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Futurismo (o Desarrollo de una botella en el espacio)

Fuentes: El Viejo Topo

El Manifesto del Futurismo, que fue publicado el 20 de febrero de 1909, dio la señal de salida de uno de los movimientos de la vanguardia artística más controvertidos del siglo XX, y esa circunstancia ha sido la excusa para organizar la muestra que celebra el centenario y analiza el movimiento futurista con diversas publicaciones […]

El Manifesto del Futurismo, que fue publicado el 20 de febrero de 1909, dio la señal de salida de uno de los movimientos de la vanguardia artística más controvertidos del siglo XX, y esa circunstancia ha sido la excusa para organizar la muestra que celebra el centenario y analiza el movimiento futurista con diversas publicaciones y con una gran exposición que recorrerá, durante todo el año 2009, París, Roma y Londres.

El manifiesto futurista apareció en la portada del diario parisino Le Figaro, y su provocador lenguaje forzó una nota de la redacción del periódico, donde atribuía en exclusiva a Filippo Tommaso Marinetti las ideas que se reflejaban en él, como si ello fuera necesario. La difusión del texto fue un calculado acto de provocación: hoy diríamos que una treta publicitaria para llamar la atención, para hacerse notar, para promocionarse y buscar la fama. No era casualidad que se hiciese en París, centro de la cultura europea y lugar donde habían aparecido, aunque en condiciones distintas, el fauvismo y el cubismo, apenas cuatro y dos años antes, respectivamente. De hecho, los futuristas, especialmente el poeta Marinetti, como harían después los dadaístas, utilizaron con habilidad el escándalo, la provocación hecha a medida de las pusilánimes mentes burguesas que temblaban ante cualquier burla de la juventud contestataria.

En ese movimiento encontramos a su principal inspirador, Marinetti (que bebe de la corriente filosófica fundada por Henri Bergson que influye de manera notable en esos años), y, además, a Carlo Carrà, Giacomo Balla, Umberto Boccioni, Luigi Russolo, Ardengo Soffici , Antonio Sant’Elia, y Gino Severini, y algunos otros menos relevantes, e incluso, fuera de Italia, al joven Maiakovski, quien con menos de veinte años publicaría también un manifiesto futurista, La bofetada al gusto del público. Las sorprendentes ideas de Marinetti llegaron también a España, donde el futurismo atrajo la atención de Giménez Caballero, Gómez de la Serna y Salvat-Papasseit, e incluso a Gran Bretaña, donde influyó también en el vorticismo inglés de la mano de Percy Wyndham Lewis. Sin embargo, pese a los estímulos comunes y a la inclinación por la búsqueda de la modernidad, los distintos grupos más o menos futuristas compartieron pocas cosas entre sí. Maiakovski partía de convicciones ideológicas contrarias a los futuristas italianos, y eso se manifestaría en su rechazo a la guerra y en su participación en el movimiento obrerista revolucionario ruso, aunque también algunos futuristas italianos mantuvieron lazos con el anarquismo y el socialismo.

En Rusia, tras ese primer manifiesto, Maiakovski fundó un grupo cubofuturista, cuya denominación es reveladora, con David D. Burliuk, Velimir Khlebnikov y Aleksei Kruchenykh, cuyos planteamientos se harían notar; sin olvidar el papel del también poeta Boris Anisimovich Kushner. Marinetti, que viajó a Rusia antes del estallido de la gran guerra, encontró una abierta hostilidad entre los futuristas rusos, que eran cercanos a las ideas revolucionarias y contrarios al belicismo que se extendía por el continente, posición que chocaba frontalmente con las ideas defendidas por Marinetti. La síntesis del cubismo y del futurismo en Rusia sería fructífera: desde Natalia Goncharova hasta Aleksandra Ekster, pasando por Kasimir Malévich, Olga Rozanova, Iván Lkjun, Liubov Popova y Aleksandr Archipenko, entre otros, desarrollaron obras cubofuturistas.

