El 27 de septiembre de 1975 el franquismo fusiló a cinco personas tras cuatro consejos de guerra sumarísimos, dos en Madrid, uno en Burgos y otro en Barcelona. Son las últimas ejecuciones de la dictadura, ya que dos meses después Franco murió en una cama, entubado de pies a cabeza, pero intacta su frialdad y crueldad para aniquilar al adversario.
Decrépito y agonizante, al tirano le quedaron fuerzas hasta el final para matar, perseguir, torturar o encarcelar a los enemigos del régimen, cada vez más y cada vez más fuertes, ya imparables en la lucha contra una dictadura a la que tenían contra las cuerdas a pesar de los billy el niño, los conesas, la dgs y la político social. “Franco murió en la cama, pero mucha gente se olvida que su brazo derecho [Carrero Blanco] no murió en la cama, y eso fue muy, muy importante, porque sembró de hiel a nuestros enemigos y les hizo replantearse el postfranquismo”. Son palabras de Manuel Blanco Chivite, condenado a muerte en el primero de aquellos consejos de guerra y posteriormente indultado. Chivite está sentado junto al entrevistado, Pablo Mayoral, su amigo desde hace décadas, compañero del FRAP y condenados los dos en el mismo consejo de guerra.
Antes de comenzar la entrevista con Pablo Mayoral, interviene Blanco Chivite; estamos en la sede de Ediciones El Garaje, una editorial comprometida, “tocapelotas”, que no para de publicar libros de ensayo o novela, y venderlos; entre cuyos socios están los dos amigos. “En las cárceles había cerca de 1.400 presos políticos; pero en busca y captura o en libertad provisional o pendiente de juicio, pues así había hasta 14.000. Estamos hablando de una situación generalizada que estaba en la calle. Otra cosa es que ahora se quiera tapar”. Sigue: “Estamos en un momento, el tardofranquismo, que se caracteriza por el activismo social, por las protestas, por las huelgas, por los continuos estados de excepción y por una gran represión a tiros. En el año 75, la policía y la guardia civil mataron a cuarenta personas”, concluye.
Hablamos con Pablo Mayoral (Madrid, 1951) de esa parte de nuestra historia todavía mal contada que él conoció muy bien, de su militancia, de su activismo en contra de un régimen caduco, de los fusilamientos del 27 de septiembre de 1975 en los que se ejecutó a compañeros, a José Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz, militantes del FRAP, y a Juan Paredes Manot (Txiki) y Ángel Otaegi, de ETA.
¿Cómo recuerda el 28 de septiembre de 1975, el día siguiente?
Un día bastante duro. Había dos sentimientos. Por un lado, estábamos conviviendo con tres compañeros que habían salvado la vida, pero nos faltaban otros tres. Era una realidad bastante contradictoria en ese sentido, aunque, sobre todo, era la ausencia, la falta de los militantes con los que habías pasado bastante tiempo en la cárcel. Muy terrible; muy, muy terrible; una situación muy dura y dolorosa.
¿Han sabido por qué se conmutó la pena a unos sí, y a otros, no?
Hay que empezar preguntándose por qué ejecutaron a esas cinco personas, por la elección de las víctimas entre los miles de detenidos del momento. Es verdad que estábamos en un momento en el que había bastante contestación al franquismo, que en algunos casos era armada y se iba ampliando o extendiendo, porque había ataques a las fuerzas represivas en Madrid, en Valencia, en Sevilla, en Galicia, aparte de Euskadi; y ahí el régimen hizo un intento de contestación rápida. Porque, si los consejos de guerra que hubo en el año 70 o en el 71 se demoraron bastante, en nuestro caso se articularon a toda velocidad, en apenas un mes. Entre la detención de algunos de nosotros, los consejos de guerra y las ejecuciones del 27 de septiembre había pasado solamente un mes.
¿Un mes?
