[Jon Etxabe se nos ha ido. Larga trayectoria militante la suya desde un sacerdocio comprometido con los derechos sociales y nacionales en Euskal Herria, hasta activismo en ETA y, después, en ETAVI (LKI/LCR), hasta el final de su vida en defensa de las presas.
En el Juicio de Burgos de diciembre de 1970 tuvo un papel importantísimo, particularmente, pero no solo, en colocar a la iglesia en su papel en el régimen franquista.
Recordemos un poco, lo que supuso aquel famoso juicio.
El 3 de diciembre de 1970 se inició en la Capitanía General de Burgos el juicio sumarísimo contra 16 militantes de ETA, con la petición de 6 penas de muerte y más de 750 años de cárcel. El franquismo había decidido convertir la condena en un acto ejemplar de autoafirmación política. Pero las intervenciones de las personas juzgadas y de sus defensas, pusieron patas arriba su estrategia; el día 9 la vista llegó a su fin cuando los juzgados se pusieron en pie, entonaron el himno vasco Eusko Gudariak y se negaron a continuar con aquel “juicio farsa”. El día 28 se hizo pública la sentencia: 9 penas de muerte.
Si desde el inicio del juicio las protestas y movilizaciones fueron ganando presencia en Euskal Herria, y, también, en Catalunya, en Madrid e internacionalmente, a partir de la condena se multiplicaron. El Juicio de Burgos se convirtió en el juicio y la condena al franquismo y este terminó conmutando las penas de muerte el día 30.
Aquellos hechos fueron, además, el catalizador de un nuevo movimiento obrero, referente de un amplio conjunto de movilizaciones sociales que, a partir, sobre todo, de mediados de 1973 (huelga general en Pamplona) protagonizaría una imparable confrontación frente a una represión que creció en brutalidad y violencia. Esa fue, sin duda, la causa principal del fin de la dictadura.
Reproducimos hoy su Intervención en el acto organizado en Eibar el 3 de diciembre de 2020, 50 aniversario del inicio de aquel “Proceso de Burgos” y lo hacemos, en su memoria reivindicativa, con la misma imagen con la que viento sur lo publicó en su día, en su denuncia sobre la colaboración de la Iglesia católica y el franquismo. Añadimos su foto en la cárcel, otra -él está a la derecha- interviniendo en un mitin de LKI hace 45 años y, abrimos su intervención, con la suya personal en estos, ya, sus últimos tiempos. Petxo Idoiaga]
Fui ordenado sacerdote en los últimos años de la década de 1950. Eran años duros de represión de la dictadura franquista. Salí del seminario empapado en la mística sacerdotal. Cura de pueblo, se fue reforzando en mí la vivencia de servicio al mismo y la conciencia de mi responsabilidad con él como sacerdote. Paralelamente se fue reforzando, también, mi sentimiento de patriotismo, generado tanto en mi infancia como en mi juventud, sobre todo en el ambiente familiar.
En Eibar, ya como sacerdote, resultaba evidente, en aquellos años de los 1960, la influencia y repercusión de las acciones de ETA. Me producían fuertes contradicciones… dificultades para comprenderlo… reflexiones y debates… y me suscitaban, también, adhesiones y esperanza. La resaca de aquella situación complicada me alcanzó de lleno.
Una persona me propuso trasladar a algunos militantes de ETA en coche. No entré en elucubraciones teóricas, que son la excusa más cómoda para perder el norte en la mayoría de los casos. Sabía que, atendiendo a la doctrina oficial de la Iglesia, significaba asumir una contradicción enorme. Pero pensé que no se podía negar amparo a quien actuaba a favor del pueblo y que ni siquiera Dios se negaría a hacerlo. La lógica y mi interior me decían que ofrecer aquella ayuda estaba en el núcleo del Evangelio. Asentí.
Tras ese primer paso llegaron más compromisos, todos ellos para ofrecer cobertura y transporte a los que llamábamos liberados, militantes dedicados en exclusiva a la actividad de ETA. Pero la policía fichó mi coche y, por miedo, escapé de casa. Entonces, ETA me propuso que yo también fuera liberado de la organización.
