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Las leyes del absurdo

Jarry y la otra realidad

Fuentes: Rebelión

En 1896 se estrenó en París una pieza teatral, «Ubu rey», de un joven y desconocido autor. En ella se satirizaba la avidez de una burguesía estúpida, anhelante de poder y afanosa por incrementar sus ganancias. Era la Francia que había surgido del Segundo Imperio y atravesaba por la bonanza de lo que se llamó […]

En 1896 se estrenó en París una pieza teatral, «Ubu rey», de un joven y desconocido autor. En ella se satirizaba la avidez de una burguesía estúpida, anhelante de poder y afanosa por incrementar sus ganancias. Era la Francia que había surgido del Segundo Imperio y atravesaba por la bonanza de lo que se llamó «la bella época». Esa sociedad estaba reclamando sus rivales, sus fustigadores, su enjuiciamiento crítico de una promoción que comenzaba. «Ubu Rey» era una pieza plena de incoherencias, con un lenguaje deforme, vulgar, de situaciones absurdas que desafiaban la lógica establecida. El estreno fue una batahola de abucheos, rechiflas y altercados, pero hizo famoso al autor.

Esa obra de Alfred Jarry iba a sentar las bases de una nueva estética que se abriría paso en el siglo siguiente. De origen bretón, asistió al Liceo de Rennes, donde escribió una obra titulada «Los polacos», para marionetas, que fue el antecedente de «Ubú Rey». Jarry era de carácter irónico y socarrón, muy burlón e irreverente. Él y sus compañeros de clase habían tomado por objetivo de sus guasas al profesor Hebert, un obeso e incompetente profesor de física que hablaba con abundancia de lugares comunes y estereotipos previsibles. Hebert fue el modelo que Jarry tomó para su Ubú. El rey Ubú era diminuto y panzón, con orejas retractables y tres dientes, uno de hierro, otro de madera y el último de piedra.
En la realidad Jarry era un hombre muy pequeño, menos de cinco pies de estatura, que fue por ello rechazado en el ejército por su inutilidad para las paradas militares. En 1893 había publicado sus poemas con el título de «Minutos de arena» y más tarde escribió una obra teatral, «César anticristo», en la cual la figura de Jesucristo era retratada como un agente encubierto del imperio romano. Al salir del ejército vivió en París donde hizo amistad con Max Jacob y Guillaume Apollinaire. Se aficionó al ajenjo y se convirtió en un alcohólico. Le gustaba pintarse de verde y salir a pasear por los bulevares con una pistola cargada al cinto. Escribió un nuevo libro «Logros y opiniones del Dr. Faustroll, patafísico». Fundó una nueva y risible ciencia llamada «patafísica».
Por esa época, en Zurich, un judío rumano nombrado Samuel Rosenstock iba cada noche al cabaret Voltaire donde el empresario Hugo Ball solía montar espectáculos incoherentes, plagados de disparates y desatinos, donde lo irracional, lo insensato, lo chocante eran ley. La música cacofónica y las coreografías lunáticas atraían una numerosa clientela deseosa de ver la ruptura del orden y la disolución del tedio. Ball le llamó a estos espectáculos «Dadá». Rosenstock tomó el nombre para un nuevo tipo de arte que estaba incubando junto a sus amigos pintores y él mismo asumió el apelativo de Tristán Tzará.
Durante la Primera Guerra Mundial un joven médico, destacado en el hospital de Nantes, André Breton, conoció a un discípulo y amigo de Alfred Jarry, Jacques Vaché quien le trasmitió los hallazgos de una nueva e insólita creatividad. A la vez Breton atendió a varios neurópatas que se disociaban de la realidad al extremo que uno de ellos solía salir de las trincheras a aplaudir a los germanos cada vez que realizaban un ataque, como si la guerra fuese un gran espectáculo. Al terminar la guerra Bretón conoció a Tzará.
Breton comenzó a elaborar teorías sobre un orbe maravilloso que yace encubierto en la vida cotidiana. Ese mundo extraordinario podía descifrarse analizando la espontaneidad humana. Lo incoherente, lo extravagante, lo singular, ofrecían ricas posibilidades a la imaginación. Cualquier acto, en apariencia insignificante, podía convertirse en una revelación; el azar guardaba arcanos poéticos que era necesario extraer. Breton se impresionó mucho con ese mundo paralelo y comenzó a establecer una insólita escuela de creación, la de la otra realidad, la hiperrealidad, el surrealismo. Todos aquellos intelectuales se hallaban asqueados de la siniestra carnicería de la guerra y buscaban una restauración del humanismo, una regeneración de los valores perdidos de la cultura occidental adentrándose en el absurdo.
Breton fundó una revista junto a Louis Aragon y Phillipe Soupault. Después se agregaron otros nombres como Dalí, Miró, Magritte y De Chirico y el surrealismo pasó de la poesía a la pintura. Con el concurso de Tzará y la siembra de Jarry, Breton creó esa escuela de creación conocida como surrealismo, destinada a liberar al ser humano de sus asfixiantes limitaciones, emanciparlo de una civilización demasiado utilitaria y volverle la espalda a la razón para restaurarle a la humanidad su vigor espontáneo e impulsivo. Esa estética dominaría el siglo XX en múltiples formas.
El fundador del caos, Alfred Jarry, murió de tuberculosis en condiciones de privación extrema. Falleció en el absurdo, tal como había vivido; en su lecho de muerte su último deseo fue pedir un palillo de dientes.