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Retratos

Javier Solana

Fuentes: Rebelión

En aquel tiempo era frecuente verlo en manifestaciones pacifistas, bufanda roja al viento, inconformista barba y uniforme de progre ilustrado en el que sobresalía la inseparable chaqueta de pana con coderas de cuero y los «jins», convenientemente desteñidos. Hasta era fama que Solana, como no podía ser menos, gozaba de ciertas veleidades literarias que plasmaba […]

javier solana En aquel tiempo era frecuente verlo en manifestaciones pacifistas, bufanda roja al viento, inconformista barba y uniforme de progre ilustrado en el que sobresalía la inseparable chaqueta de pana con coderas de cuero y los «jins», convenientemente desteñidos.

Hasta era fama que Solana, como no podía ser menos, gozaba de ciertas veleidades literarias que plasmaba en sentidos poemas henchídos de humanismo, amor y paz.

En el campus de la universidad disertaba entonces entre la muchachada, especialmente la femenina, sobre el imperialismo yanqui, el genocidio perpetrado por los marines en Vietnam y el promisorio futuro socialista que nos aguardaba desde que él y los suyos llegaran al poder.

Sólo necesitaban la confianza de los electores y tiempo para echar a andar sus proclamas e ideales.

Y tuvieron diez años, toda una década dedicada al único afán de desmontar promesas y apariencias y desarmar su credo socialista hasta conformarse en una artera banda con ramificaciones en el crimen, el robo, la extorsión, la represión y la calumnia.

Todos los compromisos que suscribieran en el pasado fueron desconocidos con tal premura y descaro que, sólo un año más tarde de que repudiaran la OTAN, y con el natural fervor de los conversos arrepentidos, pasaron a integrarla primero y a dirigirla después.

Solana, para entonces, ya había adjurado de todas aquellas caducas expresiones y trasnochadas consignas, obviamente superadas por las modernas circunstancias que se vivían en la «Europa del futuro».

Su roja bufanda fue donada a los damnificados de algún desastre en América Latina y con ella su chaqueta y sus pantalones de pana. Ahora vestía un impecable traje, por supuesto gris.

Había rasurado barbas y memorias mientras a codazos se afirmaba en el poder.

Su penúltima pirueta lo llevó a dirigir personalmente, como ministro de la guerra, esa alianza militar creada para supuestamente contener el ya inexistente Pacto de Varsovia.

Y así, a golpes de madurez y cordura, de escribir inspirados y amorosos desgarros pasó a redactar partes de guerra, y de militante pacifista acabó convirtiéndose en jefe militar.

Terminado su mando, y para mejor aprovechar su vasta experiencia adquirida en pacíficas guerras y humanitarios bombardeos, fue nombrado asesor permanente de la banda y, desde entonces, recorre los hoteles del mundo dictando pomposas conferencias y huyéndole, como siempre, a los espejos que se atrevan a revivir viejas memorias.