Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
En el Washington Post del 10 de octubre, Harold Meyerson observaba que, como si no fuera suficiente ya con la erosión que los derechos individuales habían experimentado en Estados Unidos como consecuencia de la guerra de Bush contra el terror, se estaba produciendo ahora un desarrollo que era «más corrosivo aún para la democracia estadounidense: la erosión del gobierno de la mayoría». Según parece, tiene toda la razón. Una encuesta del Pew Research Center, realizada el pasado mes de septiembre, indicaba que el 54% de los estadounidenses apoyaba traer inmediatamente a las tropas a casa, el 13% defendía un calendario de retirada y sólo el 25% se mostraba favorable a mantener las tropas en Iraq sin fijar calendario alguno.
Quienes toman las decisiones en ese país se alinean junto a ese 25%. Quieren que las fuerzas estadounidenses permanezcan en Iraq durante un período indefinido, de la misma forma que hacen Corea del Sur (50 años hasta ahora), y esa es la opinión del Secretario de Defensa Robert Gates, entre otros. Los candidatos a la presidencia, por otra parte, tienden a ser imprecisos en la cuestión de la retirada, aunque se dé la paradoja de que si los demócratas salen elegidos será gracias a la fuerza de los votantes estadounidenses que se oponen a la guerra en Iraq, que hasta ahora ha demostrado ser un desastre absoluto.
Eso no es algo que pueda sorprendernos. Aunque la rotación pacífica del poder es un componente fundamental de una democracia, en opinión de los altos popes y eruditos de teoría política, no es un elemento especialmente crucial. Para la mayoría, el poder se va rotando entre los personajes del mismo partido o de los dos partidos principales sin que se produzca un cambio significativo en las políticas, especialmente en aquellas que se refieren a la naturaleza esencial de la economía nacional, al Banco Central, a las alianzas foráneas principales, a la seguridad nacional, y los principios básicos de la constitución. Es por ello difícil identificar los contornos del cambio a partir del éxito de un candidato republicano o demócrata en Estados Unidos. En gran medida, son las circunstancias político-económicas y las expectativas de los votantes, al final de un período concreto, las que determinan las acciones de su sucesor, dejando sólo un estrecho margen para la diferencia, sin que importe la afiliación del sucesor a un partido político.
En los «sistemas democráticos establecidos», los partidos y presidentes se suceden uno a otro en el poder dentro del marco de los principios básicos del sistema. En EEUU, la rivalidad entre los dos partidos principales tiene lugar dentro del establishment gobernante y, además, ya que las consideraciones estadísticas les obligan a competir por el centro del espectro de la opinión pública, la retórica y los programas de los candidatos rivales son a menudo muy parecidos. Poca sorpresa ha supuesto, por tanto, para sorpresa y consternación de sus seguidores liberales, que Hillary Clinton haya asumido repentinamente puntos de vista conservadores. No sólo no lamentó haber votado a favor de la guerra en Iraq cuando la cuestión llegó ante el Congreso, sino que ahora rechaza también descartar la prolongación de la opción militar en Iraq, del mismo modo que se niega a excluir la opción de la guerra contra Irán.
Hay países en los que las elecciones significan una elección entre dos mundos diferentes, es decir, que las votaciones pueden implicar cambios radicales tanto en la política interior como en la exterior. Se me vienen a la mente Ucrania y el Líbano. Pero son países que aún no han madurado en «sistemas democráticos establecidos».
Esto no quiere decir que la rotación pacífica del poder excluya la posibilidad de decisivos momentos políticos importantes en las democracias establecidas. El ascenso al poder de Lincoln, Roosevelt, Thatcher y Reagan, por ejemplo, sólo puede entenderse como un cambio radical en las políticas interior y exterior de EEUU y el Reino Unido, y se produjo como consecuencia de los resultados de las elecciones nacionales. Por otra parte, aquellos que suscriben la teoría anterior pueden proclamar que, incluso en esos ejemplos, los cambios eran un reflejo inevitable de fuerzas más amplias, como los cambios en la economía, los ciclos, la naturaleza de las fuerzas de producción y similares, como opuestos a los cambios en las personas y en los temperamentos individuales. Además, dichos ejemplos son relativamente raros, no más frecuentes que los cambios radicales de exigencias similares que se imponen sobre las dictaduras, ya tengan lugar estos cambios en la rotación del poder mediante reformas pacíficas o mediante golpes y medios no pacíficos.
La diferencia entre los ciudadanos de una democracia y los ciudadanos de un gobierno no democrático no está en su capacidad o falta de capacidad para cambiar la política sino más bien en sus derechos respectivos y en la naturaleza de su ciudadanía.
