base militante real, mientras que el segundo es enteramente un proyecto televisivo construido desde arriba, con una capacidad militante muy reducida. Los actos de campaña de cada uno, masivos los morados y renqueantes los naranja, no arrojan ninguna duda. Toda la fortaleza comunicativa que exhibe Ciudadanos es proporcional a su inconsistencia por debajo y a su falta de raíces orgánicas. Mientras Podemos es un proyecto con un fondo popular y activista que basa su estrategia en la comunicación política, Ciudadanos es un proyecto de marketing construido desde arriba (lo que no quiere decir que no exprese el sentir y la conciencia política de una parte de la sociedad despolitizada, impregnada de los valores neoliberales, e imbuida de los discursos meritocráticos del éxito individualista).
Curiosamente, sin embargo, el punto débil de la campaña de Podemos ha sido su renuencia a buscar el cuerpo a cuerpo con Ciudadanos, fenómeno no previsto en su hipótesis estratégica de partido populista transversal y ante el cual mantiene una política que oscila entre las críticas puntuales mordaces y el reconocerle equivocadamente una función positiva en el terreno de la regeneración democrática. Ello contrasta con En Comú Podem, que ha hecho de la confrontación con Ciudadanos (viejos conocidos de la política catalana) uno de los ejes de su campaña. Esta es una cuestión decisiva en la que no sólo se dirime a quien vota una parte de la clases medias y trabajadoras, sino el sentido general de como se orientan ante la crisis económica, política y social. Si la promoción de la naranja mecánica de Rivera ha sido una de las estrategias fundamentales del establishment para encauzar la crisis política hacia terrenos inocuos para sus intereses, desmontarla será una de las tareas pendientes en la etapa abierta el 20D para convertir la brecha hoy abierta en una falla definitiva.
Futuros abiertos
El 20D marca el final de la primera parte. En este primer tiempo ni se ha resuelto con la articulación de una mayoría de ruptura constituyente, ni con la estabilización de la situación por parte de las clases dominantes. Empieza una segunda mitad marcado por una grave erosión del sistema tradicional de partidos, y la consolidación de una alternativa de cambio formada por Podemos y las confluencias que presenta su firme candidatura a constituirse en una nueva mayoría, por delante de la muleta/recambio de Ciudadanos, que a pesar de su estabilización no ha conseguido eclipsar a la alternativa real.
Una doble cuestión entrelazada aparece como reto inmediato para las fuerzas de las rupturas constituyentes. Primero, profundizar las lógicas de confluencia y de articulación de un bloque que se postule como mayoría alternativa política y electoral creíble. Segundo, rearticular las expectativas de cambio político-electoral con la necesidad de la movilización social. Si del marasmo del 20D las fuerzas del continuismo y sus recambios consiguen cimentar un nuevo gobierno, llegará tarde o temprano una nueva ronda de medidas neoliberales. Si no encuentran otra oleada de mareas al frente, el resultado será devastador. El desafío va a ser que el horizonte de cambio político-electoral y la lucha social se refuercen entre sí, y que la segunda no se evapore en favor del primero como sucedió en los dos últimos años, pues ello a la larga implicaría el apagón de la esperanza de cambio en el terreno político y/o su desnaturalización progresiva. Al contrario, Podemos y las confluencias deben alentar a, y proporcionar seguridad para, lanzarse a la lucha. Y las movilizaciones sociales, desde su independencia orgánica, deben contener el más alto grado de desafío político posible. Todo ello nos remite a un viejo lugar conocido: pensar el significado de ganar, de vencer, en toda su profundidad, acoplando fructíferamente la tríada autoorganización-movilización-trabajo electoral/institucional.
Josep Maria Antentas. Profesor de Sociología de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB).
Fuente: http://blogs.publico.es/tiempo-roto/2015/12/21/20d-final-de-la-primera-parte/