La voz del poder atómico dominante no ha cambiado sustantivamente en estas últimas décadas al hablar y «reflexionar» sobre los residuos radiactivos, uno de los puntos más peligrosos del ciclo completo de la industria nuclear. En una entrevista con Manuel Planelles [1], Juan Carlos Lentijo, responsable del área de Seguridad de la Organización Internacional de […]
La voz del poder atómico dominante no ha cambiado sustantivamente en estas últimas décadas al hablar y «reflexionar» sobre los residuos radiactivos, uno de los puntos más peligrosos del ciclo completo de la industria nuclear. En una entrevista con Manuel Planelles [1], Juan Carlos Lentijo, responsable del área de Seguridad de la Organización Internacional de la Energía Atómica (OIEA) desde 2012 tras desarrollar una carrera de casi tres décadas en el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) de España , se expresaba del siguiente modo al ser preguntado si con los residuos, la asignatura pendiente de una industria que con tanto entusiasmo defendía, se estaba caminando hacia «una solución definitiva»:
Para los de alta actividad, los que se derivan del combustible nuclear gastado, hay soluciones transitorias para mantenerlos en situaciones de seguridad durante plazos cortos, medios e incluso largos. Y se está trabajando en formular una solución definitiva, que pasa por el almacenamiento geológico profundo.
Existían, señalaba Lentijo, varios proyectos en el mundo, iniciados hacía varias décadas, para analizar cuáles eran las mejores formaciones geológicas.
A partir de estos muchos proyectos, por ejemplo en Europa o Estados Unidos, hay varios que están en proceso de licenciamiento y construcción. Hubo algún ejemplo previo en EE UU y ahí se aprendió mucho. Pero hay tres países con proyectos muy ambiciosos y sólidos: Finlandia, Suecia y Francia. En todos estos casos, se ha avanzado mucho desde el punto de vista tecnológico y en los aspectos políticos y sociales, que son esenciales en todo el uso de la energía nuclear. El consenso social es fundamental. Y todavía más cuando se habla de almacenamientos definitivos de residuos radiactivos.
Efectivamente, el consenso -o disenso crítico e informado- social es fundamental cuando hablamos de un tema que tiene su historia. Brevemente.
El gran economista, matemático y filósofo de las ciencias sociales Nicholas Georgescu Roegen [NGR] ya habló del papel central de los residuos radiactivos (no fue la única voz por supuesto) hace unos 40 años, en 1977, en un artículo titulado «Bioeconomía: una nueva mirada a la naturaleza de la actividad económica» [2]. Argüía aquí NGR que, en principio, otra posible alternativa energética abierta a la humanidad, frente a los combustibles fósiles, era la energía nuclear. Aunque se admitía que el stock de esta energía, si se utilizaba en los reactores ordinarios, no sumaba una cantidad mucho mayor que la entonces existente de combustibles fósiles, si se usaba «en el reactor-reproductor, algunos opinan que podría proporcionar abundante energía para una población de veinte mil millones de personas durante, quizás, un millón de años». Problema resuelto, gritaban y publicitaban entusiasmados. Pero este plan a gran escala, esta nueva (aunque vieja) ensoñación tecnológica, nos advertía el bioeconomista rumano, estaba llena de problemas por las consecuencias no previstas para la Humanidad y, tal vez, para toda la vida terrestre. «Los defensores de este pacto fáustico no nos dicen cómo almacenar de manera segura los residuos nucleares». Ni tampoco sugieren qué hacer «con las montañas de residuos mineros resultado de la extracción del uranio, del granito de New Hampshire o de la pizarra bituminosa de Chattanooga». Era una preocupación, tan o más grave que la anterior, el que sólo fueran necesarias «unas ocho libras de plutonio 239 para fabricar una simple bomba atómica». No existía forma de asegurar, ni entonces ni ahora, que esa cantidad de plutonio no fuera a parar «a manos que no están controladas por mentes sensatas». Sólo en Estados Unidos [3], cientos de libras de material nuclear se encontraban ya en aquellos años sin contabilizar. Las contabilizadas, por otra parte, no estaban tampoco en manos muy sensatas. Parece evidente, concluía NGR, que la humanidad estaba en una de las encrucijadas más fatídicas de su historia. En el mismo abismo en el que seguimos estando.
