(Forma y contenido) Si la noción misma de Derecho, en tanto que forma, se considera irrelevante y en su lugar se admite sólo la justicia, en tanto que contenido, la polémica generada por la posible sentencia adversa del Tribunal Constitucional contra determinados aspectos del Estatuto de Cataluña, y más concretamente, las reacciones que ha suscitado […]
- (Forma y contenido) Si la noción misma de Derecho, en tanto que forma, se considera irrelevante y en su lugar se admite sólo la justicia, en tanto que contenido, la polémica generada por la posible sentencia adversa del Tribunal Constitucional contra determinados aspectos del Estatuto de Cataluña, y más concretamente, las reacciones que ha suscitado entre una parte de la clase política española y, más en particular, la catalana, no merece más reflexión que la de subrayar el conflicto entre quienes defienden el texto mencionado y quienes lo rechazan. Pero un planteamiento jurídicamente exigente, respetuoso con formalismos que la brutalidad de quienes solo entienden el derecho en tanto que sanción post-factum, en tanto que hecho consumado reflejado en la norma -norma que, en razón de esta supeditación al hecho, se convierte en letra muerta- puede despreciar, no dejará de atender, con el rigor debido, a la cuestión formal que en este asunto se plantea. Cuestión previa al propio contenido del Estatuto y que en ningún caso prejuzga el contenido del mismo.
- (Contrapoderes) Sin perjuicio de otras manifestaciones del mismo tenor, que por falta de espacio no serán aquí reproducidas, traigo a colación algunas de las declaraciones que, como tópico incombustible, se han producido a raíz del asunto que aquí se plantea:
«Un estatuto es un pacto político que se mantiene al margen de los tribunales» (José Montilla, presidente de la Generalitat de Cataluña). «España no puede negar la decisión de un parlamento democrático elegido por los catalanes» (Alfredo Pérez Rubalcaba, ministro del Interior)
La obviedad de los dos asertos parece fuera de discusión, pero las dudas se manifiestan enseguida sin más que aplicar el principio de inducción, sucesivamente, a cada una de las dos sentencias. Aplicado este principio de inducción, la cuestión queda ya muy lejos de ser tan evidente, como engañosamente pretenden hacer ver los dos prohombres que, recurriendo al perogrullesco y pobre lenguaje habitualmente utilizado por la clase política, quieren aplicar al problema la solución brutal de un tajo de espada que corta el nudo gordiano. Si ahora vemos con detenimiento las vastas implicaciones de cada uno de los dos asertos, podremos empezar a plantear el problema del Estatuto de Cataluña en términos formales, que es lo que aquí pretendo; en puros términos de Derecho Constitucional. El conflicto entre identidades contrapuestas, la querella suscitada por el enfrentamiento entre dos nacionalismos antagónicos -antagónicos, por supuesto, en cuanto al contenido, jamás en cuanto a la forma- podrán ser muy del gusto de las mentes holgazanas tan dadas a abandonarse al vicio malo de las borracheras patrióticas y de los delirios de la afirmación nacional; pero nada tienen que hacer en el enfoque que creo imprescindible para esta cuestión
- (Montilla). Decir que «Un estatuto es un pacto político que se mantiene al margen de los tribunales» equivale a decir que «Los pactos políticos no pueden estar sujetos a controles de constitucionalidad». La concepción que subyace en esta proclama no es otra que la que deposita la soberanía, en su integridad, en la representación popular, ya se trate de una cámara legislativa elegida por los procedimientos habituales de los regímenes parlamentarios burgueses o liberales, ya se trate de un Jefe del Ejecutivo aclamado por los procedimientos habituales de una democracia presidencialista. Así, al anular toda posibilidad de un contrapoder jurídico sobre las decisiones emanadas de un poder democráticamente legitimado, Montilla no hace más que propugnar, a sabiendas o sin saberlo, la suspensión del control judicial sobre las decisiones del poder político. La actitud objetiva de Montilla -objetiva en tanto que no importa si deliberada o inconsciente- lleva a dinamitar los cimientos mismos de lo que habitualmente se entiende por democracia burguesa, y a concentrar toda la soberanía en la Convención, al modo de Francia en 1792. Un planteamiento revolucionario, y en consecuencia golpista. Un planteamiento que aboca a las instituciones a un permanente estado de excepción que hace ociosa la existencia misma de una Constitución que sirva de muro de contención a las actuaciones del poder político, y que establezca límites infranqueables a la acción del Estado. Si toda la soberanía reside en el Poder Legislativo o en el Poder Ejecutivo, resulta evidente que la Constitución es, en si misma, superflua, y el principio mismo de separación de poderes -sin el cual, dicho sea de paso, no hay Constitución, según rezaba la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano- un estorbo.