El lenguaje de los futuristas sorprendió desde el principio. Cantaban al movimiento, a la simultaneidad, la velocidad, a las nuevas máquinas, al genio de la revuelta y del inconformismo antiburgués. No sólo calificaban a los museos de cementerios o de «mataderos de pintores y escultores», no sólo reclamaban valor, amor al peligro, energía, rebelión; no sólo exaltaban la agresividad, «el salto mortal, la bofetada y el puñetazo», identificando la belleza con la lucha, manifestando su deseo de destruir museos y bibliotecas, sino que además calificaban a la guerra de «higiene del mundo», y ensalzaban el patriotismo, el militarismo, el desprecio por la mujer, aunque acompañasen esas proclamas airadas con la reivindicación del «gesto destructor de los libertarios» y de la emoción ante las muchedumbres obreras. La evolución posterior de Marinetti y otros no debe hacernos olvidar que, en sus inicios, había reales inquietudes de cambio en algunos futuristas, aunque el discurso hegemónico entre ellos era pura palabrería, vieja retórica italiana, aunque se vistiese con las galas de la modernidad. Era simple provocación y, al mismo tiempo, herencia parcial de los diversos movimientos ideológicos desde los que llegaban los futuristas, donde, es cierto, también se encontraba la tradición anarquista y socialista. Algunos de sus textos tienen ecos de esa condición particularista y demagógica que llega desde la Italia finisecular hasta nuestros días (y cuyos rumores encontramos en el lenguaje de organizaciones actuales como la Liga Norte o el propio partido de Berlusconi), atravesando dos guerras mundiales, en convivencia y confrontación con la Italia del Risorgimento, que, no obstante, será la que construya esa entidad nacional que después exaltarán los futuristas que marcharán a paso ligero hacia el fascismo. Giovanni Papini, que participó en los grupos futuristas, había dicho: «Por apego al pasado nos obstinamos en querer que Roma fuera la capital en medio de un desierto, alejada de las provincias más ricas y activas, […], y con una población que, vanidosa de sus recuerdos y a causa del mal gobierno de los curas, no tenía ningunas ganas de trabajar, acostumbrada como estaba a vivir de los beneficios eclesiásticos, de las propinas de los forasteros y de la sopa boba… ¿Quién dirá que me equivoco si decimos que Roma siempre fue, hablando espiritualmente, una mantenida?» Frente a esa realidad de una Italia decadente y mezquina, los futuristas querían representar la modernidad, aunque fuera por el procedimiento de la provocación antiburguesa, del gesto grandilocuente, tan italiano, de la confusión ideológica y del nacionalismo más burdo. La búsqueda de esa modernidad será, años después, una de las banderas del fascismo, que organizará la racionalidad capitalista desde unos presupuestos políticos que aseguraban el fin de los peligros de la revolución obrera.

Italia iniciaba el siglo XX amarrada entre las servidumbres de una burguesía que había protagonizado la unidad del país pero que se mostraba incapaz de incorporarse a la modernidad plena, al mundo contemporáneo que traían la nueva industria, el automóvil, la naciente aviación; una Italia paralizada ante la evidencia de un particularismo local que no por derrotado con la unidad de Italia se mostraba menos vivo en las diferencias entre el sur y el norte del país; temerosa ante la llegada de las nuevas corrientes ligadas a la acción obrera, y expectante ante la construcción de una cultura nacional que, de la mano de Croce y Papini, rompiera con la estrechez del espíritu provinciano que dominaba las conciencias, a excepción de los habitantes de las ciudades industriales del norte. En ese escenario, los futuristas fueron un revulsivo. El futurismo aparece en esa encrucijada, empeñado en rechazar el pasado, en impugnar el sistema burgués, en conquistar la modernidad que, sospechan, no vendrá de la mano de la burguesía conservadora del sur y ni siquiera de la más emprendedora del Piamonte o la Lombardía (y, en ese sentido, es revelador que la capital del futurismo sea Milán), aunque ese discurso vaya acompañado de un agresivo lenguaje nacionalista que anuncia su evolución futura.

