En un artículo anterior [1] mostré cómo una de las modalidades fundamentales de la apropiación capitalista de la naturaleza consistía en forzarla a no producir lo que ella produce de forma espontánea. Pero también existe la modalidad contraria: forzar a la naturaleza a producir lo que no produce espontáneamente. De esta manera el capital ha producido toda una serie de materiales artificiales, como el hormigón, los plásticos, los textiles sintéticos, los semiconductores, etc. Vamos a tratar aquí de lo que engendra esta modalidad de apropiación cuando actúa no ya sobre la materia inorgánica, sino sobre la materia viva.
Los organismos genéticamente modificados (OGM)
Un organismo genéticamente modificado es una especie viva (vegetal o animal, micro o macroscópica) cuyo genoma (patrimonio genético) ha sido modificado de forma artificial, como consecuencia de una intervención humana. En este sentido amplio, los OGM no son en absoluto una invención capitalista. Por medio de la selección o la hibridación de que han sido objeto durante siglos, la casi totalidad de las especies vegetales cultivadas y de las especies animales domesticadas o criadas por la humanidad son hoy día OMG, en el citado sentido amplio.
Lo propio de la época capitalista es haber dado origen a los OGM recurriendo a técnicas de ingeniería genética, consistentes en intervenir directamente sobre el genoma de organismos anteriores para modificar sus componentes (el ADN, organizado o no en genes). Hay dos técnicas que se aplican actualmente (Canard, Decroly, van Heiden, 2022). Por una parte, la consistente en transformar uno o varios genes o partes de genes (por sustitución, deleción [pérdida de ADN de un cromosoma] o inserción) de forma que modifique algunas características de una especie (o al menos de una población dentro de una especie) a lo largo de algunas generaciones. De esta manera, se puede incorporar al bagaje genético de una especie elementos de genes de otras especies, produciendo una transgénesis que permite superar la barrera de las especies e incluso la barrera de los reinos, a diferencia radical de las transformaciones que se hayan podido obtener antes por selección o hibridación, confinados a los límites de una misma especie y a fortiori de un mismo reino. Pero también se puede extraer simplemente un gen, transformarlo en laboratorio fuera del organismo del que se ha extraído, para conferirle nuevas propiedades, y volverlo a insertarlo en la cadena cromosómica, produciendo así una cisgenesis. Por otra parte, «la biología sintética permite construir una molécula de ADN a partir de una secuencia genómica y generar a partir de esta molécula un microorganismo funcional capaz de reproducirse y transmitirse»; lo que ha permitido, por ejemplo, la reconstitución del virus de la gripe española o la producción de virus aumentados (transformación de virus no directamente transmisibles entre dos especies en virus transmisibles). En los dos casos, esto abre la vía a la producción de seres vivos artificiales, híbridos o quimeras, productos puros de la ingeniería genética y, por consiguiente, franqueando aún más los límites de las mutaciones genéticas obtenidas por selección o hibridación.
Sólo en este sentido particular y restringido utilizo aquí el término OGM, un sentido que se corresponde con la idea de forzar la naturaleza a producir algo que todavía no había producido o nunca habría podido producir por sí misma. A señalar sin embargo que se han podido observar y estudiar muchos ejemplos de modificaciones transgénicas naturales.
De este modo, han sido generados tres tipos de OGM. Microorganismos (virus, bacterias, levaduras, microalgas, microchampiñones) que han sido modificados genéticamente en laboratorio para hacerles producir proteínas con destino médico: insulina, hormona de crecimiento, interferón activo, etc. También plantas que han sido objeto de modificaciones genéticas, sobre todo por hibridación entre OGM y variedades existentes: las principales son el maíz, la soja, el algodón y la colza, aunque hay varias decenas más. Son menos numerosos los animales genéticamente modificados, apenas algo más de una decena, desde la mosca drosophila [también llamada mosca del vinagre] y el gusano de seda al cerdo, pasando por los peces de acuario, el salmón, el batracio Xenopus, el pollo, el ratón, el conejo, la cabra y la oveja (Seralini, 2010: 38, 60-62).
Fuera de los laboratorios, los OGM son todavía esencialmente PGM: plantas genéticamente modificadas, cuyo objetivo es hacerlas tolerantes a herbicidas totales (del tipo Roundup) o hacerlas secretar insecticidas, o ambas cosas a la vez, casi exclusivamente dedicadas a la alimentación animal o a la industria. Según el International Service for the Acquisition of Agri-biotech Applications (ISAAA), una ONG muy favorable a la difusión de los OGM, en 2019 éstos estaban cultivados en algo más de 190 millones de hectáreas (representando algo menos del 4 % del conjunto de las superficies cultivadas), repartidas entre veintinueve Estados, concentrados sobre todo en el continente americano, India y China [2]. Un desarrollo muy modesto en suma, sobre todo a la vista de las tentadoras promesas de sus productores y promotores: las PGM deberían aumentar los rendimientos agrícolas (incluso, y sobre todo, en las regiones menos favorables para la agricultura), mejorar el valor nutritivo de las plantas cultivadas y, por consiguiente, hacer retroceder el hambre en el mundo, contribuir a proteger el medio ambiente al reducir el impacto hídrico de la agricultura, etc. Y sobre todo, con un reparto muy desigual, que se explica tanto por las diferencias entre las reglamentaciones adoptadas por los Estados como por la aceptación o el rechazo de los OGM por su población. Porque los OGM plantean muchos desafíos y presentan muchos riesgos, lo que explica que se pueda dudar en desarrollarlos o incluso negarse a ello.