Francisco Fernández Buey también habló hace muchos años de graneros y basureros nucleares en una nota editoriañ [4] de una revista, mientras tanto, que siempre tuvo una fuerte arista antinuclear.
Mientras en las ciudades y en las universidades todavía se discute sobre la identidad de esta vieja comunidad [Castilla-León] de la que ahora paradójicamente no puede hablarse ni escribirse sin guión, mientras se lamenta la falta de conciencia regional y se riega cada día la memoria de los comuneros con el contenido de las litronas, mientras las instituciones se preparan para vendimiar las migadas de ese gran negocio amado 1992, renovando así las nostalgias por las gestas del dorado siglo, resulta que Castilla-León aún tiene que ver con a Europa, con la Europa de la postmodernidad y del mercado en común.
La noticia había saltado a los medios de comunicación en España, a principios de 1987, al conocerse que entonces se proyectaba construir en la comarca de Arribes de Duero un cementerio nuclear. Según los expertos, recordaba el autor de Leyendo a Gramsci, «la pureza y bondad de los granitos salmantinos hacen de esta región firme candidata a pasar a la historia» por algo casi tan importante, apuntaba irónicamente el filósofo y activista del CANC (Comité Antinuclear de Cataluña), «como el Descubrimiento y la Colonización: convertirse en sede de nuevas experiencias europeas sobre almacenamiento de residuos radiactivos de alta actividad».
Pues bien, también nosotros, salvadas todas las distancias, hemos hablado de estas encrucijadas en algunas de nuestros trabajos [5]. Tomamos pie en ellos y en artículos más recientes. Recordemos lo más esencial del tema.
Pensando en el funcionamiento «normal» de una central nuclear, sin tener en cuenta posibles accidentes que son más que «accidentes», auténticas hecatombes en algunos casos (Chernóbil, Fukushima… también Tres Millas o Vandellós si no hubiera habido suerte), puede afirmarse que el principal riesgo para la salud humana y el medio ambiente es el proveniente de la generación de residuos, una «externalidad» (en jerga economista) inherente a la propia tecnología nuclear. Queramos o no queremos no podemos evitarlos si apostamos por esa industria.
La primera fuente de contaminación radiactiva de la biosfera han sido, hasta el momento, las explosiones realizadas por las potencias atómicas. Más de mil hasta el momento. Además de contaminar la biosfera con un variado repertorio de radionúclidos artificiales -particularmente los tan biológicamente peligrosos cesio 137 y estroncio 90-, esas explosiones han creado enormes cantidades de núclidos radiactivos «naturales» -en especial tritio (hidrógeno 3), y carbono 14- que anteriormente existían en cantidades ínfimas. El incremento de la fracción radiactiva de estos elementos constituyentes de la vida ha quedado reflejado en todos los medios naturales y en la biomasa. Así, en las aguas superficiales marinas, donde la concentración de tritio natural era en 1950 de 0,01-0,03 Bq/l (becquerelios/litro), se alcanzaron en 1964, tras las explosiones, cifras superiores a los 2 Bq/l en el hemisferio norte, una cantidad 200 veces superior a las cifras preatómicas.
En estos últimos años el funcionamiento normal -o accidental por supuesto- de la tecnología nuclear se ha convertido en la principal fuente de contaminación radiactiva, superando en determinados casos y áreas geográficas la originada por esas explosiones. Todas las centrales nucleares difunden radionúclidos en el aire y las aguas. Las centrales de producción eléctrica son menos sucias que las plantas de reprocesamiento (que pueden representar una contaminación entre 100 y 1.000 veces mayor según los radionúclidos que consideremos). Entre los radionúclidos arrojados al medio por la industria, el criptón 85 y el tritio ocupan un lugar destacado en razón de su cantidad, su diseminación y su período de actividad. Los radionúclidos evacuados rutinariamente con el agua de refrigeración que procede de los reactores pueden recorrer grandes distancias o acumularse en zonas concretas de los sistemas acuáticos.