Algunas ideas de los futuristas surgen en el fermento de las ideas sorelianas, que tanto influyeron en Labriola, por ejemplo, y en los sectores cercanos al sindicalismo y al socialismo en el cambio de siglo. En esos años, la creación de una nueva cultura italiana fue un empeño trabajoso, difícil, contradictorio. Desde principios de siglo, conviven los exponentes de la cultura burguesa, arraigados en las academias, en las instituciones educativas y en los cenáculos oficiales, con las inquietudes de intelectuales como Croce, y con el nacimiento de un nuevo discurso obrerista en el arte, la literatura y el pensamiento, que se había mostrado con fuerza en la sensibilidad expresada estéticamente por Pelizza da Volpedo en la marcha de su Il Quarto Stato, una obra de 1901 utilizada después como símbolo del siglo por Bertolucci. Pese a sus progresos, ese discurso intelectual, compañero del obrerismo, golpeado después por el ventennio fascista, reconstruido tras la derrota del fascismo en 1945, continuará siendo minoritario, hasta el punto de que Palmiro Togliatti afirmaría ante los intelectuales de la comisión cultural del Partido Comunista Italiano, en abril de 1954, casi medio siglo después de la aparición del futurismo, que «todavía no existe una cultura socialista italiana». Como recordaba Togliatti, en los años del fascismo, los círculos del idealismo crociano habían colaborado con la intelectualidad comunista, pese a las reticencias del propio Croce, pero el camino hacia la hegemonía se anunciaba largo y difícil. Cuarenta años antes de ese juicio de Togliatti, los futuristas contribuyeron a la confusión, al arraigo del nacionalismo, al discurso de la guerra que prepararía el camino al fascismo, y, con él, a la derrota temporal del discurso intelectual ligado a la revolución obrera.

Los dos primeros años del futurismo, desde la publicación del Manifiesto hasta 1911, son los de la consolidación del movimiento, que, pese a todo, será efímero. En 1911, la guerra de Libia recibe entusiastas adhesiones entre los intelectuales. Roma, de la mano de Giolitti, ataca las provincias turcas de Tripolitania y Cirenaica (hoy, Libia), Rodas y el Dodecaneso, en un momento en que el nacionalismo más agresivo, representado por Enrico Corradini y su Associazione Nazionalista Italiana (que, significativamente, proclama como enemigos al «socialismo y la burguesía» y acuña la idea de la «nación proletaria»), se estaba apoderando de buena parte del escenario político. Con el final de la guerra contra el turco, Italia se anexiona la Tripolitania, la Cirenaica y el Dodecaneso, además de hacer posible el nacimiento de un nuevo país, Albania. Las victorias son saludadas con alborozo por todos los nacionalistas, los conservadores e incluso por figuras como Arturo Labriola (tan elogiado después por Togliatti), y, también, por Marinetti y los futuristas: éstos, llegan a decir que, con esa guerra imperialista, el gobierno de Giolitti «se ha hecho futurista».

En ese mismo año, los futuristas se interesan vivamente por el nuevo cubismo que, de la mano de Picasso, había impresionado a los círculos artísticos parisinos. Boccioni escribe a Severini, residente en París, para que recoja toda la información posible sobre el cubismo, sobre Braque y Picasso. También Soffici, que conoce además al pintor español, estaba muy interesado en esa corriente artística. El descubrimiento del cubismo introducirá nuevas ideas entre los futuristas, que, al año siguiente, viajan a París: la célebre fotografía que congrega a Russolo, Carrà, Marinetti, Boccioni y Severini en la galería Bernheim-Jeune donde se exponen sus obras, nos revela el papel protagonista de Marinetti, la desconfianza de Russolo, la timidez de Severini, pero muestra a los futuristas, sobre todo, como unos atildados pequeñoburgueses, por mucho que vayan vestidos a la moda, como tycoons de las finanzas, imitando a John D. Rockefeller o John P. Morgan.