Sí; para algunos compañeros solo pasó un mes entre la detención y la ejecución. Toda la operación se articuló desde el régimen, los cuatro consejos de guerra, dos en Madrid, uno en Burgos y otro en Barcelona; se encausó a trece personas, se dictaron once penas de muerte y se ejecutaron cinco. El plan estaba preestablecido. Quién, cómo y cuándo se decidió es lo que deberíamos conocer por una cuestión histórica; deberíamos haberlo sabido y de primera mano por los que lo hicieron, porque nosotros fuimos las víctimas, y apenas contamos con elementos de juicio para investigar todo aquello y cómo pasó. Lo que está claro, lo que tenemos, es la articulación de cuatro consejos de guerra en pocos días, trece personas escogidas entre los miles que había detenidos en aquellos momentos; de esas trece personas, once penas de muerte; y de ésas once penas de muerte, cinco ejecutadas.
Me está diciendo que no ha sabido la razón por la que se conmutó la pena a unos y a otros, no.
Hay que ver cómo se produjeron todas esas circunstancias. En el primer consejo de guerra [26 de agosto de 1975], en el que estábamos nosotros [Mayoral, Blanco Chivite, Vladimiro Fernández, Humberto Baena y Fernando Sierra], hubo una primera sesión que, ante las protestas de nuestros abogados, se suspendió durante dos horas y luego volvió a comenzar. Cada uno teníamos a dos policías armados a nuestra espalda, y nosotros, esposados. Esa misma tarde concluyó el juicio, y a la mañana siguiente, hicieron el paripé de llevarnos otra vez; nos dieron las sentencias, que fueron tres penas de muerte, la de Manolo, la de Vladimiro y la de Humberto; para mí, 30 años y para Fernando, 25.
¿Cómo fue la relación con sus abogados?
En el primer consejo de guerra por lo menos tuvimos unos días para conocernos y para que ellos supieran. Conocimos a nuestros abogados, nos lo había puesto la familia, después de treinta días de aislamiento. Pero en el segundo consejo de guerra [18 de septiembre de 1975] fue peor, porque les dieron doce horas; a las siete de la tarde les dijeron a los abogados: “Esta es la acusación y estos son condenados”; y en ese momento, a las siete de la tarde, tuvieron que ir a la cárcel para conocerlos porque el consejo comenzaba al día siguiente. Los abogados tuvieron la documentación para un consejo de guerra que pedía cinco penas de muerte a las siete de la tarde, y el consejo de guerra empezaba a las nueve de la mañana del día siguiente. En ese segundo consejo, se expulsó de la sala a los cinco abogados a punta de pistola por decir que no habían tenido tiempo para preparar el juicio; luego expulsaron a los cinco abogados suplentes; finalmente, nuestros compañeros y compañeras estuvieron defendidos por cinco militares que ni siquiera eran abogados.
¿Fueron consejos de guerra y no juicio penal, porque eran delitos de terrorismo?
No. En el primer consejo de guerra, la palabra “terrorismo” no aparece en ningún momento. Se nos aplica el código militar por agresión a fuerza armada; concretamente, “por insulto de obra a fuerza armada”. Esa era la acusación y se nos aplica el código de justicia militar. De alguna manera, nos estaban poniendo a su nivel, es decir, de fuerza armada a fuerza armada. Lo que no aparece nunca es la palabra terrorismo. El consejo de guerra de Barcelona, donde se condena a muerte a Txiki, era, en principio, por un atraco a un banco en el que murió un policía; en realidad, era un atraco de los cientos que había en esos tiempos. La cuestión es, ¿por qué se encadenan esos cuatro consejos de guerra? En Madrid, en Burgos, en Barcelona. Porque en aquella época, en el 75, hubo muchas acciones armadas, muchos detenidos. Pero, por qué esos consejos se hacen en Madrid, en Barcelona, en Burgos y por qué se selecciona a las personas que son detenidas y se juzgan, eso todavía no lo sabemos. Y por qué se condena a muerte a Otaegi, un militante anónimo al que no le pueden acusar de nada; o, por qué cogen a Txiki, en Barcelona. Pues no lo sabemos. Lo que sí se sabe a ciencia cierta es que hubo unas instrucciones muy precisas, y que los resultados, las sentencias, no emanaron de los propios consejos de guerra, sino de una entidad superior. Que ya estaba todo decidido; y que la situación con la que nos encontramos fue la de penas de muerte.