En primer lugar, desafíos de orden científico que cuestionan el carácter fundamentalmente analítico del paradigma de la biología molecular, que tiende a reducir una totalidad compleja a la suma de sus partes. Este reduccionismo, de inspiración cartesiana, y por tanto profundamente mecanicista, se manifiesta a un triple nivel (McAfee, 2003: 204-207; Séralini, 2010: 128-151). Por una parte, al nivel de la comprensión del genoma mismo: la biología molecular se ha basado mucho tiempo en la idea de que un gen corresponde a una proteína y a una función, y que cada gen constituiría una especie de unidad discreta de información biológica, aislable y transferible como tal sin alteración. Pero hoy día se sabe que el genoma tiene en sí mismo un funcionamiento sistémico: las funciones de los genes están correlacionadas entre sí y se determinan recíprocamente (por ejemplo, según su posición en el cromosoma), que pueden de esa manera activarse o potenciarse, que una función puede por tanto esconder otras, que una misma función puede poner en juego a varios genes, etc. Y, por consiguiente, la modificación de un gen o la introducción de un gen extraño es susceptible de alterar a otros genes, modificando el genoma en su conjunto, dando lugar a resultados inesperados e imprevisibles. El mismo reduccionismo reaparece, por otra parte, a nivel ecológico. Por ello, no se pueden considerar por definición los efectos ecosistémicos (ligados a las interacciones entre los organismos vivos y su biotopo in vivo) en evaluaciones realizadas in vitro (en laboratorio) y los estudios sobre los efectos en campo abierto (tratándose de las PGM) sólo son un paliativo al respecto. Se sabe que el entorno puede actuar activando o, por el contrario, desactivando algunos genes. En fin, el mismo reduccionismo afecta a la evaluación de los riesgos toxicológicos de las PGM y de los diferentes productos químicos (por ejemplo, los herbicidas) asociados a ellas: su evaluación uno tras otro, de forma aislada, y aún más en condiciones insatisfactorias (en cuanto a su campo, su duración, la presencia de conflictos de intereses entre investigadores y expertos delegados, la falta de publicidad de los resultados de sus trabajos y conocimientos, etc.) no permite comprender los efectos tóxicos multifactoriales a largo plazo en los diferentes sistemas fisiológicos (endocrino, inmunitario, reproductor, etc.).
Además, este reduccionismo es responsable de los límites que han encontrado las manipulaciones genéticas: de sus numerosos fracasos, tales como esos melones genéticamente modificados que estallan antes de madurar (Testant, 2013: 31); de los logros moderados (y a menudo con menor precisión y calidad que los obtenidos por selección e hibridación); la incapacidad de predecir y garantizar todas las consecuencias (sobre los seres vivos) de las manipulaciones genéticas realizadas, mientras que la selección y la hibridación garantizan en cambio esta coherencia. En resumen:
Desde que se ataca a caracteres complejos de los seres vivos, que están bajo la dependencia correlacionada de numerosos genes (y por tanto inaccesibles a los métodos actuales, descritos antes), los resultados son potencialmente difíciles de controlar y corren el riesgo de ser obtenidos en detrimento de otras características de la planta. Rige en ello el principio de equilibrio entre las grandes funciones de un organismo (Séralini, 2010: 54-55).
En segundo lugar, los OGM nos enfrentan a temibles desafíos socioeconómicos. Como productos de la ingeniería genética, fueron inmediatamente registrados como patentes por parte de los laboratorios y empresas que les habían dado origen: la patente puede tener que ver con el procedimiento de obtención, con algunos de los componentes del organismo (los genes modificados) o incluso con el organismo entero resultante de dichas modificaciones. El principio de su patentabilidad ha sido reconocido por la Corte suprema de Estados Unidos desde 1980, seguida inmediatamente después por la comisión de apelación de la Oficina canadiense de patentes. En 1992, la Unión Europea también legitimó el principio de la patentabilidad la materia viva ; y el Parlamento adoptó en 1998 una directiva regulando este principio (directiva 98/44/CE), con obligación de su traslación al derecho positivo de los Estados miembros antes del 30 de julio de 2000; varios Estados miembros (entre ellos Francia) fueron condenados en años siguientes por haber retrasado esta trasposición. A nivel internacional, la patentabilidad del ser vivo está garantizada por las reglas de la ADPIC (Acuerdo sobre los aspectos de los derechos de propiedad intelectual que afectan al comercio) en el marco de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Pero la legitimidad de la patentabilidad de los OGM es muy discutible. Sólo se puede patentar lo que es objeto de una invención, que además es reproducible. En este sentido, ni la materia viva en su conjunto, ni un organismo vivo, ni siquiera una parte de tal organismo (un gen, por ejemplo), en cuya producción la humanidad no ha tomado parte alguna, son patentables. Declarar lo contrario es confundir invención y descubrimiento (Lannoye y Berlan, 2001: 132-133). ¡Con ese criterio, Cristóbal Colón habría podido percibir royalties sobre todos los europeos que, después de él, se precipitaron hacia las Américas, mientras que Arquímedes y sus descendientes directos habrían podido hacer valer sus derechos sobre todos los navíos que surcaban el Mediterráneo en su época!
Además, la patentabilidad de los OGM presenta graves riesgos. El más inmediato es la dependencia en que coloca a las y los agricultores respecto a los productores [industriales] de semillas: los cinco principales productores a nivel mundial, repartiéndose más del 60% del mercado, son: Bayer (tras su absorción de Monsanto), Corteva (resultado de la fusión de Sow y DuPont), Syngenta (propiedad ya de ChemChina), BASF y Vilmorin, que también están entre los principales productores de PGM. Semejante dependencia respecto a capitales tan concentrados y centralizados sólo puede favorecer la eliminación (la expropiación) de las y los productores menos productivos y la concentración de la tierra, amenazando sobre todo la soberanía alimentaria de las formaciones periféricas, con el riesgo de engendrar nuevas escaseces y hambrunas. Sin duda, dominar la agricultura mundial, controlando la mayor parte de los recursos alimentarios vegetales de la humanidad (principalmente los cereales y las leguminosas) forma parte de los proyectos de estas transnacionales. Recordemos en este sentido que Monsanto intentó hacer valer sus derechos sobre jamones de cerdo alimentados con sus PGM, hasta que fue desestimado por la Corte de justicia de la Unión Europea en 2010 (Testart, 2013: 17).
Más en general, la patentabilidad de los OGM abre la vía a la de todo el ser vivo. Porque si el simple descubrimiento de una propiedad de un ser vivo (de cualquier organismo vivo o de una parte de este organismo) confiere derecho de propiedad sobre este ser al autor de dicho descubrimiento, se abre la puerta a la biopiratería: al saqueo por parte de las transnacionales de la industria farmacéutica (que muchas veces son las mismas que producen OGM) de toda la biodiversidad (residual), o del patrimonio genético de lo que sigue vivo en la Tierra –concentrado en las regiones tropicales y ecuatoriales–, aunque sea al precio de la expropiación de las poblaciones que tradicionalmente han recogido, preservado o incluso enriquecido dicho patrimonio. Y esta apropiación inducida podría justificarse refiriéndose a la Convención sobre la preservación de la biodiversidad concluida en la cumbre de Río (1992): aunque ésta reconoce el derecho de estas poblaciones y de sus Estados sobre ese patrimonio, al mismo tiempo, les obliga a garantizar su uso por los laboratorios, empresas y terceros Estados que estén en condiciones de hacer un mejor uso que ellos, sin garantizarles en absoluto un justo reparto de los beneficios que obtendrán estos últimos.
