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Heces mentales

Fuentes: Rebelión

Jamás estaré en contra de quienes no les gustan las corridas de toros, incluso de los que abominan de ellas; al fin y al cabo, ir o no a los toros es un ejercicio de libertad que cada cual debería poder ejercer a su manera. Sin embargo, los que quieren coartar esa libertad a los […]

Jamás estaré en contra de quienes no les gustan las corridas de toros, incluso de los que abominan de ellas; al fin y al cabo, ir o no a los toros es un ejercicio de libertad que cada cual debería poder ejercer a su manera. Sin embargo, los que quieren coartar esa libertad a los aficionados al toreo, los que difaman la Fiesta, los que mienten sobre ella a pesar de su desconocimiento de la misma, los que tratan de engañar a la gente predisponiéndola en su contra a fin de acabar con ella, siempre me tendrán enfrente y presto a combatirles con las armas de la razón y el conocimiento. Más aún si pertenecen a ese creciente fanatismo religioso llamado «animalismo», que encuentra campo abonado en el infantilismo e hipocresía de nuestra sociedad actual, tan modosita, tan babosa y tan apegada a lo «políticamente correcto».

El Animalismo es un fundamentalismo religioso -y como tal peligroso-, de origen anglosajón, que, con el pretexto de elevar las especies animales -las que creen convenientes- a la condición humana, no pretende en el fondo sino degradar al hombre a nivel de las bestias. Desentendiéndose de la lucha contra la desaparición de las especies animales como un todo, que es lo que compete a la ecología, el animalismo cae en la incoherencia de pretender salvaguardar la existencia de cada individuo de dichas especies, para lo cual debe incurrir en la beatería de imaginar un idílico paraíso de cartón piedra, diseñado por la factoría Disney, donde el hermano lobo y la hermana oveja deben convivir en franciscana y beatífica armonía, ignorantes del papel que la cadena trófica asignó a cada uno. Desde luego, pretender salvar la especie «zorro» y preocuparse de la suerte individual de las gallinas, es un despropósito indigno de cualquier racionalidad.

Común a los fundamentalismos de distinto cuño es pretender convertir sus creencias -que no ideas- en un dogma de fe, cuya confrontación con la realidad prohíbe o niega los hechos que sean contrarios a la «autoridad» de las correspondientes «Sagradas Escrituras». Según tal dogma, la realidad debe subordinarse a la creencia, y como no es infrecuente que el mundo real se muestre reacio a avenirse con tal subordinación, el fundamentalismo de turno suele resolver el problema fabricando una realidad mutilada a la medida de sus intereses; una realidad de la que niega o hace desaparecer todo aquello que estorba a sus propósitos, conservando tan sólo lo que le es propicio.

Aplicando tal modelo a las corridas de toros, el animalismo pretende hacer pasar por inofensiva víctima a un animal -el toro de lidia- que, como fruto de la selección cultural llevada a cabo durante siglos por los ganaderos, es un poderoso guerrero, extremadamente peligroso y temible en el combate cara a cara. Por ello, el torero, lejos de ser un cobarde como también tratan de pintarlo los animalistas, es un hombre con el acopio de valor necesario -la mayoría no lo tiene- para enfrentarse a un toro bravo sin más armas que un trozo de tela y una espada, y más aún, para hacer desaparecer cualquier sensación de lucha a muerte revistiéndola con un ropaje artístico y estético, que es lo que van a disfrutar los espectadores, que es lo que pretende sentir el torero, y que es lo que ha transformado el toreo en un arte de singular belleza para todos aquellos que tenemos sensibilidad -empleo el término con toda intención- para gozar de él.

Por otro lado, es un hecho que el ascendiente del toro de lidia actual, el uro, que campaba por toda Europa, desde la Península Ibérica a los Urales, desapareció del mapa excepto en aquellos lugares donde el toreo cuajó. Es un hecho, también, que el toro de lidia actual existe porque existe la fiesta de los toros. Sin ésta, el ganado bravo desparecería o quedaría reducido a una minúscula «reserva india», que, para cualquier ecologista serio, sería inaceptable por la catástrofe ecológica que supondría. Y aquí es donde se ponen de manifiesto con mayor crudeza las contradicciones que enfrentan al verdadero ecologismo con el fundamentalismo animalista. Pero hablemos con datos en la mano:

Existen en nuestro país 500.000 ha. de dehesa dedicadas a la cría del toro de lidia, lo que supone el 1% de la superficie de España.