 

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En la exposición del centenario pueden verse muchas de las obras futuristas más conocidas; algunas, valiosas; otras, intrascendentes. Boccioni, uno de los pintores futuristas más interesentes estaba representado con Fábricas en Porta Romana, de 1909: una mezcla de paisaje industrial y campestre, donde pueden verse los rayos del sol cayendo como lluvia sobre la tierra. Boccioni tuvo en sus inicios simpatías por el movimiento obrero de raíz marxista, integrando en su obra la vida proletaria del Milán de inicios del siglo XX y las manifestaciones del duro trabajo que buscaban la definición de un universo distinto. Después, con un nuevo código expresivo, Boccioni crea, entre 1910 y 1911, la gran tela La ciudad que crece (hoy, en poder del MoMA), utilizando el color, el movimiento y la luz para capturar la modernidad, fragmentando las escenas, utilizando la noción de simultaneidad tan cara al futurismo, y, en palabras del pintor, destruyendo la concepción arquitectónica piramidal, renacentista, por otra arquitectura en espiral. En Antigracioso, de 1912, Boccioni construye una figura con rostro cubista, una composición primitivista que sigue el camino abierto por Gauguin en su viaje a Tahití a finales de siglo y que recoge el nuevo interés de los pintores parisinos por el arte primitivo, que Boccioni enfrenta al «refinamiento» tradicional del arte italiano, impotente para abrir nuevos caminos. En Visiones simultáneas, de 1991, una mujer (tal vez, la compañera del pintor) mira desde una ventana hacia la calle: es una obra heredera de la atracción por la vida frenética de la ciudad moderna, que utiliza registros cubistas. La simultaneidad está en el corazón de la propuesta futurista en este lienzo, donde se encuentra además la huella de Robert Delaunay. En Desarrollo de una botella en el espacio, de 1912, una escultura que se compone, o descompone; Boccioni crea un bronce de color dorado, una estructura helicoidal donde vemos el interior y el exterior de uno de los objetos habituales de la estética cubista. En Dinamismo de un cuerpo humano, de 1913, vemos figuras geométricas y colores rojizos, oscuros, en una propuesta cercana a la abstracción pero que no ha roto por completo con el objeto. Boccioni sería de los pocos futuristas que renegarían de la guerra.

Carlo Carrà, contaba con una de las obras más célebres del futurismo: Los funerales del anarquista Galli, de 1910-11, un gran óleo de dos metros de largo, rojizo, donde se mueven muchedumbres, ondean las banderas, y hombres con botas de caña dispersan a los manifestantes, mientras el espectador se ve atraído hacia el centro de la acción. Carrà, él mismo de simpatías anarquistas, recuerda con esa obra la huelga general de 1904 en Milán y la represión policial en la Via Carlo Farini que acaba con el asesinato de Galli. En La estación de Milán, de 1910-11, Carrà fragmenta el espacio y hace entrar a una locomotora en la ciudad lombarda, llena de dinamismo, y esa energía, tan futurista, que rompe el espacio, parece mostrarnos, sin que él lo sospechara, un agujero entre las ruinas de una ciudad bombardeada. Es ese mismo Carrà que, pocos años después, proclamará que los burgueses partidarios de la guerra son más «revolucionarios» que los obreristas que defendían la neutralidad y la paz. También se encontraba Salida del teatro, de 1910. Es una fea escena: las figuras parecen espectros moviéndose, a la salida de la Scala de Milano, en un juego de reflejos que utiliza la técnica divisionista. En Nadadoras, de 1910-12, Carrà representa a unas jóvenes que nadan cubiertas con trajes de baño que les llegan hasta las rodillas, en una composición que sigue el movimiento del agua. Es una escena luminosa: los colores naranjas, amarillos, azules y verdosos, componen una imagen que tiene puntos en común con Die Brücke, y con las nociones geométricas de Cézanne, pero que también, paradójicamente, recuerda a Sorolla, a un Sorolla tembloroso, cuyas figuras hubieran sido movidas en ese instante por un terremoto o una gigantesca explosión. Y, cómo no, estaba su homenaje al patrón del futurismo, Retrato del poeta Marinetti, de 1910, a quien Carrà consideraba un hombre de una «capacidad excepcional».

Cerca, se hallaba una tela de Luigi Russolo, Recuerdo de una noche, de 1911, con la luna, y los personajes representados como fantasmas, surgidos de un sueño, donde el personaje central se aleja del cabaret representado a la derecha del lienzo para adentrarse en las calles desiertas, desoladas, de la noche. La obra, donde encontramos ecos de Munch, es muy parecida a la pintura de Carrà del teatro de la Scala de Milano, aunque Russolo estaba más influido por Boccioni. Más allá, otra obra de Russolo, La rebelión, 1911, que ilustra los lazos iniciales del futurismo con el movimiento revolucionario; en ella, una gran muchedumbre roja avanza formando una flecha se va abriendo paso. El lienzo es rojo en un lado, azul en el otro, de una fealdad excesiva y deliberada, donde el pintor ilustra la fuerza revolucionaria del obrerismo contra la ciudadela de la tradición y de la reacción política.