Los satélites con generadores nucleares -principalmente de plutonio 238- representan también un sistema de diseminación radioactiva a escala mundial cuando se disgregan al reingresar en la atmósfera
¿Qué entendemos por residuo radiactivo? La Ley 54/1997 del Sector Eléctrico español define residuo radiactivo como cualquier material o producto de desecho, para el que no está previsto ningún uso, que contiene o está contaminado con radionúclidos en concentraciones o niveles de actividad superiores a los establecidos por el Ministerio de Industria, Turismo y Comercio, previo informe del Consejo de Seguridad Nuclear.
La generación de estos residuos tiene orígenes diversos: la producción de energía eléctrica de origen nuclear, el desmantelamiento de las instalaciones nucleares, la utilización de radioisótopos en múltiples actividades de la industria, la medicina o la investigación, etc. Los residuos más peligrosos generados en la fisión nuclear se producen en las barras de combustible, donde se generan elementos transuránicos [6] como el el n eptunio , el plutonio, el a mericio , o el curio que pueden permanecer radiactivos a lo largo de miles y miles de años. También se generan, desde luego, residuos de elevada actividad que tienen vidas medias cortas. Lo que suele llamarse gestión de los residuos radiactivos es el conjunto de actividades administrativas y técnicas necesarias para la manipulación, tratamiento, acondicionamiento, transporte y almacenamiento de estos residuos, teniendo en cuenta, se afirma oficialmente, «los mejores factores económicos y de seguridad disponibles».
Como decíamos, una central nuclear, funcionando con normalidad, genera gran cantidad de residuos. Un reactor de 1.000 MW produce anualmente unas 33 toneladas de residuos que emiten radiactividad durante períodos muy diversos (desde unos pocos segundos hasta miles de años). Las centrales nucleares de Cataluña, por ejemplo, generaron más de 25.374.800.000 kWh en el año 2003 ( 3,6 mg de residuos radiactivos por cada kWh), es decir, del orden de 15 gramos de residuos per capita, resultantes de distribuir entre la población las aproximadamente 100 Tm de residuos producidos anualmente.
En España, los planes de la Empresa Nacional de Residuos Radiactivos (ENRESA) incluyen la construcción de un cementerio nuclear denominado Almacén Temporal Centralizado (ATC) para ubicar los residuos de alta actividad de todas las centrales nucleares, un proyecto que cuenta con la marcada y documentada oposición de científicos y de los grupos ecologistas antinucleares de todas las comunidades españolas.
Cuando se reprocesa el combustible, que no es siempre, es necesario gestionar como residuos de alta actividad, los derivados de dicho tratamiento son introducidos en contenedores de acero inoxidable en cámaras de hormigón refrigeradas por aire en las propias instalaciones de reproceso, a la espera de su evacuación final. Existen plantas industriales de reprocesamiento funcionando desde hace muchos años como la de Sellafield en el Reino Unido o la de La Hague en Francia. En ambos casos, es necesario disponer de un almacenamiento temporal durante un tiempo más o menos prolongado. Tras la separación del uranio 235 del plutonio, el resto de residuos deben ser almacenados en recipientes herméticos, bidones y contenedores de seguridad que, a su vez, se disponen en almacenes vigilados. Los residuos deben estar acondicionados en estado sólido, e inmovilizados en un material aglomerante (como el asfalto o el cemento). Los materiales radiactivos circulan internacionalmente a través de medios de transporte como buques o trenes especiales vigilados. Un aspecto clave en el transporte de estos materiales lo constituye el tipo de embalaje, que debe impedir cualquier fuga de material al medio así como proteger de las radiaciones al personal manipulador y a la población en general. Dada su alto nivel de radiactividad, los combustibles irradiados requieren contenedores especiales, plomados y estancos, que protejan del calor, la radiación y las autorreacciones. Deben ser además resistentes a los choques, al incendio y a la inmersión. Existen diversos tipos de 50 a 100 Tm, según la forma de transporte: 2-4 Tm de combustible irradiado necesitan, generalmente, un castillo plomado de 50 Tm.
La usual gestión que se practica con los residuos es depositarlos en piscinas de refrigeración que están ubicadas en el interior de las centrales nucleares. Se guardan allí para refrigerarlos, porque en toda emisión de radiactividad la energía se disipa en forma de calor. Cada tres o cuatro meses se cambian alrededor de un tercio de las barras de combustible irradiado de los reactores -que pesan varias toneladas- por otras nuevas. De entrada, se ponen en las piscinas de las centrales para que se vaya disipando el calor. Las piscinas se siguen manteniendo activas y en muchas centrales españolas están muy saturadas. ¿Qué soluciones se han intentado ante este problema en absoluto secundario del almacenamiento de residuos?
