En la identidad feminista influye el sexo (mujer) y el género (femenino). Pero no de forma determinista, sea biológica o estructural. Sí tiene importancia la realidad vivida, sentida y percibida de una desigualdad injusta, es decir, la pertenencia a un grupo social discriminado y con desventajas concretas, o bien con suficiente sensibilidad y solidaridad respecto de su situación.
Pero, sobre todo, el elemento sustantivo que configura ese proceso identificador feminista es la acción práctica, los vínculos sociales, la experiencia relacional por oponerse a esa subordinación y avanzar en la igualdad y la emancipación de las mujeres. La identificación feminista deriva del proceso de superación de la desigualdad basada en la conformación de géneros jerarquizados. Se trata de la actitud transformadora respecto de las funciones sociales, productivas y reproductivas desventajosas para la mitad de la población. Supone un cambio de su estatus vital subordinado.
En ese sentido, el feminismo es inclusivo para todas las personas que comparten esa dinámica igualitaria y, por tanto, ligada a la disconformidad con una realidad discriminatoria y la participación en un proyecto emancipador. El triple plano, situación desigual, experiencia social y aspiración de cambio, está entrelazado.
Tratándose de un proceso activador y desde un enfoque crítico y relacional, el aspecto principal es esa vinculación práctica, convenientemente valorada, esa experiencia compartida conectada con los otros dos componentes. Por un lado, la realidad vivida, percibida e interpretada desde un juicio ético. Por otro lado, las demandas y los proyectos de cambio. Ambos son imprescindibles para complementar la actitud transformadora, pero por sí solos no forman los sujetos y los procesos democrático-igualitarios.
En consecuencia, para formar el sujeto sociopolítico, el llamado movimiento social y cultural feminista, es relativa la condición de la pertenencia a un sexo, un género o una opción sexual determinada, aunque haya diferencias entre ellas. Lo importante no es la situación ‘objetiva’ estática y rígida, sino la experiencia vivida y percibida como injusta de una situación discriminatoria y la actitud solidaria y de cambio frente a ella.
La polémica de quién conforma el movimiento feminista derivada de esa posición ‘objetiva’, estructural y biológica o por la opción sexual y de género, está mal planteada. No es la condición de mujer (discriminada) la que determina la identificación con el feminismo y su acción liberadora, excluyendo a los hombres o las mujeres trans. Igualmente, es insuficiente el compartir algunas ideas o propuestas para adquirir una identidad y constituir el sujeto feminista. Falta la característica principal: la participación duradera en una acción individual y colectiva para superar la desigualdad de género y avanzar en la emancipación femenina.
O sea, la pertenencia colectiva se deriva, sobre todo, de una actitud sociopolítica y cultural transformadora, de una práctica relacional solidaria, de una interacción humana que forja vínculos comunes en torno a un proceso igualitario-emancipador frente a una estructura segregadora patriarcal-capitalista.
Por tanto, la pregunta a responder es qué personas y grupos sociales participan y forman, por sus implicaciones prácticas y subjetivas, esa corriente social feminista. Y la respuesta exige un análisis empírico y realista de los distintos niveles de identificación y participación en la acción sociopolítica y cultural feminista. Los rasgos objetivos, biológicos y estructurales, y/o las características subjetivas, emocionales o discursivas, son complementarias. Su interacción con el comportamiento real configura, social e históricamente, el sujeto de cambio feminista en el que obviamente predominan las mujeres, como las personas más afectadas, interpeladas y dispuestas.
La formación del sujeto feminista
El nuevo lenguaje (transfeminismo, postfeminismo, interseccional), adecuado para señalar algunas experiencias parciales o compartidas, es polisémico y, a veces, no aporta mucha claridad a los problemas articuladores de fondo del movimiento feminista como actor que actúa para la igualdad y la emancipación femenina. Es necesario aclarar su sentido.
La palabra trans admite una doble acepción: estar al lado y estar más allá como forma superadora. El transfeminismo no sustituye al feminismo, lo debe complementar. Así, ampliar el feminismo a las personas trans que se sienten mujeres tiene fundamento. Ya he dicho que la pertenencia al feminismo se debe reconocer por la práctica relacional y solidaria en la igualdad y la emancipación, no por las características biológicas, de género, estructurales o de opción sexual. Es decir, desde el punto de vista inclusivo, pueden identificarse como feministas incluso varones heterosexuales solidarios con la causa feminista. Por tanto, ese debate tiene poco recorrido, salvo para élites esencialistas que defienden sus privilegios de representación de lo que consideran ‘mujer’.