No fue una decisión fácil. Me daba cuenta del paso que significaba: actuar en una organización armada era algo muy distinto a aquello de la actividad sacerdotal comprometida con el pueblo. No tuve problemas de conciencia, aunque mantenía muchas contradicciones teóricas con la doctrina oficial de la Iglesia. Tampoco entré, entonces, en teorizaciones teológicas. Creo que la mayoría de los teorizadores nunca se han encontrado en una situación real de peligro. Se enredan y se pierden en ocurrencias, justificando no dar un paso.
Seguramente mi carácter también ayudó; era un reto duro, pero nunca he dado la espalda a los retos. Yo no tenía problemas con la Iglesia ni con Dios. La Iglesia los tendría, quizá; no sé con qué ni con quién, pero ella tendría que arreglarlos.
Me dieron la responsabilidad de organizar la propaganda de la organización. Entonces, fui yo quien solicitó ir armado. Me resultaba lo más eficaz para defender frente a la policía las responsabilidades que asumía. La policía se lo pensaría dos veces antes de acercarse a mí.
Prolegómenos del juicio
Me preocupaba profundamente la amenaza de que, por ser yo cura, se celebrara el juicio a puerta cerrada, como le gustaría a Franco, ya que así lo permitía el Concordato de 1953, firmado entre la Santa Sede y el Estado español, cuando entre las personas juzgadas hubiera clérigos. Fueron días de nerviosismo y preocupación, intentando adivinar qué hacer. Una posibilidad para evitar un juicio a puerta cerrada era mi secularización, formalizar que dejaba el sacerdocio y pasaba a ser una persona civil normal. Otro tanto tendría que hacer Julen Kalzada mi compañero cura también juzgado. Hubo muchas presiones, pero al final se consiguió que el juicio fuese abierto.
Con el pretexto del Concordato nos tuvieron a los dos curas separados de los demás acusados en la cárcel de Burgos. Aquellos días había un debate profundo entre los presos de ETA, y a mí me interesaba muchísimo aquella reflexión; pero, apartado de los demás compañeros, perdí la oportunidad de participar en aquel debate. En el juicio, los dos sacerdotes teníamos las manos esposadas por delante, a diferencia de los demás que estaban esposados con las manos a la espalda. A petición de sus abogados, todos los demás quedaron al final esposados igual que nosotros. ¿Pero todo eso era una consideración religiosa, un privilegio sacerdotal o, más bien, un corrupto respeto a la Iglesia?
Mi papel en el juicio
Para el juicio nos habíamos repartido lo que cada acusado debía declarar. Lógicamente me correspondía jugar el papel de sacerdote y de creyente. Mi vida personal dejaba a las claras las contradicciones del sacerdocio y la religiosidad. Pensaba que muchos creyentes las encontrarían profundas para casar su fe con su compromiso por la libertad. Quería que quedara patente esa realidad. Mis palabras decían Euskaldun-Fededun (Vasco-Creyente, una popular expresión), pero mi actitud subrayaba que Dios y la lucha por la libertad no son irreconciliables.
Incluso más que sus sermones ideológicos y doctrinales, la postura de la Iglesia ante la violencia del poder había sido siempre guerrera: ciega, sorda y muda. La actitud de la Iglesia ante el golpe militar en España,… los curas guerrilleros en América Latina… ciertamente tenía de qué hablar; pero no tuve oportunidad de hacerlo. Ahí estaba, también, el problema de la violencia y del uso de la fuerza. Tenía, sí, sobre qué hablar y estaba ansioso por hacerlo. Pero apenas pude explicarme delante de aquel tribunal. Para suscitar cierta reflexión, quería poner de manifiesto, sobre todo, las contradicciones que mi militancia en ETA provocaba con el sacerdocio y con la Iglesia.