En ella viven, en régimen extensivo que asigna algo más de 1 ha. por animal, unas 275.000 cabezas de ganado.

Ni en la temporada de mayor número de festejos, la cifra de reses lidiadas ha alcanzado la de 13.750 ejemplares.

Esto quiere decir que en la lidia muere anualmente menos del 5% de las reses que se crían, viven y se desarrollan en el hábitat privilegiado de la dehesa.

Supongamos ahora que se abole la fiesta de los toros y que, atendiendo a las demandas animalistas y pseudoecologistas se dejan, para su preservación, un determinado número de cabezas viviendo en el mismo biotopo convertido ahora en parque natural.

¿Cuántas cabezas se conservarían?… Siendo, más que optimistas, ilusos, este número no superaría nunca el de 13.750. (Entre otras razones, porque ¿para qué más? Y si hemos de tener en cuenta lo especializado de su manejo, lo complicado del mismo y la profesionalidad que requiere, en todo caso sería ésta una cifra inalcanzable por el elevado costo de su mantenimiento).

Pero, incluso aceptando dicho número, esto supondría una inversión de la situación actual; esto es: sobrevivirían el mismo número de reses que hoy se matan anualmente en las plazas, y sucumbirían en los mataderos… ¡más de 260.000 ejemplares!

Esta masacre llevaría aparejada la reducción de hectáreas dedicadas a dehesa, ya que conservando la misma proporción actual de 1,8 ha. por cabeza, el mantenimiento de 13.750 reses conservaría, redondeando por exceso, unas 25.000 ha. de terreno (superficie mayor que la mayoría de los Parques Nacionales, incluido Doñana). Esto significa que se perderían, o habría que reconvertir, 475.000 ha. de ese ecosistema paradisiaco llamado «dehesa» y que, actualmente, mantiene tan gran extensión gracias a que existen las corridas de toros.

Resumiendo: la desaparición de 260.000 reses acompañado de las 475.000 ha. de terreno ecológico que sería reconvertido -y sin contar con el perjuicio que ello causaría a otras especies como el lince, el jabalí, el buitre, etc., que vive en este entorno-, supondría la catástrofe ecológica más tremenda que habría sufrido nuestro país en siglos. Catástrofe que, sin lugar a dudas, echaría a la calle en manifestación de protesta a todas las fuerzas ecológicas del planeta, si no fuera porque la fiesta de los toros está de por medio, y muchos ecologistas, tirando piedras contra su propio tejado y contaminados por la aberración animalista que nos asola, piden su abolición; es decir: luchan porque esta catástrofe ecológica se produzca.

El animalismo, con su intolerancia, suele solventar este problema poniendo de manifiesto uno de los rasgos que caracteriza a todo fanatismo: realizar actos o proponer medidas que van en contra de la causa que dicen defender. Así, diciendo actuar en defensa de los toros, llega a confesar que prefiere la desaparición de esta variedad biológica con tal de que las corridas sean abolidas definitivamente para no ver «sufrir» en ellas al animal. Propuesta que se me antoja una atrocidad semejante a la que pretendiera eliminar la pobreza aniquilando a todos los pobres del mundo.

Sin embargo, lo insufrible, lo que más me revuelve las tripas de todos estos «defensores» de los animales, es cuando tratan de equiparar situaciones humanas y animales para que «comprendamos» lo que padecen éstos últimos. Buscar un paralelismo entre el miedo que sienten un grupo de prisioneros y el temor que pudieran experimentar los toros de lidia en los corrales de una plaza, o identificar los veinte minutos de combate de cada toro en la arena con veinte minutos de torturas de la DINA a los presos de Chile, o comparar la faena de un torero ante un animal de media tonelada que puede matarlo con el martirio de un cachorro de perro, como hacen sin el menor escrúpulo los autores del artículo ‘Tauromaquia: cultura y heces’ aparecido en Rebelión, no sólo es de una bajeza moral incalificable por cuanto tal comparación supone un insulto a todas las personas que sufren o han sufrido situaciones semejantes, sino que es pura y llanamente falso.

