El consejero de Repsol rechaza la fórmula del Gobierno para paliar la inflación. El problema es que existen agentes con suficiente poder para impedir que el legislativo lleve adelante las decisiones políticas que ha consensuado de manera democrática.
En toda economía de mercado los precios de los bienes y servicios cambian constantemente. Mientras el precio de algunos sube, el de otros disminuye. Si durante un periodo de tiempo determinado se diera un incremento generalizado y sostenido de los precios, existiría inflación. La inflación, en consecuencia, es una tasa calculada a través de la variación de los precios en un periodo determinado que, en agosto ha sido de un 10,4%. Esto quiere decir que los precios en agosto de 2022 son un 10,4% superiores a los de agosto de 2021.
Escuchamos a todas horas que la inflación está desbocada y lo sufrimos en nuestras propias carteras cada vez que vamos a comprar el pan, a llenar el depósito del coche o a pagar una factura. Y la mayor parte de esta factura la pagan los trabajadores y las trabajadoras. Porque no nos olvidemos que, tal y como decía el gran economista José Luis Sampedro, la inflación es el impuesto de los pobres. El 40% de las rentas más bajas son quienes más sufren la inflación, dado que son, mayoritariamente, quienes destinan sus ingresos a comprar productos básicos.
Con el objetivo de paliar algunas de las consecuencias del empobrecimiento de las familias, además de establecer el tope al precio del gas o la reducción del IVA de la luz, el Gobierno ha generado un paquete de medidas entre las que se encuentran la gratuidad de los abonos de transporte hasta final de año o los refuerzos en las becas al estudiantado. Y para financiarlas ha propuesto el establecimiento de dos prestaciones patrimoniales no tributarias a 19 empresas del sector energético y financiero.
La semana pasada escribía Josu Jon Imaz, expresidente del PNV y actual consejero delegado de Repsol, que estas prestaciones patrimoniales son discriminatorias porque caen en la doble tributación, y que los tribunales se encargarán de echarlas por tierra. Tres pequeños apuntes al respecto: en primer lugar, no creo que nadie se haya sorprendido por las palabras de Josu Jon Imaz, ya que a él le pagan más de cuatro millones de euros anualmente, precisamente, para defender los intereses de los accionistas de Repsol; en segundo lugar, ninguna política económica es neutra, porque siempre habrá quien salga beneficiado económicamente y quien salga perjudicado; y, finalmente, he de añadir que la prestación patrimonial no grava los beneficios, sino los ingresos. Por lo tanto, el Gobierno, además de agilizar el trámite parlamentario, se protege de posibles frentes judiciales derivados de la doble imposición.
Pero, vayamos al lío. La tensión inflacionista actual no tiene su origen en la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Tenemos que remontarnos hasta los finales de los confinamientos y las aperturas de los países para ver los primeros síntomas inflacionistas provocados por el tensionamiento de las cadenas de suministro mundiales, los incrementos en los precios del transporte, el desequilibrio entre la oferta y la demanda de la oligopolística industria de los semiconductores y la gran demanda de bienes y servicios. Es decir, una tormenta perfecta –o lo que creíamos que era una tormenta perfecta– que a principios de 2022 ya situaba la tasa de inflación alrededor del 5%. Sin embargo, era difícil pensar que tras la superación de una pandemia global la economía sufriría otro revés tan rápido. Entonces llega la guerra en Ucrania y presiona los precios todavía más al alza, debido en gran parte a la crisis energética y las tensiones geopolíticas europeas, pero también por la preocupación de una posible alteración en el suministro futuro –no podemos obviar la importancia de Rusia en cuanto a materias primas se refiere–.
En la actualidad la inflación se encuentra altamente concentrada en la electricidad y los carburantes. A pesar de ello, ya ha empezado a contaminar significativamente toda la cadena económica, hasta el punto de que la inflación subyacente se ha situado en agosto en el 6,3%: la más alta desde 1993. Sin embargo, las medidas que ha llevado adelante el Gobierno de España no son suficientes para paliarla. Y es que, a excepción del tope al precio del gas, no están dirigidas a ello. Su objetivo es tratar de minimizar el golpe de aquellas familias más vulnerables y que más están sufriendo.