La primera opción es seguir manteniéndolos en las propias centrales, en las piscinas. Uno de los problemas que presenta esta alternativa, no es el único, es que al final ya no caben más residuos. Lo que está sucediendo en muchas centrales españolas. Otra aproximación, de la que antes hablábamos y que sólo han practicado hasta el momento franceses y británicos, es reciclar este material. Estados Unidos, gran potencia atómico-nuclear, nunca ha reprocesado. Tienen depósitos en las centrales y tienen varios depósitos militares. El más importante es el de Savannah River (Carolina del Sur, en terrenos adyacentes al río Savannah cerca de Augusta, Georgia) y los otros reactores, los que producían plutonio para las bombas atómicas, están en Hanford, en Benton, en el Estado de Washington, ubicados a lo largo del rio Columbia . Del depósito de Savannah River se ocupa el Departamento de Energía de Estados Unidos. Pero la gestión, también en un caso así, está en manos de la Washington Savannah River Company, una corporación subsidiaria de Washington International que posee todo su capital.
Lo que se ha intentado investigar, y se sigue ahora investigando por la industria, es conseguir un sistema que gestione los residuos de forma definitiva. Aquí también han irrumpido conjeturas alocadas. Alguna vez se ha hablado de lanzarlos al espacio, sin más. Un gran cohete se llena de productos radiactivos y ¡arriba con él! Disuelto el problema. ¡Contaminemos el espacio, el programa de nuestra alocada hora atómica!
Las soluciones más serias intentan vitrificar, incluir los residuos radiactivos dentro de una masa vitrificada para depositarlos en sitios que sean realmente herméticos. Se ha hablado normalmente de minas de sal. La industria alemana, por ejemplo, tienen depósitos en Gorleben y Asse, en la Baja Sajonia. En Asse se empezaron a depositar los residuos en los años sesenta y no hace mucho tiempo las mismas autoridades alemanas responsables reconocieron que existen riesgos muy reales porque estas minas han resultado geológicamente inestables y han empezado a llenarse de agua. No existen conocimientos ni predicciones seguros al cien por cien.
Dos son los problemas principales de este procedimiento. En primer lugar, lo ideal sería que la mina escogida fuera un lugar en el que aunque la radiactividad se escapase de los contenedores no pudiera difundirse, permaneciendo a una profundidad de 600, de 1.000 metros. Pero es imposible, por profunda que sea. Simple quimera, pensamiento desiderativo. En una mina siempre habrá corrientes de agua, estará llena de capas freáticas, siempre habrá lixiviación,.. Puede acabar finalmente aflorando a la superficie.
El segundo problema: pretender que el contenedor donde se guardan los residuos sea permanente. Ha habido aquí hasta el momento sonoros fracasos. En Nature se habló de ello hace pocos años. Esta solución, lograr vitrificar toda la masa de residuos radiactivos, se ha trabajado mucho en Estados Unidos y en Alemania. Se ha de tener en cuenta que estamos hablando de cantidades muy importantes de materiales altamente radiactivos. Abultan mucho aunque no tanto como sería de esperar dado el peso del uranio. Un ladrillo uránico, de tamaño normal, no podríamos levantarlo. Si fuera de plomo necesitaríamos las dos manos; si fuera de uranio no tendríamos fuerza suficiente. Su masa atómica, como sabemos, es de 235.
Lo que se vio con estas vitrificaciones, en el estudio que realizaron, es que estábamos aquí ante un grave problema. Si hacemos una masa de cerámica, en el fondo una vitrificación, cuando mejor sea la cerámica más hermética será. Existen cerámicas chinas de hace 2.000 años que se han conservado muy bien. Ocurre aquí que si incluimos en esta cerámica, en esta vitrificación, elementos radiactivos, estos elementos se van desintegrando y toda desintegración, por definición, es una radiación ionizante (la interacción de la radiación con la materia determina ionización). La trayectoria de la radiación alfa, la beta, la gamma, dentro de la masa de cerámica, la ioniza y hace que, poco a poco, se vaya alterando su estructura y acabe destruyéndose. Una estructura de cerámica es una organización cristalina vitrificada y las radiaciones ionizantes la van rompiendo hasta que, finalmente, se acaba perdiendo. Se ha observado que en poco tiempo, al cabo de diez años -¡diez años tan solo!-, un contenedor que tenía que durar miles de años estaba perdiendo su contenido porque se había alterado la composición del material con el que había sido construido debido a la misma radiación que debía contener, por las características de lo que es por definición una radiación ionizante.