Mientras tanto, todos los indicadores señalan que EEUU se inclina irrevocablemente por la confrontación en la región árabe, una política compartida en grado diverso por sus aliados europeos y árabes y, desde luego, por Israel. Su objetivo es expurgar aspectos tales como la solidaridad árabe, la causa palestina e incluso el conflicto árabe-israelí, aislando y sitiando, con el acuerdo y el consenso nacional israelí, todo lo que representa ese «pasado», del que no ha se resuelto problema alguno.
Con el fin de la época de los neoconservadores, el lema de «extender la democracia» de la que esta camarilla hizo alarde se vino abajo, situando en su lugar a su menos engañoso compinche: «la lucha contra el terrorismo». El lema que de forma efectiva y flagrante ha usurpado el lugar de la «democracia» es el de «hegemonía estadounidense», lo que significa la imposición de una única forma de control que lo abarca todo respecto a la región mental y material situada entre la conservación de Israel y el Petróleo y las zonas adyacentes. A su vez, la caída de la «democracia» eliminó cualquier vestigio de vergüenza o malestar entre los neocon y neoliberales árabes cuyos regímenes, que ejercieron de sirvientes en los días de los neocon de Washington, se sienten ahora amenazados, si no predispuestos, por el chantaje del aliado número uno de EEUU. En efecto, incluso ha desaparecido ya hasta la más ligera compunción por alinearse con Israel (militarmente o no) en su confrontación contra otros árabes.
Dejando a un lado, sólo por el momento, los diversos detalles que gobiernan los humores y preocupaciones diarias de la gente, de los que se hace eco la prensa libanesa, es posible captar entre líneas una idea general en los diversos encuentros y declaraciones oficiales. Actualmente hay una bastante obvia: cuando se está atrapado en una política de confrontación regional como la que actualmente se está pergeñando, es difícil para quienes están en el punto de mira de esa política poder llegar a un acuerdo. Lo demás son minucias. Por supuesto, esto es un análisis, no un juicio de valores. En relación a esto último, la política de confrontación no es sino un crimen y una locura.
Si a los libaneses les dejaran tranquilos, no tendrían más alternativa que llegar a un acuerdo. Pero los primeros en rechazar esa valoración son las «facciones» libanesas y sus expertos. Les dirán que el acuerdo alrededor de su presidencia es un asunto regional e internacional. «Siempre ha sido así», dicen y, como prueba, señalan cuánto han agradecido siempre los esfuerzos árabes e internacionales. Sin embargo, a uno no le queda sino creer que si a los libaneses les dejasen hablar llegarían a una reconciliación, a pesar de la resolución 1559 de Naciones Unidas, de la cual todas las partes activas en Líbano se distanciaron en el momento que se emitió, con expresiones que iban de la oposición a la indiscutible condena.
Pero el panorama ha cambiado y aceptar esa resolución se ha convertido ahora en un requisito previo para poder comprometerse en cualquier negociación para la cuestión de la presidencia, gracias a la imposición de la política de confrontación regional, que somete a los actores a esta política como aliados en sus juegos domésticos de poder.
Según está la situación, se puede acabar en la siguiente predecible ecuación: EEUU está buscando una política de confrontación y anti-conciliación en la región; el consenso sobre la presidencia del Líbano (entre otras cosas, añadimos con cautela) es un asunto regional e internacional; y la reconciliación local es un improbable resultado de la confrontación regional.
Si eso es verdad, entonces ¿qué pasa con toda la discusión sobre el Líbano? No querríamos, desde luego, que los periódicos de allí cerraran, privando así a sus dueños de los ingresos que obtienen de las noticias, declaraciones oficiales y similares. Pero es posible que sea verdad lo siguiente: que, desde al retirada siria, EEUU considera los desarrollos en Líbano como un logro que trata de mantener. En este caso, no querría que un conflicto interno de resultados impredecibles pusiera en peligro ese logro y sí querría, por ello, animar a sus aliados allí para que lleguen a un acuerdo local, siempre y cuando el acuerdo se quede en ese terreno de lo local, en el sentido de anestesia local, es decir, aplicable únicamente al Líbano en cuanto que no altere su política global de confrontación regional.
Desde luego, el escenario mencionado presume que todo el poder para la toma de decisiones descansa sólo en las manos de Washington y que EEUU es capaz de hacer lo que le plazca cuando le plazca. Si esta presunción fuera correcta, uno tendría entonces que aceptar, en teoría, la posibilidad de un escenario tal. Pero incluso en ese caso, encontraríamos que EEUU considera la implementación de la Resolución 1559 como una preocupación internacional por la que merece luchar. En Líbano, no es la persona del presidente lo que cuenta sino la composición del gobierno que forme una vez que sea elegido y la posición de ese gobierno sobre la 1559. En efecto, la implementación de ésta fue el objetivo mismo por el que Israel había declarado oficialmente su guerra contra el Líbano. Y ni por asomo estaba interesado en el diálogo o concordia internos en el Líbano.