En tercer lugar, las PGM nos confrontan a una serie de desafíos y de riesgos de orden ecológico. Los ordeno de menor a peor:
– Una incitación creciente al monocultivo, en sí mismo nefasto para la biodiversidad. Las PGM son muy apropiadas para las grandes explotaciones dedicadas al monocultivo mecanizado (maíz, soja, algodón, etc.), a las que ofrecen una ventaja competencial (al menos en un primer momento), contribuyendo a la expropiación de pequeños y medianos agricultores y a la concentración y centralización de la propiedad de la tierra.
– Los riesgos de contaminación genética: la transmisión de los genes mutados (por tanto, de modificaciones genéticas) a plantas naturales de la misma especie o de especies salvajes vecinas, abriendo la vía a un proceso de diseminación incontrolada, que implica un nuevo riesgo de empobrecimiento de la biodiversidad y pone límites al desarrollo de la agricultura biológica. Riesgos que ya se han concretado en forma de diseminación involuntaria de PGM desde las superficies donde son cultivadas a las superficies vecinas (por efecto del viento, de la escorrentía de las aguas, de los insectos polinizadores, de los pájaros, etc.)
– La aparición de especies resistentes entre los parásitos o las malas hierbas vecinas a las PGM cultivadas, contaminado por estas últimas. Porque al atacar específicamente a algunas especies dañinas, los pesticidas que deben proteger a las PGM favorecen el desarrollo de otras a las que no ataca, cuya expansión estaba hasta entonces obstaculizada por la presencia de las dañinas, que a veces son más temibles que estas últimas. Lo que requiere el recurso a los pesticidas químicos clásicos, que en principio se quería evitar.
En Estados Unidos, «algunas parcelas cultivadas no pueden ser completamente desherbadas con Roundup; se utilizan mezclas con otro pesticida poderoso y tóxico, la atrazina, y al final los cultivos de OGM, según el único estudio global e independiente realizado en todo el territorio, amplían el uso de los pesticidas respecto a los cultivos convencionales más extendidos» (Séralini, 2010: 80).
En la India, «después de algunos años, los agricultores han constatado una resistencia del gusano al gen insecticida del algodón Bt y la aparición de otros devastadores. Estas resistencias de las plagas explican que, en 2018, las y los agricultores indios gastasen en insecticidas un 37 % más de dinero por hectárea que antes de la llegada del algodón genéticamente modificado, revela Pesticide Atlas 2022» [3].
– De donde se deriva el hecho de que, en contra de las promesas de quienes las promueven, las PGM suponen un recurso creciente a los pesticidas. Sobre todo, es el caso de los tolerantes a los herbicidas totales, a base de glifosato, cuyo ejemplo típico es el Roundup. Lo que resulta muy provechoso, porque los principales productores de estos PGM tolerantes (Monsanto, Novartis, DuPont) son también los principales productores de dichos herbicidas totales, matando así dos pájaros de un tiro.
En Estados Unidos, «los agricultores utilizaron en 1998 entre dos y cinco veces más herbicidas (en kilogramos por hectárea) en variedades de soja RR [Roundup Ready: tolerantes al Roundup] que en la mayor parte de los cultivos de variedades convencionales,donde los agricultores controlan las malas hierbas con técnicas clásicas. Las explotaciones que cultivan soja RR han utilizado hasta diez veces más herbicida que muchas explotaciones que recurren a un sistema integrado de control de malas hierbas» (Hansen, 2001: 90-91).
Consecuencia: una contaminación creciente de los suelos, de las aguas (de superficie y subterráneas), de la atmósfera, por estos herbicidas perjudiciales para el conjunto de los seres vivos (comenzando por los insectos y los pájaros que se alimentan de estas PGM), incluídos los humanos.
Un experimento británico efectuado a gran escala reveló en octubre de 2003 que los cultivos transgénicos, a causa del uso generalizado de herbicidas que requieren, favorecen entre otras cosas una disminución entre el 20 y el 30 % de las poblaciones de abejas, mariposas y pájaros en el mundo (Séralini, 2010: 165-166).
– Las técnicas de manipulación de la biología sintética citadas antes están limitadas hoy en principio a experiencias de laboratorio con fines de investigación. Pero, por una parte, no se descarta que haya habido fugas accidentales fuera de estos laboratorios, llevando a la interrupción (temporal) de algunas investigaciones. Por otra parte, algunos investigadores proponen experimentaciones en medio abierto, por ejemplo, la introducción de anofeles inmunizados contra el paludismo o el desarrollo de vacunas autodiseminantes que se extenderían en los biotopos que abrigan especies portadoras de virus susceptibles de provocar zoonosis (Canard, Decroly y Van Helden, 2022).
Y, en último lugar, sin tener que esperar la realización de semejantes proyectos de los Doctor Strangelove de la biología molecular, tenemos que citar los riesgos sanitarios ligados al consumo de los OGM. Sin embargo, los científicos están divididos sobre este tema. Hay quienes estiman que, por principio, no habría ningún riesgo. Otros piensan que los estudios previos a la comercialización de los OGM con destino alimentario ofrecen en general buenas garantías aunque piden que se mantenga una vigilancia que permita detectar eventuales efectos sanitarios indeseables o incluso peligrosos. Hay también quienes estiman que, en el estado actual de conocimientos, no se dispone de ninguna certidumbre en cuanto a los efectos a largo plazo de su consumo y que, por tanto, conviene aplicar de forma más o menos estricta un principio de precaución; tanto más cuando la casi totalidad de los OGM son PGM destinadas a absorber dosis masivas de pesticidas o a sintetizar ellas mismas pesticidas, como ya se ha visto, y que es casi seguro que se encontrarán restos en la cadena alimentaria a la que estas PGM sirven de base.
