Hablo con cierta frecuencia del «abuso mental» que desde las religiones se ejerce sobre los menores de edad. Varias personas, algunas de ellas próximas ideológicamente, me han reprochado el cargar las tintas en exceso, el exagerar; eso me ha llevado a dudar y a volver a reflexionar sobre el asunto, e incluso a escribir un libro de próxima aparición. Ahora que comienza un nuevo curso, quiero resumir aquí en qué creo que consiste ese tipo de abuso, que en mi opinión suele perpetrarse tanto en la catequesis parroquial (sobre todo en la preparación de la primera comunión) como en la catequesis escolar (es decir, en las clases de religión), además de en la familia. Recordemos que toda la instrucción católica se fundamenta en el Catecismo de la Iglesia, que contiene, actualizada, la doctrina de ésta, y que por ello es una referencia principal para lo que sigue.
En estos contextos religiosos, abusar mentalmente de un menor de edad consiste en aprovecharse, desde una posición de autoridad y poder, de su vulnerabilidad –debida a la etapa temprana de su desarrollo– para inducirlo a aceptar acríticamente ciertas creencias (palmariamente erróneas, a menudo absurdas) sobre el mundo y la existencia, y, en base a estas, coaccionarlo para que lleve a cabo determinados tipos de conductas y rechace otros. El abuso se realiza por tanto, según mi punto de vista, mediante la transmisión a los menores de graves engaños de diversa índole que pueden perjudicar en mayor o menor grado su desarrollo intelectual, afectivo, social y moral, lo que además puede tener una repercusión negativa sobre la sociedad. Además, usualmente hay un abuso complementario mediante el acoso a la intimidad de sus conciencias.
En mi opinión, los principales componentes –algunos, entrelazados– del abuso mental religioso sobre la infancia son los siguientes:
• Engaño intelectual. Según lo que conocemos gracias a los avances científicos y a la mera racionalidad, se engaña gravemente a los niños acerca de cómo es la realidad: de lo que existe y no existe, de cómo funciona el mundo, y de la propia identidad y expectativas vitales. De especial relevancia es que se hace creer a los menores que hay un Dios-Creador al que deben su propia existencia y que, por esa razón, es su dueño y señor. No olvidemos que el creacionismo, contrario al evolucionismo, está totalmente desacreditado por anticientífico.
También hay engaños cuando se afirma la existencia de más entes sobrenaturales (ángeles y otros seres celestiales, infernales o purgatoriales) que, además, intervienen en el mundo real y llevan a cabo milagros (opuestos radicalmente a la ciencia). Y un engaño clave es el que se refiere a la existencia de las almas inmateriales e inmortales, que nos permiten una vida celestial (o infernal) después de la muerte del cuerpo.
• Actividades supersticiosas y mágicas. Se hace creer que podemos controlar hasta cierto punto a los seres de ultratumba (Dios, ángeles, santos, la Virgen), o ganarnos el favor de sus poderes sobrenaturales, mediante palabras, acciones, o participación en ritos (misas…) dirigidos a ellos, o con gestos de cariz mágico (como el santiguarse). Piénsese en los rezos o plegarias, desde el Padrenuestro o el Ave María, hasta los específicos infantiles como el «Jesusito de mi vida…» o el «Cuatro ángeles tiene mi cama…», que tendrían efectos beneficiosos en el mundo real (mediante la concesión de los mencionados milagros). La enorme confusión de relaciones causa-efecto es la base de la superstición y la pseudociencia.
• “Pensamiento” dogmático. Se enseña a los niños un modo dogmático de acceder al conocimiento, por el que deben creer lo que les dicen unas personas con autoridad o unos libros sagrados, sin prueba alguna, e incluso contra todo tipo de evidencias. Este “pensamiento” y este modo de adquirir conocimientos se opone a la racionalidad, la duda, la objetividad, el pensamiento crítico, y la exigencia de pruebas, característicos de la ciencia, que van parejos a la posibilidad de profundización o rectificación de los conocimientos adquiridos. Con todo ello crece el peligro de que se incentive el fanatismo integrista y el fundamentalismo.