En su caso, ¿cuál es esa situación?
La situación es una pena de muerte o de treinta años. Me detienen a finales de julio y en septiembre estoy condenado a treinta años. En todo ese proceso hay que tener en cuenta ocho días de torturas en la DGS [Dirección General de Seguridad, situada en la Puerta del Sol, en Madrid]; cuarenta días aislado en la cárcel de Carabanchel; un consejo de guerra y las posteriores sentencias. Estamos hablando de una cosa articulada. Se pone en marcha una máquina en la que intervienen gobernadores civiles, periodistas, los directores de los periódicos tienen unas instrucciones precisas y concretas, así se articula todo. Es lo que se tiene una dictadura engrasada y puesta en marcha de manera concreta y precisa.
He comenzado preguntando por el día después del 27 de septiembre. Ahora háblenos de ese día.
Trajeron como cien camionetas encargadas de sacar a nuestros camaradas de la cárcel de Carabanchel esa noche. Y eso no está dicho.
¿Para llevarlos al lugar de la ejecución?
Claro, claro. A nuestros camaradas les sacaron por la noche para llevarlos a Hoyo de Manzanares, y había por lo menos cien autobuses de esos suyos, con policías, guardias. Había un autocar solamente para los de la brigada político social, que estaban todos medio borrachos; lo cuenta así el párroco de Hoyo de Manzanares. Pero de todo eso no hay ni siquiera una imagen gráfica. Imagínate eso en Carabanchel, doscientas personas custodiando a tres personas que iban a ser asesinadas en Hoyo de Manzanares.
Cuesta mucho imaginar eso.
Pues es lo que nosotros estamos diciendo. El cuartel del Goloso está ahí. Se puede ir. No sé si la sala de procesos en la que estuvimos seguirá existiendo, pero, por lo menos, debería existir una curiosidad por conocerlo. Ni siquiera eso se ha hecho. Lo que quiero decir es que de aquello que fue tan cruel, ni siquiera hay una imagen. Hay retazos, como el párroco de Hoyo de Manzanares, que estaba espeluznado. El lugar en el que los mataron es ahora un polígono de tiro; tampoco en ese sitio hay un recuerdo, algo que indique que allí fueron fusilados los últimos ejecutados del franquismo.
¿Ustedes se imaginaban este desenlace, una condena a la pena capital por su actividad militante?
Había habido un antecedente, el asesinato de Puig Antich, en marzo del 74. La situación entonces era así, había una pareja de policías armados en todos los andenes del metro, y a los jóvenes se nos miraba la bolsa o lo que lleváramos. Uno de los fusilados, Humberto Baena Alonso, tuvo que escapar de Galicia porque había ido a poner una esquela en el periódico por la muerte de un obrero de Fenosa. Tuvo que dejar su Vigo natal y venirse con su compañera; y a su compañera la detuvieron porque iba a hacer una pintada al cuartel de la legión de Atocha. José Luis Sánchez Bravo, lo mismo; tuvo que escapar de Vigo y venir a Madrid; llevaba dos años clandestino estudiando en la universidad. La represión era brutal. De alguna manera, nosotros sí pensamos que estábamos luchando contra una dictadura criminal, contra una dictadura sangrienta que había sido capaz de matar a un compañero nuestro, a Cipriano Martos en Reus, haciéndole ingerir una botella de ácido sulfúrico. Claro que conocíamos todo eso y lo teníamos presente, porque nos afectaba a nosotros mismos, a nuestros amigos, a nuestros compañeros y a nuestra relación inmediata. Y en esas condiciones, era como luchábamos. Sabíamos todo lo que nos podía pasar. Todos los días había detenciones del FRAP; en Madrid, en Sevilla, Huesca, en Valencia, en Galicia, en Asturias.