Finalmente, hay quienes defienden la tesis de que los OGM son intrínsecamente peligrosos. Séralini (2012: 79-107) informa, por ejemplo, de los resultados de una experiencia única en su género, llevada a cabo con el mayor secreto en el laboratorio que él dirige en el marco de la universidad de Caen, con el sorprendente apoyo financiero de dos marcas de grandes supermercados (Carrefour, Auchan). En comparación con lotes testigos de ratones alimentados con maíz convencional y bebiendo agua no contaminada por Roundup, los lotes de ratones alimentados (en tres dosis diferentes) con un maíz genéticamente modificado producido y comercializado por Monsanto, asociado o no con Roundup (el herbicida total tolerado por este maíz, gracias precisamente a su modificación genética), y de ratones alimentados con maíz convencional, pero bebiendo agua contaminada por Roundup (también en tres grados diferentes de concentración), presentan a partir del 13º mes tasas de morbilidad (tumores mamarios, cancerosos o no, entre las hembras; afecciones hepáticas y renales entre los machos) y, por tanto, tasas de mortalidad claramente superiores: de dos a cuatro veces más de afecciones entre los machos tratados, de dos a tres más entre las hembras que, sin embargo, resultan globalmente más afectadas que los machos; cinco veces más fallecimientos entre los machos tratados en el 17º mes y seis veces más entre las hembras en el 21º mes (la experimentación se realizó durante 24 meses, duración media de vida de los ratones). En el lote de animales que bebían agua contaminada, la tasa de prevalencia de tumores se elevó hasta el 90%, y al 100% entre las hembras. Resultados del estudio (que otros estudios deberán confirmar): este maíz es muy probablemente patógeno por sí mismo, al igual que lo es el Roundup. En cuanto a la asociación entre ambos…
No sólo se puede actuar sobre la naturaleza externa, para forzarla a producir lo que no produce espontáneamente. Esta modalidad de la apropiación real también se desarrolla actuando sobre la naturaleza interna, sobre el cuerpo humano, cuyos sus límites naturales se propone superar.
Nuevos rostros del eugenismo…
De manera ancestral, por diferentes razones (demográfica, económica, política, religiosa, etc.), la humanidad ha intentado dominar su reproducción sexuada, disociando sexualidad y procreación. La mayoría de las veces se trataba de intentar limitar esta última por medio de diferentes prácticas y técnicas contraceptivas, aunque tampoco faltó la preocupación contraria (luchar contra la infecundidad). En el primer caso, se trataba de forzar de alguna manera a la naturaleza a no producir lo que producía espontáneamente; en el segundo, era a la inversa, forzarla a producir lo que no producía de forma espontánea.
Esta segunda intención ha contado durante las últimas décadas con la ayuda de tecnologías inéditas, que han permitido la reproducción médicamente asistida (TRA, técnicas de reproducción asistida), rebautizada también como procreación asistida, por inseminación artificial o procreación in vitro (procreación fuera del cuerpo femenino por fecundación in vitro y transferencia de embrión o FIVTE). Aunque estas técnicas fueron concebidas y puestas a punto, sobre todo, para permitir a las parejas infecundas (por cualquier razón) o incluso estériles poder realizar a pesar de todo su deseo de tener hijos, pronto dieron origen a otros proyectos, unos dentro del orden de lo posible y ya realizados en algunos casos, pero otros más propios de la ciencia ficción, estimulando estos últimos a los primeros al fijarles en cierto modo el horizonte al que tender.
Gracias a la conservación (congelación) de ovocitos excedentes, el alumbramiento retardado es ya posible, incluso para mujeres con menopausia, lo que les permite detener de alguna manera su reloj biológico, por ejemplo para conciliar su carrera profesional y su deseo de tener hijos: «Freeze your eggs, free your career» (Congele sus óvulos y libere su carrera), titulaba un semanario estadounidense en abril de 2014 (Bouvet, 2017: 27); también es posible concebir la procreación mucho tiempo después de la muerte de sus progenitores, recurriendo a la gestación subrogada. La donación (o la venta) de esperma o de ovocitos permite hacer nacer en una pareja a un hijo que en parte o incluso en la totalidad del patrimonio hereditario procede de otras personas; lo que, en definitiva, viene a ser adoptar un embrión en lugar de adoptar un niño ya nacido. Es también viable la procreación de niños por mujeres sin pareja sexual masculina, en parejas gay recurriendo a la gestación subrogada o en parejas lesbianas sin necesitar dicho recurso.
Estas prácticas han sido autorizadas (o no) y reguladas de manera diferente según los Estados, por medio de leyes de bioética, cuya elaboración y adopción han dado la ocasión para interrogarse por las perturbaciones que implican en la filiación y sus posibles repercusiones psíquicas, sobre todo a nivel de las y los niños, en particular sobre la cuestión de sus orígenes y del significado de su nacimiento. Pero estas prácticas han abierto también la vía a la realización de viejos fantasmas eugenistas. A través de un diagnóstico preimplantatorio (examen del embrión obtenido por fecundación in vitro antes de su implantación en el útero de la madre gestadora), permiten seleccionar a los seres humanos desde el estado embrionario, eliminando a aquellos que presentan defectos redhibitorios (enfermedades incurables, por ejemplo) y conservando sólo aquellos que corresponden al deseo de los padres (por ejemplo, sobre el sexo de su hijo) o que presentan un mejor potencial genético. Cuando los padres y madres intencionales pueden conocer la identidad de las y los donantes de gametos (espermatozoides u ovocitos), hay desde luego una gran tentación entre quienes sufren estas fantasías de escoger aquellas personas donantes que les parecen presentar las cualidades (estéticas, socioeconómicas, intelectuales, culturales, artísticas, religiosas, etc.) más adecuadas para engendrar un hijo conforme a sus deseos o ideales. Aunque se olvida que sólo lo innato se transmite genéticamente y no lo adquirido, que constituye, sin embargo, y con mucho, lo esencial de las cualidades de un individuo humano, y que un individuo sólo se vuelve una persona (un sujeto) pasando por alto lo que ha sido programado para él por otros. A pesar de lo cual, corren el riesgo de ser alentados en sus fantasías eugenistas por las esperanzas falaces transmitidas por todos esos equipos de biólogos que, en todo el mundo, van a la caza del supuesto gen, o genes, de la inteligencia, en vano. Es otro ejemplo del ya denunciado reduccionismo con que procede la biología molecular, desconociendo la complejidad de la materia viva, en este caso el funcionamiento sistémico del genoma y la gran influencia que tiene el medio (el ecosistema sociocultural) en la expresión o no de las potencialidades que alberga.
