La central térmica de As Pontes, situada en A Coruña y propiedad de Endesa, ha vuelto a ser noticia por su contribución al deterioro del medio ambiente. En efecto, As Pontes es una de las 20 instalaciones que más gases expulsan en la UE: ocho millones de toneladas de CO2 equivalentes en 2017. Decimos «vuelve», […]
La central térmica de As Pontes, situada en A Coruña y propiedad de Endesa, ha vuelto a ser noticia por su contribución al deterioro del medio ambiente. En efecto, As Pontes es una de las 20 instalaciones que más gases expulsan en la UE: ocho millones de toneladas de CO2 equivalentes en 2017. Decimos «vuelve», porque no es la primera vez, ni la segunda, que As Pontes aparece en este tipo de clasificaciones: ya en 1989 (¡hace 29 años!) era la térmica más contaminante de Europa, según la revista Acid News. La tercera era la de Andorra, en Teruel, también propiedad de Endesa.
En aquel momento, las clasificaciones de centrales de carbón se centraban en las emisiones de dióxido de azufre; esto era debido a que la lluvia ácida se percibía como una amenaza más tangible que el cambio climático. Precisamente por su papel en la aparición de lluvia ácida (y consiguiente daño a los bosques) en la región cercana a la central de Andorra, Endesa estuvo acusada de delito ecológico en los años ochenta. Para más inri, en lo que quizás es un buen precedente del greenwashing que llevan a cabo actualmente las compañías eléctricas, Endesa puso en marcha por aquel entonces una campaña titulada: «Energía viva. La naturaleza, la tierra y el agua nos merecen el máximo respeto».
Pero es interesante no detenernos en el aspecto puramente ecológico del efecto que As Pontes ha tenido y tiene en su entorno, pues la vida de los ciudadanos que habitaban en la región cercana a la central se ha visto afectada por esta instalación también en otros ámbitos. El objetivo de este artículo es llamar la atención sobre algunos de ellos y especialmente sobre el hilo que los conecta.
As Pontes se puso en marcha en 1976 y su construcción se distinguió, incluso para los estándares de entonces, por una «notable inseguridad en el trabajo»: en tres años murieron 18 trabajadores. Según los vecinos, en la construcción se ocuparon terrenos expropiados por el Instituto Nacional de Industria sin pagar a sus propietarios. No solo eso, sino que en los pueblos de los alrededores los precios de la vivienda se habían multiplicado debido a la necesidad de alojar a los trabajadores que la construyeron. Por todo ello, tuvieron lugar ocupaciones de terrenos y manifestaciones multitudinarias. Los vecinos consideraban que a todo lo anterior se sumaba que no recibían beneficio suficiente de la existencia de la central. En particular, faltaba empleo.
Ocurrió que cuando, en su primera visita oficial a Galicia, el rey Juan Carlos visitó la central, los residentes en el lugar quisieron pedir su «intercesión […] para que se dieran puestos de trabajo en la central, preferentemente a vecinos de la zona». Las pancartas que se exhibieron «exigían la devolución de los montes comunales a los vecinos, atacaban a los caciques y hacían patente la incongruencia de que teniendo a dos pasos la central térmica […] varios pueblos continúen sin luz». La respuesta del rey fue que ese mismo día el Consejo de Ministros estudiaría «el Plan Nacional de Electrificación Rural, para que en España llegue la luz a todos los pueblos».
Pero más allá de la anécdota (la cual, a pesar de lo que dijeran algunas pancartas, no deja de tener su toque caciquil), ¿cuál fue el papel del Estado en este abanico de conflictos? Como estamos lamentablemente acostumbrados a ver, se puso de parte de la empresa, que además era entonces pública. Así, las manifestaciones convocaron a más de 1.000 personas, a pesar de las presiones en contra y de que se contaba con la «drástica intervención de la Guardia Civil». De hecho, acercarse al rey no fue tarea sencilla: el gobernador de La Coruña impidió que los representantes sindicales hablasen con él, se mandó a gran parte de los obreros de la central de permiso, incluso poniendo autobuses a su disposición, se borraron pintadas y se eliminaron pancartas. Y en la acusación de delito ecológico antes mencionada, el Fiscal General del Estado se opuso a que se inculpara al presidente de Endesa, Feliciano Fuster.
