Tras las protestas que interrumpieron la apertura del curso universitario de la Comunidad de Madrid, el director general de Universidades, Jon Juaristi, declaró que «no entendía que la gente estuviera cabreada» y que, además, «esa no era la gente de la Universidad». ¿Quién es la gente de la Universidad? ¿Los que durante diez años de […]
Tras las protestas que interrumpieron la apertura del curso universitario de la Comunidad de Madrid, el director general de Universidades, Jon Juaristi, declaró que «no entendía que la gente estuviera cabreada» y que, además, «esa no era la gente de la Universidad». ¿Quién es la gente de la Universidad? ¿Los que durante diez años de Plan Bolonia protagonizaron en los medios de comunicación una campaña de indigna propaganda plagada de calumnias contra la universidad pública, a la que supuestamente había que reformar de arriba a abajo para ponerla «al servicio de la sociedad»? ¿Gente como Daniel Peña, actual presidente de los rectores madrileños, que hasta hace nada proclamaba a los cuatro vientos que la universidad pública estaba en su mejor momento? ¿Como José Carrillo, que fue vicerrector de Espacio Europeo de la UCM y veía en Bolonia la gran ocasión de crear una universidad de enseñanza personalizada, grupos pequeños, alumnos internacionales que viajarían de aquí para allá con becas y subvenciones, cursando grados y másteres felizmente adaptados a un próspero mercado laboral en nuestra inigualable «sociedad del conocimiento» europea?
Ahora habrá quien diga que el Plan Bolonia era bueno, pero que no pudo aplicarse porque faltaron los medios para ello a causa de la crisis económica. La realidad es muy distinta. Para empezar esta crisis económica es una salvaje revolución neoliberal que está aprovechando la debilidad de los trabajadores para desmantelar todas las conquistas sociales que se habían consolidado en legislaciones e instituciones estatales desde la segunda guerra mundial. Una de estas conquistas era la enseñanza pública. Por tanto, no es que la crisis haya frustrado Bolonia, es que Bolonia era una de las avanzadillas de la crisis. Esto lo denunciaron con clarividencia incontestable los estudiantes que lucharon incansablemente contra el Plan Bolonia desde el año 2000. Se les llamó apocalípticos y antisistema. No eran apocalípticos: se quedaron cortos en sus previsiones más pesimistas. El desastre causado a la enseñanza pública superior supera ya los peores pronósticos. Sí eran, en cambio, antisistema y, en eso, tenían toda la razón, pues el Plan Bolonia no era una reforma educativa; era, como se ha demostrado, un capítulo entre otros de esta brutal revolución capitalista que estamos sufriendo.
Estamos inmersos en una reorganización de la universidad con criterios mercantiles, potenciando lo más rentable y dejando atrofiarse o morir por inanición a las disciplinas, facultades y departamentos que no puedan demostrar su interés mercantil, bien sea atrayendo inversión privada o demostrando su adaptación a las insensatas necesidades de un mercado laboral suicida. El verdadero objetivo del Plan Bolonia era reducir al mínimo la parte de los estudios financiada por el Estado. Para ello, se cortaron las carreras en dos. La primera parte (que pronto será sólo de tres años para muchas de las antiguas licenciaturas) constituye el Grado, que comprende unos estudios mínimos con unas tasas se supone que razonables. Las autoridades académicas del momento, rectores y ministros, pretendían que el objetivo del Grado era adaptar los estudios a una capacitación profesional, es decir, a la inserción en el mercado laboral. Lo decían, sin que se les cayera la cara de vergüenza, justo en el momento en que ese mercado laboral dejaba de existir. Esta sería la parte de los estudios superiores pagada por el Estado. A partir de ese momento, el Plan Bolonia ofrece al estudiante el mundo de los másteres especializados a un precio crecientemente prohibitivo (en el 2012 la matrícula de los másteres estatales ya se ha incrementado en un 235%). Y, en todo caso, como resultaba obvio desde el principio, los másteres que verdaderamente se insertarán en el mercado laboral serán los títulos privados que impartirán las corporaciones económicas a precios de élite.