También son fantasías eugenistas las que presiden el sueño (o más bien la pesadilla) del clonaje humano. El clonaje consiste en engendrar un descendiente cuyo patrimonio genético esté constituido sólo por los cromosomas de un único individuo, de quien es de alguna manera su doble genético. El primer mamífero clonado viable fue una oveja, apodada Dolly, cuyo parto tuvo lugar el 5 de julio de 1996 en Roslin (Reino Unido): había sido concebida a partir de un núcleo celular tomado de la ubre de una primera oveja e introducido después en un óvulo sin núcleo de una segunda oveja, de forma que el embrión así constituido sólo tenía cromosomas de la primera, e implantado finalmente en el útero de esta última. El animal clonado era susceptible de volver a ser clonado, y así sucesivamente, creando la perspectiva del nacimiento de una raza distinta de individuos, todos ellos perfectamente iguales genéticamente. Una perspectiva muy adecuada para alimentar la fantasía de engendrar élites humanas con cualidades físicas e intelectuales superiores. Fantasía, pero no ya porque no sea posible el clonaje humano: su prohibición por una Declaración (aunque no vinculante) de la Asamblea General de Naciones Unidas del 8 de marzo de 2005, fue transgredida con despreocupación por un equipo internacional de investigadores de Corea del Sur, Estados Unidos y Tailandia, que dio a conocer en mayo de 2013 haber realizado un clonaje humano, aunque limitado al estadio embrionario (Bouvet, 2017: 153-154); sino porque los resultados de los clonajes practicados en animales apenas son concluyentes: a Dolly se le tuvo que practicar la eutanasia a la edad de seis años a causa de una artritis precoz. Y, sobre todo, digamos una vez más, porque esta distopía eugenista se basa en el postulado absolutamente discutible de que la cualidad de un individuo se basaría sólo en su genoma.
Estas fantasías eugenistas corren el riesgo de verse reforzados por la secuenciación ya completamente realizada (en 2003) del genoma humano y por la técnica CRISPR/Cas9, que permite reconocer precisamente una secuencia de ADN, recortarla y sustituirla por otra secuencia, en suma editar el genoma, igual que se edita texto con un programa de tratamiento de textos, recurriendo a la función buscar y reemplazar. Lo que abre sencillamente la vía a la modificación del patrimonio genético de la humanidad y, por tanto, de sus características biológicas (morfológicas, anatómicas, fisiológicas, etc.); dicho de otra forma, la producción de una humanidad genéticamente modificada, a imagen de los OGM ya existentes. Una vía que (¡por el momento!) las diferentes convenciones internacionales (como la de Oviedo, que entró en vigor el 1 de diciembre de 1999) y las leyes nacionales de bioética han prohibido emprender a los equipos científicos.
Pero la ingeniería genética abre desde ya otras perspectivas a quienes sueñan con poder superar los propios límites naturales de la humanidad. El embrión humano abriga células madre pluripotentes, es decir capaces de engendrar, por división y diferenciación, todas las células del organismo humano, constitutivas de los diferentes tejidos y órganos, que al estar especializadas no disponen de esta pluripotencia. Extraídas de un embrión humano y cultivadas, estas células madre pluripotentes abren a priori hermosas perspectivas a la terapia genética, permitiendo pensar en poder reparar órganos enfermos o dañados con la ayuda de nuevos tejidos biológicos que esas células podrían engendrar. Perspectivas lastradas sin embargo por un doble obstáculo: el primero, de orden ético y eventualmente jurídico: la extracción de estas células de un embrión humano es fatal para este último; el segundo, de orden biológico: el injerto de nuevos tejidos procedentes de otro organismo da lugar a fenómenos de rechazo difíciles de controlar. Este doble obstáculo lo han resuelto el biólogo y médico japonés Shynia Yamanaka y su equipo, al mostrar que es posible producir células madre pluripotentes, denominadas iPS (acrónimo en inglés de induced pluripotent stem cells: células madre pluripotentes inducidas) a partir de simples células somáticas, reactivando en estas últimas la expresión (desactivada naturalmente) de los genes asociados a la pluripotencia, lo que le valió el premio Nobel de Medicina en 2012. Lo que hace esperar o incluso predecir a algunos que en un plazo se podrá superar así los límites de la existencia humana, paliando los efectos de la enfermedad y del envejecimiento, incluso hacerse inmortal, puesto que se puede remontar ya el curso del tiempo biológico a falta de poder detenerlo.
… al transhumanismo
Las perspectivas esbozadas por las manipulaciones (actuales o potenciales) sobre el genoma humano han suscitado el interés e incluso el entusiasmo entre los partidarios del transhumanismo [4]. Éste último se define por el proyecto de aumentar (no sólo de forma cuantitativa, sino también cualitativa) los rendimientos físicos o mentales (sensoriales, emocionales, intelectuales, incluso morales) de la humanidad, permitiendo que se emancipe de los límites asignados por su corporeidad, en particular desde el punto de vista de su vulnerabilidad al sufrimiento y a la enfermedad y de su finitud temporal (su mortalidad). Para ello, cuenta con las posibilidades de un conjunto de nuevas tecnologías (tecnologías de la información y de la comunicación, nanotecnologías, biotecnologías, ciencias cognitivas, etc.), adaptadas y puestas en común con este objetivo, que podrían abrir a la humanidad, bien modificando la condición biológica de la persona (con neuromedicamentos o ingeniería genética), o también por adición o incluso incorporación de artefactos (exoesqueletos, prótesis robotizadas, implantes subcutáneos o cerebrales), mucho más allá de lo que ya hoy día se permite en el plano médico en términos curativos, paliativos o preventivos, transformando así el cuerpo en una nueva frontera, para el mercado y para la tecnociencia. En sus desarrollos más extremos, este aumento lleva a proyectar (imaginar) una fusión entre el ser humano y la máquina, la constitución de un cyborg [5], completando de alguna manera el paradigma del persona-máquina (Julien Jean de la Mettrie, 1709-1751) bajo la forma de una humanidad 2.0 o de una post-humanidad que podría sustituir a la actual humanidad confinada a sus límites naturales.
Sobra decir que se está caminando por el cresterío entre ciencia (o más bien tecnociencia) y ciencia-ficción, no sabiendo siempre en qué vertiente se encuentra, cuando las anticipaciones más o menos atrevidas sobre los resultados ya obtenidos se mezclan en ocasiones con los más delirantes sueños de los mismos autores:
microchips subcutáneos capaces de cartografiar cada uno de nuestros movimientos y de telecargar informaciones; ordenadores biológicos implantables en el cuerpo humano por simple inyección y capaces de replicarse como células; modificaciones genéticas capaces de volver a los seres humanos más fuertes, con una mayor duración de vida; exoesqueletos y órganos biónicos capaces de resultados espectaculares; úteros artificiales capaces de liberar a la mujer de la pesada tarea de la gestación (Perucchietti, 2021: 15-16).