¿Qué recuerda de su detención?
Nosotros estábamos en permanente persecución. Unos meses antes me había ido a la clandestinidad porque noté que me seguían; entonces abandoné la casa en la que estaba, abandoné el trabajo que tenía.
¿Cómo era lo de irse a la clandestinidad?
Dejabas el trabajo, dejabas la casa en la que estabas viviendo y tratabas de no usar el DNI para nada. Había que buscar trabajos en los que no te pidieran el carné de identidad. En mi caso fueron solo dos meses en los que sobreviví con los ahorros.
¿Pensaba que le podrían detener?
No, la verdad es que nunca lo piensas; tomas las medidas adecuadas. Gracias a esas medidas detectamos la persecución; escapamos de la casa en la que estábamos y de alguna manera piensas que ya has cortado el peligro. Pero tenían localizada la casa y un día, saliendo del portal me detuvieron y directamente me llevaron a la DGS, y me empezaron a golpear, y directamente me dijeron que yo era uno de los responsables de la muerte de un policía unos días antes. En realidad, yo era el responsable de propaganda de Madrid; tenía la responsabilidad de propaganda de cuatro aparatos de propaganda que estaban diseminados en distintos puntos en los que reproducíamos las octavillas y demás.
Cuando se habla de la clandestinidad en los tiempos de la dictadura suele aparecer una multicopista.
Era la base de nuestra actividad. La propaganda era con lo que nos movíamos y pretendíamos generalizar la resistencia al franquismo. Pero tener un aparato de propaganda, una imprenta pequeñita, era duro. A nosotros nos detuvieron, nos quitaron bastantes. En el año 72 nos quitaron un aparato de propaganda muy bien montado. Montar eso era muy complicado porque hace mucho ruido, te tenías que aislar mucho, tenías que tener materiales y todas las empresas de multicopistas estaban vigiladas por la policía. Ellos sabían quién compraba una multicopista y si estaba en la empresa que la había comprado. El control era acojonante. Lo que hacíamos era robar tinta en la universidad, pero es que los propios clichés también estaban controlados, los teníamos que conseguir con ciertas medidas de seguridad. Y la tinta o los folios, si comprabas más de los habituales, podías llamar la atención; todo eso era crítico, por ahí te podían detectar, te podían seguir. La situación de clandestinidad era dura, lo que pasa es que nosotros, el FRAP, al final decidimos hacer acciones más contundentes. Por ejemplo, al final de los comandos quemaron los concesionarios de coches, pero no hubo tantas acciones de este tipo.
Seguimos con su detención. Llega a la DGS, ¿les leían sus derechos, les informaban de algo?
¡No! [se ríe]. Ya cuando entrabas, te decían: “Que sepas que no te hemos registrado, o sea, que te podemos tener aquí todo el tiempo que queramos”. Estábamos secuestrados más que detenidos. No figurábamos en ningún registro. De hecho, Viky, Victoria Sánchez Bravo, cuando estaba buscando a su hermano porque no daba con él, fue a la Dirección General de Seguridad y le dijeron que no estaba. Y claro que estaba allí; le estaban torturando, además con la picana eléctrica. Pero su nombre no estaba en el registro.
Han hablado de que pasaron ocho días en la DGS, cuando la ley dice que tienen que ser 72 horas.
[Risas] Eso era una formalidad que no se daba, otra tontería. Nosotros estuvimos una semana allí, torturándonos; y luego cuarenta días en las celdas de aislamiento en [la cárcel de] Carabanchel.
Y durante todo ese tiempo, ¿sin un abogado?