• Moralidad heterónoma. Se imponen unas normas morales que se supone que provienen de Dios, y están dictadas por unas autoridades personales o unos textos sagrados, eliminando la posibilidad de la autonomía moral. No hace falta leer a Kant para entender que ir contra esta autonomía equivale a negar la libertad personal y es un atentado contra la dignidad humana.
En consecuencia, se enseña a responder en sociedad ante Dios más que ante los demás (por ejemplo, cuando se jura un cargo).
• Normas morales contra derechos fundamentales. Las normas morales que trata de imponer la religión, en buena parte van contra los derechos humanos, sobre todo los de las mujeres, homosexuales, y otras personas LGTBI. Es pues una moralidad machista, homófoba y LGTBIfoba,… que lleva a negar derechos y libertades fundamentales, como el disponer libremente del propio cuerpo y de la propia vida, y el respetar estos derechos de los demás. Hay un rechazo explícito del derecho al aborto, a la eutanasia, a los anticonceptivos, a la homosexualidad y a otras formas de sexualidad (al sexo libre).
• Ejemplaridad anómala. Se le presenta a la infancia, como modelos de rectos comportamientos, los de personajes reales o ficticios que ejemplifican valores religiosos a menudo contrarios a la libertad de conciencia y a la dignidad humana. Baste como ejemplo (especialmente nocivo para las niñas) el de la «Virgen María», modelo de docilidad y sumisión a la autoridad religiosa, a entes ultramundanos y a los varones, y de renuncia, extrema hasta el absurdo, a los goces sexuales y a sus intereses personales. Repárese también en los más de 1.500 nuevos beatos proclamados por el papa Francisco y predecesores por ser «mártires de la guerra civil española», todos, curiosamente, del bando fascista.
En un ámbito más próximo, se consideran personas ejemplares cotidianas las autoridades de la Iglesia (desde curas hasta el papa), todas ellas varones (lo que refuerza un modelo machista de sociedad y conducta), y las o los catequistas, subordinados a ellos. Además, el conocido dicho «haz lo que yo diga pero no lo que yo haga» suele aplicarse con especial acierto para describir la frecuente hipocresía de la casta sacerdotal y de los beatos, una “virtud” que quizás no se enseñe formalmente, pero que parece que se aprende con facilidad.
• Supremacismo machista. La moralidad y la mencionada «ejemplaridad» religiosa incluyen estereotipos machistas de género que perjudican a los dos sexos, al verse ambos apremiados a satisfacer ciertas expectativas muy limitantes y frustrantes (chicos duros, mujeres dóciles…). Pero dañan, sobre todo, a las mujeres, homosexuales y otros LGTBI, pues se pretende que se consideren inferiores a los hombres heterosexuales; estos se creen, en consonancia, superiores y merecedores de privilegios. Este supremacismo puede llegar a favorecer reacciones violentas por parte de los segundos cuando ven peligrar su superioridad y privilegios sobre las primeras. En otras palabras, todo ello puede servir para justificar o promover la violencia machista, así como la vicaria sobre los menores.
El supremacismo machista de la Iglesia católica y otras organizaciones religiosas es tan extremo que para formar parte de la jerarquía es imprescindible tener pene. Al margen de que no entiendo que esa discriminación sea legal –y tolerada social y políticamente–, me parece abominable que líderes y gobiernos que alardean de feministas le mantengan a tan hipermachistas entidades extraordinarias prerrogativas educativas.
• Ideología (ultra)derechista. Cabe añadir que, desde el punto de vista político, la religión suele educar en un tipo de valores (los mencionados y otros relacionados) defendidos por la derecha extrema, de modo que cabe esperar que se incentive un apego por esta ideología política (por descontado, no tanto como en el franquismo), lo cual creo que tiene repercusiones sociales, en mi opinión muy negativas. No olvidemos la complicidad total y criminal de la Iglesia católica española con el franquismo (y el apoyo actual a la derecha ultramontana); los desorbitados privilegios de la Iglesia en España demuestran que siguen existiendo gravísimas secuelas económicas, políticas, y educativas (las aquí denunciadas) del nacionalcatolicismo franquista. No habrá verdadera «memoria democrática» mientras no se extingan.
Juan Antonio Aguilera Mochón es miembro de la Junta Directiva de Europa Laica.
[Continuará con una segunda parte]