Pero, al menos por ahora, las realizaciones no están globalmente a la altura de las expectativas y de las promesas transhumanistas.
En definitiva, las sustancias psicoactivas (neuroquímicas) utilizadas con fines no ya terapeúticas, sino con el objetivo de incrementar las funciones psíquicas (atención, vigilancia, confianza en uno mismo, sentimiento de bienestar, memoria, capacidad de empatía, etc.) no son sino otras tantas formas de dopaje psíquico que actúan como drogas. Pero semejantes perfeccionamientos pueden realizarse sin necesidad de recurrir a tales sustancias. Mientras que, por otra parte, hay que vigilar que estos perfeccionamientos no se paguen al precio de una degradación de otras funciones y facultades (por ejemplo, el aumento de la vigilia por medio de la reducción del sueño altera las facultades de razonamiento) o que no sean mutuamente incompatibles (un exceso de confianza en uno mismo tiende a disminuir la capacidad de empatía). Una vez más, se llega a los límites de un enfoque analítico que, en este caso, descompone la personalidad en funciones o facultades, cada cual susceptible de ser activada y amplificada sin relación con el resto, sin preocuparse de la sinergia sistémica que las hace nacer y las sostiene así como del equilibrio entre unas y otras. En fin, conviene preguntarse con qué objetivos o por qué razones se prescriben dichas sustancias: las anfetaminas consumidas masivamente por los estudiantes en los campus estadounidenses sostienen la competencia entre ellos (y hacen posible un dopaje cognitivo) mientras que la ritalina modera la hiperactividad perjudicial para la atención en niños que sufren todo tipo de estrés cotidianos (conflictos familiares, sobreexposición a los medios de comunicación y juegos electrónicos, ausencia de rutinas regulares, etc.) sin que se cuestionen éstos. En todos los casos, más que prepararnos para un futuro radiante, los medios preconizados por los transhumanistas se orientan a adaptarnos a un presente detestable.
Más allá de las perspectivas abiertas por los iPS en cuanto a regeneración de los tejidos y de los órganos, el equipo de investigación dirigido por Ronald de Pinho en Harvard estableció en 2011, en pruebas con ratones, no sólo la posibilidad de parar el envejecimiento de las células y de los tejidos, sino incluso de inducir un proceso de rejuvenecimiento. Dado que el envejecimiento se debe a un acortamiento de los telómeros (extremidades de los cromosomas) en divisiones sucesivas que permiten su sustitución, se puede invertir el proceso suscitando la producción de telomerasa, la enzima reparadora de los telómeros, activando el gen que ordena dicha producción (Gallerand, 2021: 27-28). Queda por saber en qué condiciones se podría aplicar esto al ser humano y los efectos que se obtendrían realmente con dichos intentos, si tienen lugar. Se llega una vez más al límite inherente de un enfoque que reduce todo (el organismo) a algunas de sus partes (los cromosomas).
A la espera de que algún día la ciencia nos vuelva inmortales, de lo que las y los transhumanistas están convencidos, algunos de entre ellos preconizan la criogenización de los cuerpos (su conservación en nitrógeno líquido a -196ºC), hasta que se pueda reanimarlos o escanear las informaciones contenidas en su cerebro para transferirlas a un ordenador (o a un cuerpo artificial) haciéndoles acceder así a una nueva vida digital. Unas cuatrocientas personas se han prestado ya a ello y otras dos mil esperan hacerlo. Cuesta la modesta suma de 200 000 $; pero por tan sólo 80 000 $ se puede conseguir en todo caso la hibernación del cerebro (Peruchietti, 2021: 208-209). ¡Esta promesa de vida eterna, tan ilusoria y falaz como las otras, no está todavía al alcance de todos los bolsillos!
La implantación de microprocesadores subcutáneos, capaces de memorizar un conjunto de datos codificados (un número de carnet de identidad o de tarjeta bancaria, datos médicos personales, diferentes contraseñas o códigos PIN, autorizaciones de desbloqueo de accesos seguros, etc) ya ha sido practicada en gente voluntaria (Peruchietti, 2021: 121-124). Pero el único incremento que permite es en la facultad de telecontrol de los individuos por las diferentes organizaciones e instituciones que tienen acceso a dichos datos, aunque las empresas que proceden a implantaciones se han comprometido a no equipar estos chips con GPS. Tampoco están más comprometidas a garantizar su inocuidad biológica…
Las y los transhumanistas se interesan también a las posibilidades abiertas por la conexión directa entre un cerebro humano y un ordenador sin pasar por la acción de los músculos y nervios periféricos. Esto se basa en el dato de que una actividad motriz efectiva (por ejemplo, mover los dedos) y la simple representación mental (imaginación) de esta actividad utilizan las mismas zonas cerebrales. Por ello, el registro de la actividad eléctrica cerebral asociada a la representación de una actividad motora, su digitalización y su transmisión a un ordenador capaz de dirigir una máquina, a base de repeticiones y ajustes progresivos, permiten a un sujeto dirigir esta máquina por su simple pensamiento: le basta con pensar en hacer un gesto para que la máquina lo efectúe. Esto abre desde ya la posibilidad de que personas amputadas o paralizadas efectúen operaciones imposibles dado su estado (dirigir una silla de ruedas, una prótesis o un exoesqueleto, hacer hablar o escribir a un ordenador, etc.), recuperando cierta autonomía.
A la inversa, se puede estimular los nervios auditivos o visuales de manera que quienes oyen o ven mal puedan recuperar cierta capacidad perceptiva; o incluso aliviar a pacientes afectados por la enfermedad de Parkinson regulando, por medio de un marcapasos, la actividad cerebral cuyo desarreglo ocasiona sus temblores incontenibles; incluso, se dice, reeducar a personas pacientes afectadas por patologías cerebrales (lesiones tras un accidente cardiovascular, traumatismos, enfermedades neurosiquiátricas). Aunque en todos estos casos se trata, como mucho, de paliativos de capacidades o de funciones naturales deficientes o destruidas, en absoluto de incrementar su capacidad.