No obstante, transfeminismo como superador del feminismo tiene el riesgo de difuminar los perfiles principales del movimiento feminista, cuando tiene un peso social relevante. Me centro en ello desde el ámbito sociopolítico: la convergencia del conjunto de movimientos sociales en un movimiento popular global. El transfeminismo (o el postfeminismo), como discurso aparentemente superador del feminismo, pretende construir un marco interpretativo y de demandas que permitan integrar las de otros actores y conformar un movimiento popular interseccional. Hasta ahí, no habría problemas.
Pero hay que aclarar su alcance y sus medios. El peligro es hacerlo con propuestas más ambiguas y abstractas (con significantes vacíos) que cada cual puede rellenar a su gusto, a costa de la contundencia de los objetivos feministas específicos y sus apoyos sociales. O bien, con la ilusión de que el tener un enemigo común (el neoliberalismo, el poder establecido o el capitalismo patriarcal) resuelve la unificación de las luchas parciales de carácter inmediato y las convierte en procesos revolucionarios de conjunto. El carácter idealista, en ambos casos, genera en los distintos actores su falta de conexión con las realidades concretas de cada grupo social y debilita su capacidad movilizadora, normativa y transformadora.
Una confluencia o plataforma transversal debe facilitar la convergencia e integrar los procesos sociopolíticos de fondo, conectados con los problemas específicos de los distintos grupos y movimientos sociales, especialmente, de género, clase social, etnia-nación y ecologistas. Por ejemplo, una dinámica consistente llevaría a una especie de unidad popular (o del 99%), con la convergencia de los movimientos y corrientes feministas, LGTBI, sindicales, ecologistas, antirracistas o de solidaridad… y sus correspondientes representaciones sociales, políticas e institucionales, llamadas fuerzas progresistas o de izquierda. El proceso o dinámica resultante sería ‘trans’ o ‘post’ en su acepción literal de estar más allá de cada movimiento o actor particular. Ahora bien, no sería transversal en el sentido de centrista, neutral o integrador del resto de expresiones públicas, incluidas las derechas, el poder económico-empresarial y los grupos liberales y conservadores.
La movilización feminista, amplia e inclusiva, está conectada y ha integrado elementos de todos esos actores sociales, pero configurar un movimiento popular democrático o una corriente social crítica supone un proceso complejo de interacción y de suma, no de dilución o de subordinación a una problemática o sujeto supuestamente central con aspiraciones hegemonistas. La historia está llena de enseñanzas sobre ello.
En la tradición marxista era la clase trabajadora o el bloque social histórico quien articulaba el conjunto popular; en los proyectos liberales era el Estado y la nación (o el pueblo soberano) quien representaba, a través de sus élites, el interés general. Estamos, pues, ante la cuestión tradicional de la configuración y la denominación del sujeto colectivo global de progreso, así como de la pugna hegemónica (y contrahegemónica) por la prevalencia y dominio de cada sector social para representar y gestionar lo común.
La formación de un sujeto unitario superador de los sujetos o actores parciales va más allá de un liderazgo común (simbólico y legítimo), un objetivo genérico compartido (la democracia y la igualdad) o un enemigo similar (el poder establecido patriarcal-capitalista). Es un proceso sociohistórico y relacional complejo que necesita una prolongada experiencia compartida y una identificación múltiple que debe superar las tensiones derivadas de los intereses corporativos y sectarios de cada élite respectiva, con su rigidez doctrinal legitimadora.
Por otra parte, los programas, los discursos y las propuestas de derechos sirven para orientar la acción colectiva, pero son insuficientes para conformar la movilización social o la activación cívica. Su operatividad depende de su conexión con las mayorías sociales y con el poder real y la legitimidad de cada élite.
En la medida que sectores significativos viven una situación de subordinación, percibida como injusta, y sin expectativas de reformas institucionales progresivas, la gente indignada, junto con su articulación asociativa y su experiencia relacional y cultural, participa en la exigencia colectiva de sus demandas. O sea, las propuestas reivindicativas y de nuevos derechos deben estar conectadas con una situación discriminatoria y un agente transformador. El trípode es imprescindible. Es la experiencia del movimiento feminista en su conformación sociohistórica y relacional como sujeto transformador.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid. Autor del libro Identidades feministas y teoría crítica
@antonioantonUAM