Gino Severini, estaba representado con Recuerdos de viaje, de 1910-11: el lienzo son imágenes amontonadas, sin aparente concierto, desde el napoleónico Arco de Triunfo parisino y el Sacré-Cœur de la reacción (pero, curiosamente, no la Tour Eiffel de la ciudad moderna), hasta las montañas de los Alpes y la torre de Siena, y otros lugares, donde el autor mantiene algunas convenciones de la pintura paisajística tradicional, como el horizonte. En otro lienzo, El boulevard, de 1911, Severini juega con montañas como pirámides, con triángulos por donde surgen las figuras, alternadas con árboles desnudos, esquemáticos, mezclando abstracción y figuración, en un gran rompecabezas donde la ciudad moderna (París) muestra su vitalidad, su dinamismo. También podía verse el Retrato de Paul Fort, de 1915, donde vemos unas gafas originales enganchadas al lienzo, un bigote, una cajita, una tarjeta de visita del poeta francés. Fort era uno de los protagonistas de los encuentros intelectuales en el café parisino Closerie des Lilas, establecimiento que habían frecuentado también Lenin y Troski, y que, cuando acude Severini, congrega a Duchamp, Picabia, Gleizes y Metzinger, entre otros. Severini introduce en el retrato de Fort el recurso del collage que habían desarrollado Picasso y Braque, y que le llevaría a trabajar con el cubismo y, después, en un giro no tan sorprendente, con el neoclasicismo.

De Ardengo Soffici, Línea y volumen de una persona, de 1912, era el único óleo expuesto en la muestra del centenario futurista. Era amigo de Picasso y de Apollinaire, y se relacionó en París con los círculos cubistas: en esta obra, la influencia cubista en los volúmenes que componen la figura es clara. De Balla, podía verse Niña que corre en el balcón, de 1912, donde utiliza la figura infantil repetida hasta nueve veces en el lienzo, para sugerir el movimiento, y las manchas dispersas de color recuerdan las enseñanzas de Seurat y Sisley, y, más cercano a nuestros días, al Duchamp del Nu descendant un escalier, pintado el mismo año que el cuadro de Balla. Éste, se hacía notar también con tres cuadros: Insidie di guerra, de 1915, los peligros de la guerra, un cuadro oscuro, tenebroso; Forme grido Viva l’Italia, de 1915, con los colores de la bandera italiana, y Demostración patriótica, del mismo año, que, juntos, componen un canto a la guerra, definida por Marinetti como el «futurismo intensificado». Están pintados por Balla en ese mayo de 1915 en que D’Annunzio y otros partidarios de la guerra, contrarios al neutralista Giolitti, exigen al gobierno de Antonio Salandra la entrada en el conflicto europeo. Salandra, cumpliendo su papel, declara la guerra al imperio austrohúngaro y, con ella, sumerge a Italia en la locura y la matanza de la I Guerra Mundial.

Además de esas y otras obras de los más relevantes futuristas, la exposición del centenario ha reunido otras piezas relacionadas con el futurismo o que influyeron sobre él. De Duchamp, el Nu descendant un escalier nº 2, de 1912 (que fue expuesto en Nueva York en 1913, en la muestra de arte moderno del Armory Show que tanta influencia tendría en la evolución del arte en los Estados Unidos), vino a representar para la crítica del otro lado del Atlántico, la muestra más acabada de la modernidad representada por el cubismo y el futurismo.