Tan sólo un botón de muestra: en la Universidad Complutense de Madrid, la Licenciatura de Filosofía comprendía en total 3.200 horas lectivas a las que el alumno tenía que asistir. Actualmente, las autoridades académicas reconocen que, cuando el Plan Bolonia termine de implantarse, esas 3.200 horas se habrán reducido a 1.100, de las que, por cierto, sólo 800 serán estrictamente de filosofía, siendo el resto comunes con los grados de Historia y de Filología. Estas serán las horas que el alumno podrá cursar a un precio estatal razonable (sin descartar un incremento de las tasas muy sustancial). En estas condiciones es imposible lograr que un alumno esté en condiciones de comprender un texto de la historia de la filosofía. El nuevo Grado de Filosofía será inevitablemente una estafa. La filosofía es la disciplina más difícil del mundo y, ante todo, requiere tiempo y profesores. Y no va a haber ninguna de las dos cosas. Eso lo sabía perfectamente el filósofo Ángel Gabilondo, cuando fue nombrado ministro de Educación. Pero lo negó, lo negó y lo negó. Sus amigos todavía nos estamos preguntando si fue un cobarde, un traidor o un idiota.
En general, no se pretendía tan sólo reducir al mínimo la parte de los estudios superiores financiada por el Estado. Se trataba, ante todo, de convertir la universidad pública en un cajero automático para que las empresas pudieran obtener dinero de los impuestos, al mismo tiempo que un ejército de becarios dispuestos a trabajar gratis o cobrando de esos mismos impuestos. Es decir, se trataba de conseguir una idílica «sociedad del conocimiento» en la que las empresas contarían con trabajadores cualificados pagados por otros trabajadores. Si, pongamos por caso, una laboratorio farmacéutico financia una investigación con diez euros, esta «fuente de financiación externa» será el aval para otorgar a ese departamento cien euros de dinero público y unos cuantos becarios. La universidad estatal se convierte así en un aspirador de dinero público para financiar negocios privados. En la medida en que cumpla con esta función, la universidad pública seguirá existiendo.
A este salvajismo neoliberal, esas mismas autoridades académicas que fueron abucheadas el otro día en la UAM le llamaron pomposamente Espacio Europeo de Educación Superior y lo definieron con el lema ‘Una universidad al servicio de la sociedad’. Pese a contar con la complicidad de todos los medios de comunicación y con mucho dinero para propaganda, no consiguieron convencer a nadie. Los referendos que se convocaron en las mayores universidades (y que contaron con una participación muy superior a la habitual en las elecciones a rector), dijeron no a Bolonia con más de un 90 %. Esa era, en realidad, la «gente de la Universidad», esa gente por la que se pregunta Juaristi: la gente a la que representaban y a la que decidieron ignorar, traicionar y calumniar.
El movimiento estudiantil, tras un heroico y minucioso estudio de los documentos, libros blancos, directrices y borradores del proceso de Bolonia, demostró hace ya años que lo que se escondía tras el lema ‘Una universidad al servicio de la sociedad» era un proyecto de adaptarla a los que tenían la sartén por el mango en esta sociedad: esos que actualmente se llaman a sí mismos «los mercados». Los rectores, los ministros, los expertos, los mercenarios del periodismo, salían al paso diciendo que la «sociedad» era más amplia que los «mercados» y que el verdadero espíritu de Bolonia tenía que luchar por adaptar la universidad a las necesidades ciudadanas y no a las mercantiles. Era una observación patética, ridícula, grotesca, como los tiempos han demostrado ahora por encima de los peores augurios. Un pestañeo de los mercados basta ya para tirar por la borda leyes, convenios colectivos, instituciones y derechos ciudadanos. Desdichadamente, el movimiento antibolonia tenía razón al profetizar la catástrofe que tenemos por delante.
Carlos Fernández Liria. Profesor de Filosofía en la UCM y coautor de los libros El Plan Bolonia y Bolonia no existe.
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/5772/gente-antibolonia/