En última instancia, la cuestión es definitivamente política. La concordia nacional, como cualquier conciliación política en el mundo, depende de que las partes domésticas sean capaces de aplicar su voluntad independiente valorando de forma realista sus oportunidades para conseguir sus objetivos y, después, de su buena voluntad para comprometerse en evitar hostilidades de consecuencias imprevisibles. El consenso es sinónimo de teoría y práctica de realismo.
En otros frentes, Olmert ha declarado detalladamente ya su posición sobre las condiciones y limitaciones de un acuerdo. Utiliza aquella vieja táctica de la «prueba de la opinión pública»: deja que otros hagan el discurso. Hasta hace muy poco, Olmert ha estado jugando a ambos lados de la trinchera, con Lieberman del Partido Shas por un lado y con el Partido Laborista de Barak por otro. Entonces se dio cuenta que de Barak no estaba realmente al otro lado de la trinchera, por lo que intentó atraerle afanosamente para que le flanqueara por la derecha. Barak, por su parte, es consciente de que Netanyahu es su rival más poderoso y también cree que la Autoridad Palestina es demasiado débil para pronunciarse sobre las condiciones de Israel para llegar a un acuerdo.
Olmert no ha olvidado que Barak perdió su gobierno de coalición camino de Camp David y que el gobierno de Netanyahu cayó en el camino de regreso de Wye River. Olmert, por otra parte, logró recuperar algunos de sus apoyos y ganarse a los medios israelíes a favor de un «proceso de paz» y de la separación demográfica en general. Esto es lo que le hizo avanzar sobre Sharon, lo que, a su vez, aumentó más aún sus índices de popularidad.
Indudablemente, Olmert también tiene en mente que lo que hizo aumentar sus índices de popularidad no fue la paz o su voluntad de hacer concesiones sino más bien el «proceso» en sí. Así pues, desde su perspectiva, la mejor opción es mantener en marcha ese proceso sin hacer «concesiones». Desde luego, eso es imposible y de ahí que de vez en cuando tenga que ofrecer pequeñas propinas para fortalecer la posición del «socio palestino» dentro de la sociedad palestina.
Por tanto, lo único que se puede esperar del encuentro por la paz de Annapolis es que se fortalezca el proceso de paz. Hasta que esa reunión se produzca, el primer ministro israelí tiene sólo dos preocupaciones importantes. Tiene que haber perspectivas de algún tipo de declaración de entendimiento para no tener que enfrentar las consecuencias de un fracaso reverberante, pero no puede haber «concesiones» que puedan poner en peligro su coalición. Lo que comparten todos los partidos de esa coalición es la capacidad para apreciar de forma realista las posibilidades del encuentro de Annapolis. Y pueden esperar, con toda probabilidad, que el presidente estadounidense no va a presionar a Israel.
Por el lado palestino, cuando algunos dirigentes de Hamas declaran que las conversaciones con Fatah progresan, parecen equilibristas temblorosos en la cuerda floja. Y más importante aún, están subestimando de hecho la importancia de discutir con la oposición para la reunión de noviembre de Bush y dejando al margen la necesidad de discutir la conducta de la AP. El efecto final de esas declaraciones es hacer que Hamas parezca interesado en volver ante todo a un acuerdo para compartir el poder con Fatah.
Sin embargo, no es Fatah quien gobierna la AP en este momento sino más bien una determinada corriente política, cuyas principales personalidades provienen bien del exterior de Fatah o bien nunca habían ocupado posiciones claves en ese movimiento. La única razón por la que esta corriente se liberó de Hamas fue para tener libertad de acción y poder agotar su versión de un proceso de acuerdo acompañando a tanta fanfarria internacional. No tienen interés en volverse hacia Hamas, por lo que su respuesta a las declaraciones de Hamas es que no hay ningún progreso en esas conversaciones y que no habrá diálogo. Los partidarios de esta corriente son muy perseverantes e inquebrantables. Tienen un proyecto y están determinados a subordinar cualquier aspecto, como el diálogo, a la implementación de ese proyecto y a lo que esperan obtener de su puesta en práctica.
Hay indudablemente muchos miembros de Fatah que no tienen objeción alguna en hablar con Hamas. Hay también muchos que se oponen a la forma en que la presidencia de la AP está manejando las cosas. Quizá serían éstos con los que hablaría la gente de Hamas, sin hacer declaraciones de estar hablando en general con Fatah y de una forma que establezca un campo común donde empezar a construir para poder desarrollar un programa político. Seguramente esa es la única vía para impedir, por un lado, la imposición a los palestinos de un mapa político que ponga de relieve un acuerdo injusto, y por otro, un proyecto egocéntrico de la AP, sin ninguna oposición politizada con una visión política viable en medio.
Enlace texto original en inglés:
http://weekly.ahram.org.eg/2007/867/op1.htm