Hace pocas semanas, altos cargos de la derecha española celebraban y animaban a Pedro Sánchez a copiar el plan de “alivio fiscal” de Alemania, donde se rebajan impuestos y se dan cheques por valor de 10.000 millones de euros para mitigar los efectos de la inflación. Se olvidaban, sin embargo, de que la bajada en el IVA de la luz y los paquetes de medidas aprobadas en el Estado español ascienden a 9.000 millones de euros, casi triplicando el esfuerzo sobre el PIB realizado por Alemania –0,75% del PIB de España frente al 0,27% del PIB de Alemania. Asimismo, y como no podía ser de otra manera, tampoco recordaron que Alemania había subido su SMI un 22% en el año 2022 hasta los 25.000 euros anuales –frente a los 14.000 euros de España– o del diferencial de presión fiscal entre unos y otros. Porque igualar la presión fiscal de Alemania implicaría que, una vez descontados los 10.000 millones del plan, España todavía tendría que recaudar 41.240 millones de euros adicionales.
Si analizamos lo que propone la ortodoxia económica para reducir la inflación, deberíamos reducir la masa monetaria para enfriar la economía. Es decir, subir los tipos de interés o reducir las compras de deuda. Sin embargo, en una situación como la actual, un incremento exorbitado de los tipos de interés sería como matar moscas a cañonazos y una decisión que contribuiría a un empobrecimiento aún mayor de las clases más vulnerables. Y cuidado porque, pese al riesgo de recesión, parece que la semana que viene el Banco Central Europeo puede subir 75 puntos básicos los tipos de interés en vez de los 50 previstos.
¿Y un pacto de rentas? Probablemente en las próximas semanas hablaremos largo y tendido sobre el pacto de rentas, un acuerdo entre la patronal y los sindicatos para decidir quién paga el pato. Un término biensonante y elegante, pero complicado de materializar. Eso sí, si se hace, ha de ser un pacto de rentas de verdad. No vale que los de siempre se aprieten el cinturón y las empresas sigan con beneficios récord. Y con mirada amplia. Porque tampoco vale que nos olvidemos de lo que ha ocurrido en las dos últimas décadas, en las que la productividad se ha incrementado un 15% mientras que los salarios se han reducido un 1%.
Además, tampoco podemos dejar de lado que, según el gabinete económico de Comisiones Obreras, la mayoría del alza de los precios se está transmitiendo a la ciudadanía a través del mantenimiento de los márgenes de beneficios de las empresas. Es decir, que casi la totalidad del incremento sufrido en los costes de producción ha sido trasladado al precio final sin incrementar, a su vez, los salarios. Como consecuencia, las personas deben hacer frente a productos cuyo precio ha aumentado considerablemente –al haberse trasladado la mayoría del incremento de los costes de producción al precio final–, sin que sus ingresos apenas hayan crecido.
El mismo estudio afirma que el 83,4% de la subida de los precios en España durante el primer trimestre de 2022 se debió al aumento de los beneficios empresariales. Según los cálculos presentados, las compañías energéticas españolas dispararon sus márgenes en dicho trimestre un 60,4% –frente al 46,5% del sector en la eurozona– y las entidades financieras un 25,7% –frente a la caída del 0,6% del sector en la eurozona–. En periodos de inflación las grandes corporaciones siempre han intentado incrementar sus márgenes de beneficios, siendo las mayores impulsoras de que la inflación siga subiendo. El porqué es sencillo: porque tienen el poder suficiente para hacerlo.
Resulta muy sano para la democracia que Josu Jon Imaz exprese su opinión y ponga los intereses de Repsol encima de la mesa. El problema es cuando existen agentes que tienen suficiente poder para impedir que el poder legislativo lleve adelante las decisiones políticas que, democráticamente, haya consensuado. Porque la acumulación de riqueza y las grandes desigualdades no son solo una amenaza para la libertad de la mayoría, sino también para la propia democracia.
Sea como fuere, y sin cerrar ninguna puerta a los diversos acuerdos que puedan darse, parece sensato pensar que la tasa de inflación de los próximos meses será menor a la actual –aunque se mantendrá relativamente alta durante el próximo año–, como mínimo por cuatro motivos: moderación en el precio del petróleo, reducción del precio de las materias primas más allá de las energéticas –sobre todo industriales y alimenticias–, desatasco paulatino de los cuellos de botella en el comercio global y apertura a las exportaciones de Ucrania. Veremos cómo se suceden los acontecimientos en las próximas semanas y los próximos meses, pero es indudable que viene un otoño caliente y un invierno que, esperemos, no enfríe demasiado los hogares más vulnerables.
Julen Bollain es doctor en Estudios sobre Desarrollo, profesor e investigador en Mondragon Unibertsitatea. Acaba de publicar Renta Básica: Una herramienta de futuro (Editorial Milenio, 2021), con prólogo de Daniel Raventós y epílogo de Guy Standing.