Discutí mucho con mi abogado en la cárcel de Zamora, donde estábamos encerrados los sacerdotes detenidos. Él quería que suavizara las declaraciones; yo, en cambio, quería explicar con claridad todo mi recorrido. Decidí aparecer vestido de sacerdote para escenificar de alguna manera mi intención. El jefe de servicio no quería dejarme salir de la cárcel vestido de cura. Me quitó el blanco alzacuello, pero me lo guardé en el bolsillo y me lo puse de nuevo en el coche y, así, me presenté vestido de cura en todas las sesiones del juicio.
El juicio
Para recordar aquel Proceso, he leído estos días algunos fragmentos de las actas de las sesiones. Me ha llamado la atención cómo los abogados, tanto el mío como los demás, me citaban todo el rato, arriba y abajo, como “Padre Etxabe”. Visto lo cual, declaré que un cristiano debe atenerse a los problemas y necesidades de su pueblo y que un sacerdote, antes y más allá de su condición eclesial, es ciudadano y como tal debe comprometerse con las reivindicaciones populares; y, por tanto, debe implicar al clero con la gente oprimida, incluso si la política se tercia en ese camino. Este era un tema profundamente meditado en nuestras reuniones dentro de la cárcel de Zamora.
Mi
abogado me pregunta sobre el compromiso del sacerdote sobre la cultura y
la opresión sobre el euskera. Pero el juez interrumpe todas mis
respuestas. Otro abogado me pregunta si tengo fe y le respondo que tengo
toda la fe en el pueblo y la seguridad de que triunfaremos.
También me preguntan sobre el uso de la fuerza o la violencia. Pero,
cómo no, el juez me impide extenderme sobre el tema. Confieso que llevé a
cuestas la pipa, la pistola. Y
allí había, en una mesita ancha, un montón de pistolas. El abogado me
pregunta si conocería la mía. Hice ademán de dar un paso hacia la mesa.
Todos los que estaban en ella realizaron un movimiento apresurado, como
si temieran que yo empezase a disparar y me dijeron “quédate quieto” o
algo parecido. Así que me limité a declarar que mi pipa me daba seguridad porque la policía dispara primero y pregunta después.
Uno de los abogados me pregunta si, reflexionando a fondo sobre el pasado en este juicio, habría vuelto a tomar la misma conducta y el mismo camino. Respondo afirmativamente y con toda seguridad.
Todas eran declaraciones muy breves, de frases cortas. Las mías no tenían mayor importancia. Pero tenía que ser así: en cuanto empezábamos a explicar algo, el juez jefe nos cortaba la palabra. Las respuestas debían ser, pues, inmediatas y, además, certeras y breves, mejor si era solo una palabra. Así que lo que cobraba mayor importancia eran las preguntas de los abogados, ya que los juzgados no teníamos posibilidad de expresarnos. Por eso, nuestra actitud fue tanto o más decisiva y significativa que nuestras declaraciones.
De todos modos, creo que mi principal aportación fue la de la tortura: todos denunciaron haber sido torturados. Pero el juez cortaba las preguntas de los abogados sobre ese tema. Yo tenía una posibilidad particular; al llegar a la cárcel de Zamora, llamé al juez militar y le hice una denuncia detallada de las torturas y estas declaraciones formaban parte del sumario. El abogado pidió leer las páginas del mismo y el tribunal no tenía otra posibilidad que aceptar. Se creó un ambiente perturbador, un silencio especial. El abogado me preguntó si era verdad lo que había leído. Respondí que me había quedado corto.
No sé si conseguí mi objetivo, eso de poner de manifiesto las contradicciones entre la Iglesia y la sociedad. Quizá no. No hubo, al menos, ninguna mención sobre ello en las declaraciones de prensa del día siguiente. El torbellino de las penas de muerte y del movimiento popular se tragó todo eso en los medios de comunicación de todo el mundo. En todo caso, estoy seguro de que hice pensar a más de uno, aunque no se generara ninguna discusión en el propio juicio.
En aquella fuerte y eficaz denuncia de Franco y del franquismo no fui más que un enganche del engranaje, junto a mis 15 compañeros, abogados y ciudadanos. Juzgamos al juez, al régimen militar golpista y quedó juzgado ante el mundo entero. Y le dimos duro al dictador y a su régimen.