- (Rubalcaba). Decir que «España no puede negar la decisión de un parlamento democrático elegido por los catalanes» (Alfredo Pérez Rubalcaba, ministro del Interior) equivale a decir que :»Un parlamento autonómico está capacitado, de hecho, para ejercer la autodeterminación, en tanto en cuanto el parlamento nacional ha de aceptar, por democráticas, las decisiones que aquel tome, sean cuales sean». Si el ministro del Interior defiende o no, en su fuero interno, el llamado derecho de autodeterminación (noción confusa en tanto en cuanto ignora la evidencia de que la autodeterminación se ha ejercido de hecho, no de derecho, como resultado de la acción de las fuerzas secesionistas o del abandono de las fuerzas ocupantes), no es asunto que pueda discutirse aquí. Su concepción, sin embargo, otorga, de facto, la autodeterminación a cada una de las 17 comunidades autónomas del Estado Español, con la única y expresa condición de que sus respectivos parlamentos autonómicos estén democráticamente legitimados. Si una ley emanada del Parlamento Español o una sentencia emanada de un tribunal de ámbito español como es el Constitucional, no puede ocupar una posición jerárquica superior a una decisión emanada de un parlamento autonómico, este se haya, de facto, autodeterminado. Y la consecuencia a la que ello aboca es notoria: la división de lo que en la teoría constitucional clásica es indivisible, el Poder Constituyente. Este, en tanto en cuanto existe una Constitución Española y no 17 Constituciones Autonómicas, pertenece al pueblo español como unidad, y esta unidad no puede descomponerse en la suma de 17 unidades más pequeñas y separables entre si. Lo contrario supondría incurrir en el mismo achaque que, en un artículo titulado «La objeción de honor», hacía Rafael Sánchez Ferlosio a los movimientos cívicos en defensa del derecho a la objeción de conciencia al servicio militar obligatorio: «Aunque personalmente me inspiran poca simpatía el individualismo y el egocentrismo moral del objetor de conciencia -a quien parecería no importarle tanto que no se mate entre hombres cuanto no hacerlo él- jamás osaría yo rebajar o descalificar la dignidad de razones, sentimientos o aspiraciones que fundamentan su actitud, salvo por la miopía o la flaqueza de conciencia que le hacen incurrir en la estridente contradicción de pretender que su objeción sea contemplada como un derecho entre los demás derechos, ignorando o haciendo caso omiso del axioma definitorio según el cual la violencia es el basamento fundante y sustentante del derecho mismo, y que todo derecho es siempre, por tanto, derecho a la violencia, de suerte que pedirle al derecho que reconozca y convalide en su seno, como un derecho más, el derecho a la no violencia viene a ser algo tan incongruente como pedirle al derecho de propiedad que contemple y acoja en sus entrañas el derecho al robo». La conclusión es evidente: o bien se acepta un sistema inflexible de conscripción obligatoria o bien se acepta la profesionalización total del ejército. Tertium non datur: un servicio militar obligatorio que contempla el derecho de sustraerse a tal obligación no es, jurídicamente, menos contradictorio que el derecho de propiedad sobre una propiedad robada. Igualmente, un Poder Constituyente, el del pueblo español -aceptando la ficción ideológica que ello conlleva, no menos cuestionable que la existencia de un sujeto unitario llamado pueblo catalán– que da lugar a una Constitución que, a su vez, alumbra 17 parlamentos autonómicos, no puede sancionar el derecho de cada uno de ellos, por separado, a incumplir o modificar de facto la Constitución, sin incurrir en una evidente contradicción. O bien el ministro del Interior desconoce lo que es una Constitución -que siempre está por encima, por definición, de los pactos políticos salvo que previamente se modifique por el conducto establecido para ello- o bien está dispuesto a que una asamblea regional o autonómica decida, en exclusiva, algo que solo compete al Poder Constituyente; o bien está propugnando la asunción de un Poder Constituyente por parte de un Parlamento Autonómico. Cualquiera de las opciones aboca, de facto, a un reconocimiento expreso no ya del derecho de autodeterminación, pues este al menos exigiría una sanción jurídica previa que aquí no existe, sino al reconocimiento del ejercicio de la autodeterminación como hecho consumado. Si el encaje del Estatuto de Autonomía en la Constitución Española exige la modificación de esta, no cabe más que apuntar que el poder de reforma constitucional pertenece, según el alcance de la reforma, o bien a una asamblea legislativa o bien a una asamblea constituyente. Cualquiera de las dos, en todo caso, tendría su sede en el Parlamento Nacional, jamás en un Parlamento Autonómico. La posición de Montilla y Rubalcaba resulta ser, objetivamente, golpista contra la noción misma de democracia constitucional.
- (Hipótesis) Vista la evolución de la historia institucional española desde la muerte del dictador Franco hasta hoy, y más concretamente durante la supuestamente ejemplar y sacralizada Transición, la confusión en la que Montilla y Rubalcaba incurren, que irritaría al más mediano estudiante de Derecho Constitucional, no resulta, sin embargo, extraña. Pues la propia Constitución Española a la que vengo aludiendo presenta un vicio de origen insoslayable: fue alumbrada por unas cortes legislativas a las que los electores no otorgaron poderes constituyentes, porque las elecciones convocadas en 1977 no respondían a esa finalidad. No derivó de un proceso constituyente democrático que obligase a los partidos políticos a pronunciarse públicamente, de antemano, por la constitución que defendían, sino de las negociaciones entre la clase política franquista y la oposición para el logro de un texto único que habría de someterse a referendo. Tal atropello es el padre de todos los atropellos por los cuales, mediante las oscuras transacciones del consenso, los partidos políticos españoles se han enquistado en el Estado como rémoras que impiden la democratización de las instituciones. Por eso en España el Consenso es el gran dogma, el insecticida de amplio espectro, invocado constantemente como remedio universal de males ante los cuales las propias instituciones se encuentran muy mal defendidas. Lo cual es la involuntaria confesión de impotencia para el establecimiento de instituciones que sirvan de muro de contención contra las arbitrariedades del poder. Para evitarlas, es necesario más consenso. El consenso, con consenso se paga. El nuevo Estatuto de Cataluña se volverá obsoleto dentro de unos años. El consenso alumbrará uno nuevo.