El interfaz cerebro-máquina abre también posibilidades al deporte adaptado, esta forma del deporte que recurre al aparataje de cuerpos discapacitados para permitirles conseguir resultados imposibles sin ellos, superando en ocasiones a los de cuerpos sin discapacidad (pensemos en el corredor sudafricano Oscar Pistorius), permitiéndoles participar en competiciones deportivas. Así, «el Cybathlon propone carreras de exoesqueletos o en sillas motorizadas, pruebas para personas con prótesis de brazos o piernas motorizadas, carreras por interfaz cerebro-máquina y carreras de bicicleta por electroestimulación funcional» (Richard, 2016: 72). Sólo lleva al extremo la lógica transhumanista ya manifiesta en el deporte de alto nivel:
(…) la representación de lo que el deporte de élite tiene ya de transhumano se expresa con eufemismos en los medios de comunicación, empleando sobre todo una retórica humanizante, una narrativa tranquilizadora sobre los atletas, que oculta en todo o en parte la pesada y sofisticada ingeniería del rendimiento que les rodea. Entrenadores, proveedores de equipos, salas de musculación, médicos, cuidadores, farmacéuticos, dietistas, psicólogos y desde luego, ahora mismo, o pronto, químicos, biólogos, cibernéticos, informáticos, protesistas… el cuerpo deportivo de élite está en perpetuo movimiento, sin objetivo asignable, lo que vuelve confusa la noción de naturaleza humana y difumina la distinción entre naturaleza y artificio (Taranto, 2016: 119-120).
Las y los transhumanistas dan mucha importancia al desarrollo de la inteligencia artificial (IA), profetizando que superará rápidamente, y con creces, a la inteligencia humana, permitiendo a ésta amplificarse por medio de una u otra forma de fusión con la IA. Aunque la mayor parte se felicitan por ello, no faltan quienes se inquietan, temiendo que las máquinas dotadas de IA alcancen a las personas humanas y acaben por dominarlas o incluso suplantarlas. Lo que sirve de argumento para defender la causa de su transformación en cyborgs. Todos ellos desconocen evidentemente los límites de principio de la IA: la reducción del conocimiento a la información; la reducción de la inteligencia a la potencia (volumen y velocidad) de cálculo; la reducción del cerebro humano (o animal) a un ordenador, ignorando lo que debe a su incorporación (al hecho de que es uno de los órganos de un cuerpo en funcionamiento sistémico) y a las interacciones (socialmente determinadas) con otros cerebros; en fin, desconocen la dependencia de la inteligencia respecto de la razón, esta facultad (altamente socializada) de distinguir no sólo lo verdadero de lo falso, sino también el bien del mal, lo justo de lo injusto, lo bello de lo feo, lo aceptable de lo repugnante, etc.
De hecho, desde distintos enfoques, el transhumanismo aparece como una distopía capitalista, la representación idílica para quienes la promueven,una pesadilla para el resto, de lo que sería un mundo íntegramente capitalista si tan sólo pudiera ocurrir. Pues, por irrealista que sea, el imaginario transhumanista no es menos significativo de la lógica que subyace en la apropiación real de la naturaleza por el capital, respondiendo fundamentalmente a la tríada Altus, Citius, Fortius (más alto, más rápido, más fuerte) que preside la apropiación capitalista de la naturaleza [6]. Para convencerse de ello, véase por ejemplo el programa de investigación que se fijó el comité estadounidense de bioética en 2023:
la selección y la modificación genética de los embriones (“Better children” [mejores niños]), la mejora de rendimientos atléticos (“Superior performance” [superiores prestaciones]), la prolongación de la vida (“Ageless bodies”), la modificación del humor y de las funciones cognitivas (“Better soule” [mejores personas]). Esta medicina de mejora opera una inversión de la problemática de lo normal y lo patológico: su objetivo no es reconducir lo patológico a lo normal, sino la elevación de lo normal a un estadio superior (lo mejorado); no responde ya a la preocupación de la persona enferma por ir bien, sino al deseo de la persona sana por ir mejor que bien (Gallerand, 2021: 19).
El transhumanismo se sitúa, y además profundamente, dentro del hábito constitutivo de la forma contemporánea de individualidad modelada por el dominio de las relaciones capitalistas de producción sobre el conjunto de la vida social, lo que he denominado la individualidad autorreferencial, que considera decidir por entero y por sí mismo sobre su ser y moldearse tal como lo desee, modificando en consecuencia su cuerpo, no sólo en su apariencia (tatuaje, piercing, etc.), sino hasta en su constitución biológica (su sexo, su metabolismo, etc.), (Bihr, 2017: 206-208). Semejante individualidad, desprovista de toda medida (lo bastante nunca es suficiente y aún menos es demasiado) y de todo sentido de su propia finitud (toda frontera está hecha para ser franqueada, todo lo que es posible debe ser realizado), no puede experimentar ningún límite o dependencia natural (tal como la vulnerabilidad o la muerte) más que como algo inaceptable e insensato que requiere ser superado o incluso suprimido; y sólo puede ser seducida por las promesas del transhumanismo, aunque sean ilusorias y falaces. Dicho de otra manera, la promesa de una humanidad aumentada sólo puede seducir a esta humanidad disminuida que ha moldeado el capitalismo.
Solidaria con una concepción fundamentalmente liberal, y por tanto individualista del mundo, el transhumanismo se vale del derecho inalienable de todo individuo a disponer de su cuerpo modificándolo como lo entienda, al menos mientras estas transformaciones no sean perjudiciales para los demás (Gallerand, 2021: 22-23). Ahora bien, precisamente por ello, el transhumanismo se mantiene total o parcialmente ciego o indiferente a las consecuencias políticas de sus proyectos y realizaciones: a sus consecuencias en cuanto a la organización de las sociedades humanas y al devenir de la especie humana en su conjunto. La creación de una humanidad 2.0, suponiendo que sea posible, llevaría a establecer, mantener o incluso reforzar una relación de dominación y, sin duda, de explotación entre aquellas personas que hayan podido, sabido y querido acceder a ese estadio y quienes se hayan quedado naturalmente como personas, porque no hayan dispuesto de los recursos (monetarios, intelectuales, relacionales, etc.) necesarios para este objetivo o porque hayan rechazado deliberadamente la perspectiva: como expresó con crudeza Kevin Warwick, la primera persona en haberse hecho implantar un microchip, autor de I, Cyborg [Yo, cyborg], estarían destinados a convertirse en «los chimpancés del futuro« (Rey, 2020: 125). Al igual que el de Aldous Huxley, el mejor de los mundos transhumanista no dejaría ser el mundo de los mejores (al menos de aquellos y aquellas que se consideran tales). O dicho de otra forma, al igual que el eugenismo, que en un sentido prolonga, lejos de liberar a la humanidad de las relaciones de opresión que sufre actualmente la mayoría de ella, la realización de la distopía transhumanista no haría más que renovar la forma.