No se ha alcanzado hasta el momento ninguna solución definitiva. Se sigue hablando de las minas de sal, pero, al fin y al cabo, en esas minas, por más sal vitrificada que haya, siempre puede haber algún movimiento geológico. Pueden entrar agua en lugares donde llueve con frecuencia; por pequeño que sea el movimiento geológico se puede resquebrajar el contenedor; puede llover fuertemente y, si se inunda, por vitrificada que esté la sal, se acaba disolviendo. En Cataluña, tenemos un buen ejemplo de ello en el del río Cardoner (comarca del Bages, en Barcelona): el suelo de este río es sal. En una mina próxima hicieron mal un agujero y tocaron el fondo del río. ¿Qué ocurrió? Que el agua empezó a entrar en gran cantidad, la mina se inundó y la sal vitrificada acabó disolviéndose.
El procedimiento de la transmutación es ciencia ficción. Carlo Rubbia, premio Nobel de Física en 1984, habló de ello, llegó a defenderlo, en algún momento; luego se desdijo. La física, en teoría, puede hacerlo. Si bombardeamos con neutrones, podemos transformar cualquier elemento en otro. La transmutación de un metal en oro, el viejo sueño alquimista, se consiguió hace tiempo. El problema es el coste inmenso de la transformación y, por otra parte, que tan solo puede hacerse con cantidades muy pequeñas, con porciones ínfimas de materia. En un acelerador lineal se vaporizan unas cantidades ínfimas, inferiores a miligramos, nanogramos más bien, y después se obtiene oro. Aquí, en cambio, estamos hablando de montañas de materiales. No podemos introducir toneladas y toneladas de estas sustancias en una máquina gigantesca que vaya bombardeando con neutrones.
Desde la perspectiva de la industria atómica existente, mientras no tengamos otra solución, los residuos no van a caber en las centrales y se van a tener que guardar en almacenes. En este punto entran en acción dos alternativas: ubiquémoslos en subterráneos o mantengámoslos a vista. El criterio más sensato, sin ningún atisbo de duda, es el segundo, tener este material a la vista. Enterrarlos en algún sitio y olvidarnos de todo tiene el riesgo de lo que allí pueda pasar dentro de un tiempo, que nunca podremos determinar exactamente, lo que queramos pensar, lo que alcancemos a imaginar en base a nuestros datos iniciales (incluso otros escenarios no imaginados). La solución que se está tomando es tener guardado el material en almacenes, centralizados y temporales (recordemos la enorme vida media de muchos elementos radiactivos). En lugar de tener radiactividad diseminada por todas las centrales de un país, guardar todos los residuos en un sitio que esté controlado y preparado para ello. Así se ha hecho en Holanda. No son muchos los países que han construido almacenes para residuos pero el momento está llegando. El cartero nuclear está a punto de llamar a nuestra puerta con insistencia y tal vez no llame dos veces. Ya no puede tardar mucho y no podemos responder con demora teniendo en cuenta la edad de las centrales más viejas. En España y en muchos otros países.
Hasta aquí una aproximación, digamos técnica y al mismo tiempo política, al tema de los residuos. Pero cabe una mirada más penetrante, más profunda, más filosófica si se quiere. Tomamos pie en el último libro de Henning Mankell: «Arenas movedizas» [7]. El autor de La falsa pista habla insistentemente del tema en este libro, especialmente en la primera parte.
El olvido, afirma, es oscuridad. Queremos extinguir toda la luz de la memoria que nos puede recordar lo que, quienes hoy estamos vivos, «enterramos -o olvidamos- un día en el corazón de la montaña; aquello de cuya existencia no queríamos que supieran nada las generaciones venideras, mucho menos que pudieran detectarlo y, finalmente, encontrarlo».