De la vanguardia rusa, se encontraban obras de Ljubov Popova, Hombre + aire + espacio, de 1913; de Aleksandra Ekster, Ciudad de noche, de 1913: figuras geométricas, casas, mezcladas en un ambiente luminoso en el centro del cuadro y oscuro en el resto. Estaba Natalia Goncharova, con Ciclista, de 1913, donde vemos a un ciclista en pleno esfuerzo, con palabras en cirílico sobre el lienzo: ШЛЯ, que, aunque incompleta, hace referencia al sombrero; y, arriba, ШEЛK, es decir, seda, y, sobre el cuerpo del deportista, HИT, que, también incompleta, significa hilo. No eran ninguna casualidad esos gestos: de hecho, Goncharova, como Ródchenko y Stepánova, entre otros, desarrolló un interesante trabajo en actividades artísticas consideradas «menores» pero que tenían una gran capacidad para articular el arte con la vida. También se hallaba Kasimir Malévich, con El aviador, de 1914: un hombre con sombrero de copa, y con un gran pez que le cruza el pecho como si fuera una banda honorífica. Lleva un naipe, el as de trébol, en la mano. Y con el Retrato de Ivan Kljun (constructor), de 1911: un rostro que parece una máscara. Al lado, podía verse una obra del propio Iván Kljun, Ozonizador (ventilador eléctrico portátil), de 1914. De Mijail Lariónov, Paseo. Venus del bulevar, de 1912-13: capturando el movimiento, vemos una fea escena de una mujer, de quien se aprecian varias piernas.

Picasso aparecía con Mujer sentada en una poltrona, de 1910; Braque con Naturaleza muerta con violín, de 1911: líneas que rompen el espacio, y trozos del instrumento; muy similar al también braquiano Naturaleza muerta sobre una mesa redonda, de 1911, que enseña también un violín. Léger, con La boda, de 1911, y Contrastes de forma, de 1913. Además de Jean Metzinger, con La hora del té (mujer con cuchara), de 1911; Jacques Villon, con la Muchacha, de 1912. Y Picabia, con Danza en la fuente, de 1912: dos mujeres que bailan; cuyos cuerpos están compuestos por figuras geométricas, cézannianas, en colores cálidos donde predomina el anaranjado; y con Vuelvo a ver en mi memoria a mi querida UDNIE, de 1913-14, inspirada al pintor por una bailarina del barco que le llevó de Nueva York a París. De Robert Delanauy, Torre Eiffel, de 1911, y Forma circular nº 2, de 1912-13: una espiral de colores. Y, al lado, Contrastes simultáneos, de Sonia Delaunay, un óleo muy parecido al de su marido. Y Christopher Richard Wynne Nevinson, con La llegada, de 1913: un transatlántico que llega a puerto, en una escena atractiva, pero convencional. Además, podían verse obras de Frantisek Kupka, Félix del Marle, Stanton Macdonald-Wright, Morgan Russell y otros.

 

 

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De Micheli, el magnífico crítico de arte del diario comunista L’Unità, recordó las palabras de Gramsci, en carta dirigida a Trotski, donde informaba al revolucionario ruso de la gran popularidad de los futuristas entre los trabajadores, que tomaban partido por ellos ante los enfrentamientos de jóvenes burgueses o nobles con los futuristas. Ilustraban esa relación obras como La revuelta, de Luigi Russolo, o Los funerales del anarquista Galli, de Carlo Carrà. Sin embargo, en vísperas de la I Guerra Mundial, esos lazos pertenecían ya al pasado. El estallido de la gran guerra fue un momento de exaltación para el nacionalismo italiano, que ya antes había infectado buena parte de la vida política y social del país, hasta el punto de que la histeria nacionalista protagoniza el momento. El impulso futurista se había agotado ya cuando se inicia la matanza, aunque Marinetti y otros futuristas siguieran empeñados en una retórica vacía, demagógica y ruidosa. Así, el futurismo, que había tenido en sus inicios esos lazos con el anarquismo, el socialismo y la ambición de cambio, y que se configuró como una peculiar búsqueda de la modernidad con un acusado acento antiburgués, acabará, de la mano del mismo Marinetti, junto a Mario Carli, Emilio Settimelli y Giuseppe Bottai (que llegará a ser ministro con Mussolini), desembocando en el fascismo, aunque no todos sus integrantes se comporten de igual forma. Durante la I Guerra Mundial, los futuristas se acercan al pensamiento de la burguesía militarista que veía en el conflicto bélico la oportunidad para impulsar sus negocios, y la exaltación nacionalista lleva a Marinetti, Sant’Elia, Boccioni, ¡al Russolo que había pintado La rebelión de las multitudes que enarbolaban las banderas rojas del socialismo!, a incorporarse como voluntarios al frente, inflamados de sofismas, para luchar en la guerra imperialista.