Señalemos también que, aunque base sus esperanzas en el desarrollo de un conjunto de ciencias y tecnociencias, centradas en el conocimiento y la explotación de los recursos de la materia, el proyecto transhumanista no es menos fundamentalmente idealista (en el sentido filosófico de la palabra): sueña con separar a la humanidad de su inserción en la materia (viva o muerta), separar el espíritu, o incluso la vida, de la materia, desmaterializar y espiritualizar al hombre. Lejos de ser moderno (o supermoderno) como pretende, no hace sino continuar los sueños más arcaicos del pensamiento religioso. «Pensamos en el gnosticismo que, en su radical dualismo, colocaba a la materia del lado del mal, y concebía la salvación como una superación completa del espíritu respecto de su prisión carnal» (Rey, 2020: 15). De hecho, el transhumanismo retoma muchos aspectos y temas del gnosticismo, en particular:
la primacía del saber sobre las otras facultades humanas; el anticosmismo, creencia en que el universo material (…) es una vasta prisión, un lugar infernal del que emanciparse; el antisomatismo, desprecio del cuerpo y de todas sus funciones; el encratismo, doctrina moral de fondo ascético que promueve el rechazo de la procreación (…); el antinomismo, desprecio de la moralidad y del orden común (…); el elitismo, la predestinación, la división de la humanidad en seculares, espirituales y pneumas: sólo estos últimos, en tanto detentadores de la gnosis, están destinados a la salvación» (Peruchietti, 2021: 37-38).
Con la única diferencia de que lo que pretendía el gnosticismo a través de la ascesis, por tanto, por medios psicológicos y morales, el transhumanismo piensa obtenerlo por medios puramente materiales (técnicos). Por lo que hunda aún más sus raíces en el imaginario capitalista.
Referencias
Bihr Alain, La novlangue néolibérale. La rhétorique du fétichisme capitaliste, 2ª edición, Lausanne & Paris, Page 2 & Syllepse.
Bouvet Jean-François (2017), Bébés à la carte. Du hasard au design, París, Equateurs.
Canard Bruno, Decroly Etienne y van Helden Jacques (2022), «Les apprentis sorciers du génome», Le Monde diplomatique, febrero 2022.
Gallerand Alain (2021), Qu’est-ce que le transhumanisme?, París, Vrin.
Hansen Michaël (2001), «Santé publique, environnement & aliments transgéniques» en Berlan Jean-Pierre et alii, La guerre au vivant. Organismes génétiquement modifiés & autres mystifications scientifiques, Marseille y Montréal, Agone et Comeau & Nadeau.
Lannoye Paul y Berlan Jean-Pierre (2001), «La directive européenne 98/44 & la santé. “Brevetablité des inventions technologiques” ou “privilège sur les découvertes biologiques”» en Berlan Jean-Pierre et alii, La guerre au vivant. Organismes génétiquement modifiés & autres mystifications scientifiques, Marseille u Montréal, Agone et Comeau & Nadeau.
McAfee Kathleen (2003), «Neoliberalism on the molecular scale», Geoforum, n°34.
Perucchietti Enrica (2021), L’aube du transhumanisme et le crépuscule de l’humanité. L’homme cybernétique. De l’intelligence artificielle à l’hybridation homme-machine, Cesena, Macro Editions.
Rey Olivier (2020), Leurre et malheur du transhumanisme, París, Desclée de Brouwer.
Richard Rémi (2016), «De l’athlète au cyborg : sport, handicap et technologie» en Queval Isabelle (dir.), Du souci de soi au sport augmenté, París, Presses des Mines.
Séralini Gilles-Éric (2010), Ces OGM qui changent le monde, París, Flammarion.
Tarento Pascal (2016), «Sport et post-humanité» en Queval Isabelle (dir.), Du souci de soi au sport augmenté, Paris, Presses des Mines.
Testart Jacques (2003), Le vivant manipulé, París, Sand.
Notas:
[1] Cf. «Forcer la nature à produire ce qu’elle ne produit pas spontanément» https://alencontre.org/economie/forcer-la-nature-a-ne-pas-produire-ce-quelle-produit-spontanement-i.html ; https://alencontre.org/ecologie/forcer-la-nature-a-ne-pas-produire-ce-quelle-produit-spontanement-ii.html ; y https://alencontre.org/ecologie/forcer-la-nature-a-ne-pas-produire-ce-quelle-produit-spontanement-iii.html
[2] ISAAA, Brief 55: Global Status of Commercialized Biotech/GM Crops:2019, https://www.isaaa.org/resources/publications/briefs/55/default.asp y FAO, Statistical Yearbook World Food and Agriculture 2021, pg. 2.
[3] Bénédicte Manier, «En Inde, le pari incertain des OGM», Alternatives Economiques, n°431, febrero 2023, pg. 77.
[4] Entre sus principales promotores, citemos a Nick Bostrom, James Hughes, Hans Moravec, David Pearce, Julian Savulescu y Gregory Stock, todos ellos miembros de la World Transhuman Association, fundada en 1998 y rebautizada como Humanity+ en 2008. Mientras tanto, Bostrom ha tomado distancia crítica con el transhumanismo, subrayando los riesgos inherentes al desarrollo de la inteligencia artificial, pero cayendo en elucubraciones aún más delirantes, haciendo de la humanidad ¡una «simulación informática» concebida y fabricada por seres extraterrestres!
[5] El término cyborg, contracción de cybernetic organism, fue introducido por Manfred Clynes y Nathan Kline en un artículo aparecido en 1960, donde planteaban la necesidad de aparejar el cuerpo humano de forma que le permitiera resistir a futuros largos viajes interplanetarios (Rey, 2020: 80-81).
[6] Cf. « Le vampirisme du capital », https://alencontre.org/ecologie/le-vampirisme-du-capital-i.html et https://alencontre.org/ecologie/le-vampirisme-du-capital-langle-mort-de-lanalyse-marxienne-ii.html
Texto original: Al’Encontre
Traducción para viento sur de Javier Garitazelaia
Alain Bihir es profesor emérito de sociología en la Universidad de Franche-Comté, escritor y periodista. Marxista libertario, cofundador de la revista A Contre Courant, colabora con el sitio A l’encontre e integra el consejo asesor de Herramienta. Ha escrito libros y artículos sobre la intervención del Estado en la regulación económica y social, la crisis del movimiento obrero, el peligro de la extrema derecha y el desarrollo de las desigualdades sociales en el neoliberalismo.
Fuente: https://vientosur.info/forzar-a-la-naturaleza-a-producir-lo-que-no-produce-espontaneamente-i/