Un conflicto con muchas caras
Quedémonos con las reivindicaciones: constatamos una vez más que la falta de respeto por el medio ambiente es tan solo una de las multiples caras de un mismo conflicto. Los habitantes de la zona no se manifestaban por la contaminación, o al menos no era este el motivo principal: lo hacían porque la instalación de la central térmica les generó diversos daños (expropiaciones, problemas de vivienda…) de los que la contaminación era solo uno, y quizás no el más apremiante; a cambio, habían recibido escaso beneficio. Qué imagen más reveladora puede haber que la de varios pueblos sin electricidad al lado de la que, entonces, era la mayor central térmica de España.
El caso de As Pontes no es particular. Similares problemas de contaminación, expropiaciones y falta de oferta de trabajo se dieron alrededor de la central térmica de Compostilla, en el Bierzo (León). También ahí los vecinos se opusieron a la compañía (organizaron incluso brigadas vecinales) y también allí el Gobierno mandó a la policía a defender los intereses de una empresa que tenía beneficios récord. Otro tanto ocurrió en As Encrobas, donde una filial de Fenosa quiso expropiar unos terrenos para explotar una mina de carbo?n con la que alimentar una central te?rmica en proyecto. En esa ocasión, la oposición vecinal nos dejó imágenes icónicas.
El mismo tipo de situaciones, y con esto nos aproximamos al momento actual, se han visto hace poco en muchos países de Latinoamérica: en Esquel (en la tundra patagónica) y Andalgalá, en Argentina; en las colinas boscosas de Chalatenango, en El Salvador; en el desierto peruano en Tambogrande; en Sipacapa, en la selva guatemalteca; en Cochabamba, en el altiplano boliviano. En todos los casos, la historia fue fundamentalmente la misma: una gran empresa, con apoyo legal (y a menudo policial, por acción o por omisión) del correspondiente Gobierno, que trata de explotar recursos naturales para su propio beneficio y pone en peligro el modo de vida de una comunidad local.
También en Norteamérica se están organizando movimientos de oposición a, por ejemplo, Keystone XL, un oleoducto que planea transportar el petróleo proveniente del fracking en Dakota y de las arenas bituminosas de Alberta, en Canadá. De nuevo, los que luchan lo hacen por motivos complementarios: están los que se oponen a las expropiaciones de tierras (con los nativos americanos en un papel protagonista), los que se preocupan por la contaminación del agua que se produce en origen y que se puede desarrollar a lo largo del oleoducto en caso de incidente y los que creen que el proyecto contribuirá a acelerar el cambio climático. Esta lucha conjunta les llevó a conseguir temporalmente su objetivo, y el expresidente Barack Obama paralizó temporalmente Keystone XL por no «servir a los intereses nacionales de EE UU».
Negocio para una minoría
Y no hace falta irse tan lejos: aquí y ahora, en España, vemos imágenes de la Armada española abordando a activistas que se oponen a prosprecciones petrolíferas. También aquí y ahora se desarrollan proyectos fósiles que benefician a unos pocos a costa de perjudicar a la mayoría. ¿Qué es la apuesta española y europea por el gas natural sino una fuente de ingresos garantizados para una minoría -recordemos los más de mil millones de euros que se ha embolsado ACS por el proyecto Castor, y los intereses que han recibido los bancos que lo financiaron- y de problemas a corto y largo plazo -terremotos en la costa, amenazas a parques naturales, malgasto de recursos económicos finitos, formación de oligopolios, endeudamiento, dependencia energética y, por supuesto, cambio climático- para el resto? Con esto en mente, muchas y muy diversas organizaciones preocupadas por diferentes aspectos de la apuesta por el gas han comenzado a juntarse a hablar y a organizarse.
Ya que hablamos de cambio climático, es probablemente así, tejiendo redes de demandas, como mejor podremos ganar tiempo para luchar contra la amenaza con mayúsculas a la que nos enfrentamos. A rueda de otros requerimientos más a corto plazo -como por ejemplo no regalar dinero en almacenes de gas inútiles- podremos poner en marcha las estrategias de mitigación y adaptación que son imprescindibles para las siguientes décadas. Pero no solo eso: en el largo plazo serán inevitables reformas todavía más profundas que acaben con la lógica actual de crecimiento sin límites; movilizar mayorías amplias en torno a esta lucha es la única forma de que el resultado de dichas estrategias y reformas sea justo.
José Luis Velasco es miembro del Observatorio Crítico de la Energía