El gusto por una retórica vacía, grotesca, está en las proclamas de Mussolini y también en los textos futuristas. En 1918, esos círculos que rodean a Marinetti lanzan un «programa político» del partido futurista que acaban de crear, donde postulan el divorcio, el fin del patriarcado, el amor libre, las ocho horas de trabajo obrero, el anticlericalismo, la expulsión del Papa de Italia. Era un espejismo, porque ese anticlericalismo tan radical, que tenía hondas raíces en un país donde el Papa y la Curia romana ahogaban tantas energías, quedaba reducido a simples fuegos de artificio, similar a las alocuciones demagógicas que Alejandro Lerroux hacía en España, cuando llamaba a sus jóvenes bárbaros (la Juventud Republicana Radical que había fundado en 1906) a violar a las monjas de los conventos en la Barcelona previa a la Semana Trágica

Un año después, los futuristas aceptan la invitación de Mussolini y se integran en los Fasci di combattimento, y aunque Marinetti polemiza con la evolución del movimiento fascista, haciendo amagos de distanciamiento, lo cierto es que participará en la Marcha sobre Roma que lleva a Mussolini al poder. Se ha perdido ya todo vestigio de modernidad: no es casualidad que, en 1920, en un texto publicado en Berlín, Grosz cite con sorna a Carrà, y se distancie de él, de quien proclama que tiene «una posición burguesa».

Aunque muchos futuristas acaben derivando hacia el fascismo, o se acomoden a la nueva realidad, no por ello otros dejarán de tener dificultades. El propio Carrà, que derivará hacia la «pintura metafísica» con Giorgio de Chirico, y al grupo fascista Novecento, y que colaborará con Malaparte y Morandi en Il Selvaggio dirigido por Mino Maccari, vio como la censura afectaba a todas las manifestaciones de la vida cultural y artística, ¡incluso a esa revista que se había comprometido con Mussolini en los primeros años del régimen fascista! No era extraño. De hecho, una vez conquistado el poder, el poder fascista elabora su propia estética, bebe del pasado neoclásico, de la grandeza imperial, y, para ese tránsito, los futuristas han dejado de serle útiles.

En el manifiesto de 1909 publicado en Le Figaro, Marinetti, además del decálogo (aunque sean once mandamientos) definitorio del futurismo, escribió: «Los más viejos de nosotros tienen treinta años: así pues, nos queda, por lo menos, una década para cumplir nuestra obra. Cuando tengamos cuarenta años, que otros hombres más jóvenes y más valiosos nos arrojen a la papelera como manuscritos inútiles. ¡Nosotros lo deseamos!». No dejaba de ser una buena idea, porque, cuando esa década había transcurrido, el futurismo era ya una caricatura. La Italia de nuestros días, que se debate entre el examen y la perplejidad de su propia decadencia, arrojada en manos de personajes peligrosos y estrafalarios como Berlusconi, trae a la memoria el hastío en que cayó la Italia posterior al Risorgimento, cuya caricatura más grotesca sigue siendo el extravagante Vittoriano que se alza sobre los foros romanos. Sólo el vitalista Boccioni, olvidada ya la bandera del socialismo, había visto desarrollarse a la botella en el espacio, aunque marchase a paso ligero hacia el desastre y la destrucción, y la «belleza de la velocidad» de la que hablaba el manifiesto futurista de 1909 se hubiese expresado en ese juicio contundente y guerrero, pero mezquino «un automóvil rugiente que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia«. Todos debían ser rápidos, veloces, ágiles en la captura del nuevo imaginario de la modernidad, dinámicos en la ruptura con la tradición, pero, en ese tránsito, el discurso fascista, el nuevo monstruo de la burguesía que tenía el propósito de destruir el sueño de la revolución proletaria, acabaría devorando los restos ajados y casi patéticos de la modernidad futurista.

Fuente: El Viejo Topo, N.º 257, junio de 2009.