A finales de los 60 y comienzos de los 70 las universidades, entre ellas la Complutense donde estudié Filosofía y Letras en los cursos nocturnos, eran activas vanguardias de contrastes, de protestas y de confrontaciones ideológicas, políticas y sociales. Los estudiantes ejercíamos como punta de lanza y caja de resonancia de los cambios que la […]
A finales de los 60 y comienzos de los 70 las universidades, entre ellas la Complutense donde estudié Filosofía y Letras en los cursos nocturnos, eran activas vanguardias de contrastes, de protestas y de confrontaciones ideológicas, políticas y sociales. Los estudiantes ejercíamos como punta de lanza y caja de resonancia de los cambios que la sociedad pedía frente al inmovilismo de la dictadura franquista, en consonancia con las mutaciones mundiales, que penetraban en la península con cuentagotas y por senderos angostos e insospechados. Conviene señalar, sin embargo, que el franquismo dejó fructífera semilla de nostálgica apelación en amplios sectores, un postfranquismo sociológico bien incrustado en un extenso tejido social hispano y una transición «bien atada», que aherrojó bajo el silencio programado las tropelías del régimen. Nadie ha sido sometido a la justicia por los fusilamientos, paseos, exterminios, represiones, depuraciones y expedientes llevados a cabo durante la «larga noche de piedra». Un historiador gallego, Dionisio Pereira, se ha atrevido a desenterrar los nombres de los verdugos en una pequeña localidad galaica y está siendo sometido a una caza macartista por parte de sus descendientes, que lo han denunciado ante la justicia. ¡El mundo al revés!
Había en aquella efervescente universidad falangistas recalcitrantes, guerrilleros de Cristo Rey, falangistas moderados, franquistas reformistas, demócratas cristianos, socialistas, comunistas y algunos nacionalistas periféricos, que nos habíamos trasladado a la capital, porque no existía universidad en la periferia o no se impartía la carrera apetecible o no se podía compaginar asistencia a clases y trabajo remunerado con que sufragar los estudios los pertenecientes a las clases modestas, como era mi caso. Las universidades actualmente se han convertido en escuelas de formación tecnocrática de elites al servicio y gloria de la conservación del sistema y de renuncia a la transformación de un mundo más justo, solidario y libre.
La mayoría de las algaradas estudiantiles, en las que participábamos activamente los discentes universitarios, no se organizaban por motivos académicos, sino por razones sociales o políticas de orden interior y exterior. En este último apartado destacaban las manifestaciones contra la Guerra del Vietnam y el imperialismo yanqui. La canciones de Joan Baez, Bob Dylan y Pete Seeger servían de ameno vehículo de combate frente al coloso imperial americano. Franco no envió ayuda militar a los norteamericanos en la guerra vietnamita, aunque de pocos es sabido, salvo el historiador Alfredo Coma, que un pequeño contingente sanitario del Ejército español, entre el que se hallaba mi amigo el capitán médico, Luciano Rodríguez González, estuvo en Vietnam cono finalidad humanitaria al amparo de la Cruz Roja.
Acabo de saber recientemente que el autócrata hispano remitió una carta al presidente de USA, Lyndon B. Jhonson, a finales de agosto de 1965. La misiva puede descolocar al lector, si no está al tanto de la astucia, equilibrismo y maquiavelismo, que explican su largo aposentamiento en el poder.
La epístola del Caudillo no tiene desperdicio, especialmente la referencia a Ho-Chi-Minh como patriota, el análisis de las raíces del nacionalismo y colonialismo y la dificultad de vencer frente a la guerra de guerrillas. Dejo al lector que extraiga sus propias conclusiones: «Mi Querido Presidente. Mucho le agradezco el sincero enjuiciamiento que me envía de la situación en Vietnam del Sur y los esfuerzos políticos y diplomáticos que, paralelamente a los militares, Estados Unidos viene desarrollando para abrir paso a un arreglo pacífico. Comprendo vuestras responsabilidades como nación rectora en esta hora del mundo y comparto vuestro interés y preocupación de los que los españoles nos sentimos solidarios en todos los momentos. Comprendo que un abandono militar de Vietnam por parte de los Estados Unidos afectaría a todo el sistema de seguridad del mundo libre.
Mi experiencia militar y política me permite apreciar las grandes dificultades de la empresa en que os veis empeñados: la guerra de guerrillas en la selva ofrece ventajas a los elementos indígenas subversivos que con muy pocos efectivos pueden mantener en jaque a contingentes de tropas muy superiores; las más potentes armas pierden su eficacia ante la atomización de los objetivos; no existen puntos vitales que destruir para que la guerra termine; las comunicaciones se poseen en precario y su custodia exige cuantiosas fuerzas. Con las armas convencionales se hace muy difícil acabar con la subversión (…). La subversión en Vietnam, aunque a primera vista se presenta como un problema militar, constituye, a mi juicio, un hondo problema político; está incluido en el destino de los pueblos nuevos. NO es fácil al Occidente comprender la entraña y la raíz de sus cuestiones. Su lucha por la independencia ha estimulado sus sentimientos nacionalistas; la falta de intereses que conservar y su estado de pobreza les empuja hacia el socialcomunismo que les ofrece mayores posibilidades y esperanzas que el sistema liberal patrocinado por Occidente que les recuerda la gran humillación del colonialismo. Los países se inclinan en Genaro al comunismo porque, aparte de su poder de captación, es el único camino eficaz que se les deja (…).
No conozco a Ho Chi Minh, pero por su historia y sus empeños por expulsar a los japoneses, primero, a los chinos después y a los franceses más tarde, hemos de conferirle un crédito de patriota, al que no puede dejar indiferente el aniquilamiento de su país. Y dejando a un lado su reconocido carácter de duro adversario, podría, sin duda, ser el hombre de esta hora, el que el Vietnam necesita».