La Humanidad, los países «más desarrollados», han encerrado un peligroso trol de la montaña que va a vivir miles y miles de años. Cien mil indica Mankell. «Pero no hemos escrito ningún cuento sobre él, sino que hacemos lo posible para que se olvide», tratamos de crear un «Cantar de los Cantares del olvido». ¿Es posible? ¿Podemos engañar, pregunta, «a las futuras generaciones con la ilusión de que no hay nada ahí enterrado»? La curiosidad humana y la búsqueda de nuevas verdades, «¿no terminarán por descubrir el trol que hay en la roca?». No lo sabemos responde Mankell prudentemente. «Lo único que podemos hacer es confiar en que no ocurra antes de que haya transcurrido el plazo». Esos cien mil años terribles.
Para el malogrado autor sueco, la situación encierra una paradoja. «Siempre hemos vivido para crear buenos recuerdos, no para olvidar». Toda cultura se basa en la conservación y la búsqueda de recuerdos del pasado y, al mismo tiempo, en la creación de nuevos recuerdos. El arte mira hacia atrás… y hacia delante por supuesto. Para que no olvidemos lo que ha sido y para hablar de nuestro tiempo a quienes vendrán detrás». Por lo demás, el mundo del arte suele encerrar advertencias de lo que hemos vivido y sufrido para que no se repita. «¿Qué son los grabados de Goya sobre la horrenda realidad de la guerra sino advertencias para que esas atrocidades no se repitan?». Se repiten, por supuesto, pero la advertencia del gran pintor aragonés sigue viva, muy viva.
Los recuerdos, nos recuerda Mankell, son relatos. «Puede que troceados y divididos en fragmentos pero relatos al fin. Yo me imagino el olvido como una habitación vacía. Nuestro universo interior, vacío y helado como el otro universo. En el olvido, el hombre queda indiferente ante sí mismo, ante los demás ante lo que ha sido y ante lo que vendrá».
Para manipular los residuos nucleares, advierte y denuncia Mankell a un tiempo, hemos construido un palacio para el olvido. «Lo que quedará después de nuestra civilización será, pues, olvido y silencio. Y un veneno escondido en las profundidades de una catedral donde nunca podrá entrar la luz».
Los primeros dioses a los que suplicó el hombre al principio de su historia estaban casi siempre ligados al sol. El mayor prodigio era, a la sazón, que el sol saliese cada mañana. En culturas que nunca tuvieron contacto entre sí existen por lo general relatos similares de cómo surgió el ser humano. En todos está presente el sol. Pero, lamenta Mankell, «en esta civilización nuestra, que he llegado más lejos que ninguna otra sociedad anterior, por avanzada que fuera, el último recuerdo que dejamos es sólo oscuridad»,
¿Sólo oscuridad? ¿Vamos a permitir que ese sea nuestro legado? ¿Podemos hacer algo para evitar que este legado ya existente adquiera dimensiones inconmensurables? ¿Vamos a apostar alocadamente por una solución tecnológica futura que disolverá nuestros temores como un azucarillo? ¿Dónde se ubica nuestra necesaria racionalidad temperada?
Notas
1) http://internacional.elpais.com/internacional/2016/05/26/estados_unidos/1464277338_697553.html
2) N. Georgescu Roegen, Ensayos bioeconómicos, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2006 (edición de Oscar Carpintero).
3) Nosotros podemos pensar en lo sucedido en los antiguos países que formaban la Unión Soviética.
4) Francisco Fernández Buey, «Castilla-León: granero y basurero nuclear de España», mientras tanto n.º 32, octubre de 1987, pp. 3-9.
5) ERF y SLA, Casi todo lo que usted desea saber sobre los efectos de la energía nuclear en la salud y el medio ambiente, Barcelona, El Viejo Topo, 2008. También, ERF y SLA, Ciencia en el ágora, El Viejo Topo, Barcelona, 2012.
6) Elementos transuránicos o transuránidos son aquellos de número atómico mayor que el del uranio (Z = 92). No tienen existencia natural en la Tierra y son todos ellos radiactivos.
7) Henning Mankell, Arenas movedizas, Barcelona, Tusquets, 2015 (traducción de Carmen Montes Cano), pp. 76-78
Fuente: Papeles de relaciones ecosociales y cambio global Nº 135, 2016, pp. 127-137