El animalismo, en general, y dichos autores, en particular, parten de un error radical e inadmisible: que el sufrimiento del hombre es comparable al de cualquier otro animal. Como si la idea de la muerte que tenemos los humanos -origen de nuestra angustia-; es más, como si cualquier «idea» -fruto, no olvidemos, del entendimiento, del conocimiento intelectual-, tuviera parangón en el resto del reino animal. Que el toro, el tigre o el canguro posean un instinto de conservación que les haga ponerse en guardia para su defensa -como los toros de la imagen del mencionado artículo- o prepararse para la huida, en nada se parece a la conciencia que el hombre toma de su situación de indefensión y el padecimiento intelectual que ésta le produce. Por mucho que los animalistas quieran sostener esa «igualdad» entre las demás especies de mamíferos y la humana -argumentando la posesión de un sistema nervioso central equivalente o la compartición de un elevado porcentaje de genes-, todavía no he visto a un lobo comunista, a una oveja monja o a un simio que haya escrito una obra literaria. Y esto es así porque, en la escala evolutiva, el hombre como especie ha experimentado un salto cualitativo en relación a las demás que le dota de inteligencia abstracta, cosa de la que el resto carece. Y como la pertenencia a un partido político, a una orden religiosa, o la capacidad de utilizar la escritura son frutos de dicha inteligencia, quedan automáticamente fuera del alcance de lobos, ovejas, simios o cualquier otro animal no humano.

A partir de este hecho -que sibilinamente eluden los animalistas-, todo intento de extrapolar sentimientos humanos a seres de otra especie carece de fundamento, al igual que hablar de «derechos» de los animales. Los animales no tiene derechos porque carecen de deberes, y no existe lo uno sin lo otro. Otra cosa bien distinta es que el hombre tenga obligaciones para con ellos; y las tiene, precisamente, porque no es un animal como los demás. Ahora bien, estas obligaciones vendrán reguladas por la relación que mantengamos con dichos seres y no serán las mismas para un animal de compañía, un animal doméstico u otro salvaje. El toro de lidia se halla en una zona ambigua que no lo hace verdaderamente doméstico ni propiamente salvaje y nuestras obligaciones con él pasan por criarlos conforme a su naturaleza brava, respetar dicha naturaleza y matarlos -de lidia son y a la lidia van- conforme a las reglas del rito y a su fiereza natural.

Ni el toreo es tortura -la frase, utilizada para intoxicar, no resiste el mínimo análisis- ni alimenta ningún tipo de ferocidad y ensañamiento con los seres vivos ni existe una sola prueba de que los taurófilos supongamos grupo de riesgo alguno por violentos o crueles ni hay quien se atreva a sostener fidedignamente que los individuos antisociales y violentos lo sean influenciados por su asistencia a los toros. Tampoco es cierto que la tauromaquia tenga efectos perniciosos sobre los niños, antes al contrario, porque la ética que sustenta la práctica del toreo fomenta valores como la superación del miedo (que el toro impone), la solidaridad (para con el compañero en peligro), el espíritu de sacrificio y el esfuerzo (eso tan olvidado por nuestra sociedad), la caballerosidad (para enfrentarse al enemigo sin artimañas), el dominio de sí mismo (para evitar las reacciones incontroladas), la lealtad (para con el toro), etc.

Todo lo que se dice al respecto en el citado artículo es de una gratuidad que asombra. Puedo comprender la frustración de los autores porque el toreo haya pasado al Ministerio de Cultura; pero ese es su lugar natural, y aunque, como todo arte, se crea a partir de una materia, el buen toreo asciende a un universo simbólico, donde habitan la cadencia, el ritmo y la belleza, que justifica con creces su inmaterialidad.

Son, permítanme decirlo, las heces mentales de dichos autores -no la de los toros de la foto, cuya manchada culata es, como herbívoros que son, de lo más natural en cualquier situación ya que nadie comete la aberración, como a las mascotas, de limpiarles el culito-, las que no les permiten ver la dimensión de la que hablo. Por último, un favor: absténganse de hablar de violencia refiriéndose a la fiesta de los toros. Violencia es que haya en el mundo más de 900 millones de personas padeciendo hambre crónica, mientras gatitos, perritos y otras mascotas gozan de peluqueros, dietistas y los más variados servicios de cirugía estética; violencia es que el negocio de los alimentos equilibrados para perros y gatos ascienda ya a 200 millones de dólares, mientras según datos de la FAO, muere un niño de malnutrición cada seis segundos. A éstos son a los que hay que liberar, no a los toros, que viven como dios, aunque después mueran peleando en la arena.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.