No, no, no tuvimos abogado. La primera vez que vi a mi abogado, que era un compañero de mi hermano que ni siquiera era penalista, fue a los veinte días de la detención, muy poquito antes del juicio, hasta tal punto que cuando llegó un día y me dijo “te piden la pena de muerte”, pues no pensé nada, yo estaba más contento que la hostia, porque era la primera cara amiga que veía en un montón de tiempo. Era todo así. La compañera de Humberto Baena Alonso estaba detenida en Yeserías, y la sacaron para volver a detenerla en la puerta de la cárcel y llevarla otra vez a la DGS para otro interrogatorio.
¿Pasaban miedo?
Sí, bastante. El régimen era un régimen de terror. Lo que intentaban era aterrorizarte. También en Carabanchel volvieron a interrogarnos; llegaron a las doce de la noche, nos sacaron de las celdas y con la amenaza de sacarnos de la cárcel para volver a la DGS y a otro interrogatorio de los que allí se hacían. Y tú sabías que eso se podía dar porque te habían quitado todos tus derechos. Estábamos en celdas sin poder comunicarnos con nadie, sin cepillo de dientes, sin reloj, sin saber cómo pasaban las horas, sin salir al patio, no tenías luz; estabas sin un puto derecho, que si llega un guardia civil y te dice “mañana te vamos a llevar al cuartelillo”, pues me llevarán. Porque te cogían, te esposaban, y nadie sabía lo que te estaba pasando.
Cómo empezó su compromiso político.
En mi caso, que no tenía un antecedente familiar de lucha antifranquista, fue sobre todo la rebeldía de la juventud. Con 18 años estaba en la Universidad de Sevilla, en la Laboral, con una beca de esas que daban; y hubo una asamblea en la un cura nos trató de convencer de que Enrique Ruano se había suicidado, y nos leyó unas cartas.
Usted sabía quién era Enrique Ruano.
Qué va. Llegó este cura que se puso a hablar de sus tendencias suicidas y que por eso se había tirado por la ventana. Así fue. Eso fue un choque para mí. Luego van surgiendo compañeros que sí que estaban algo en la lucha, y empezamos a hablar. A partir de ahí me fui juntando con otros; fue la rebeldía de un joven de una barriada obrera de San Blas [distrito de Madrid].
¿Cómo recuerda esos tiempos de militancia?
Felices por muchas cosas, tu primera casa, todo eso, porque lo que es la juventud siempre es agradable. Pero por otro lado también dices “igual no me atrevería a hacer ahora las cosas que hacía entonces”. Es esa mezcla. Recuerdo haber ido a París y vivir por primera vez una situación de libertad, y luego volver, que fue como una sensación de depresión profunda. Tenía veintiún años, y fui allí para una reunión con la dirección del partido. Esa sensación de poder hablar, de estar con un compañero, de irte a cenar con él sin tener que estar pendiente de ser oído, de si alguien te escuchaba; y de pronto pasar la frontera y volver a meterte en un túnel de la hostia. Los trenes que iban a Francia estaban controlados por la brigada central de la político social, por Roberto Conesa. La brigadilla iba dentro del tren. Ellos sabían que los partidos, como el PTE o la ORT, tenían parte en el interior y parte en el exterior; ellos sabían que reuniones, congresos, asambleas todo eso se hacían fuera. Siempre he pensado que me ficharon en ese viaje. Estamos hablando de una dictadura que tenía muchísimos medios para la represión política, el aparato era muy eficaz. Pero eran burdos, mataban a gente y, claro, eso tenía una reacción. De hecho, en el 75 muchas organizaciones pensaban que ya no había otra forma de luchar contra la dictadura que enfrentarse directamente contra ella; mientras esa lucha estuvo localizada en el País Vaco, con ETA, el régimen creyó que lo tenía controlado; pero cuando estalló en Madrid, en Barcelona, en Valencia, en Sevilla, en Galicia o en Canarias, se plantearon que se les estaba yendo de las manos. Muchos habían estado con la CIA, habían estado preparados, alguno venía hasta de la GESTAPO, como Melitón Manzanas [primera víctima de ETA], que fue un policía famoso como torturador. Pero se les iba de las manos.