El debate sobre la aplicación de Kioto a la economía española ha tenido, hasta la fecha, un marcado carácter de negociación y un impacto visual y propagandístico sectorial. Quizás haya llegado el momento de meditar sobre sus implicaciones más profundas. No imaginaron los economistas neoclásicos que su teoría de la demanda -sus investigaciones marginales- pudiera […]
El debate sobre la aplicación de Kioto a la economía española ha tenido, hasta la fecha, un marcado carácter de negociación y un impacto visual y propagandístico sectorial. Quizás haya llegado el momento de meditar sobre sus implicaciones más profundas.
No imaginaron los economistas neoclásicos que su teoría de la demanda -sus investigaciones marginales- pudiera aplicarse no sólo a los mercados de bienes sino a cualquier activo o pasivo, a cualquier otro elemento. Quizás por esa razón, esta teoría, cuando se aleja del mercado de bienes, suscita de inmediato consideraciones cuasi-filosóficas y una cierta tensión argumental.
El caso de los acuerdos de Kioto sobre políticas y medidas encaminadas a reducir la emisión de gases de efecto invernadero es ya paradójico. Y la elección que en el mismo se hace de la manera de restringir las emisiones suscita alguna duda. La cuestión es la siguiente: ¿qué preferimos, restringir paulatinamente los niveles de emisiones contaminantes o trasladar su coste a quien contamina? En otras palabras, ¿reducir el daño que estamos ocasionando al medio ambiente o que el daño que se ocasiona salga caro (con el propósito explícito que sea tan caro como para que no se haga, obviamente)? En términos microeconómicos, ¿qué es mejor, restringir las cantidades de contaminación o elevar el precio de la misma?
Los diferentes Estados que han suscrito el compromiso de Kioto han tomado la decisión de actuar por la vía de las cantidades. Así, otorgando unas cuotas de «derechos a contaminar» a todos los países y, dentro de ellos, a cada industria, cada sector y cada economía sabrá las restricciones con las que cuenta y el problema general se concreta, se acota y se vuelve medible, que no es poco. Dejando al margen cuestiones de tamaño, tasas de crecimiento (y de desarrollo), el sistema de Kioto es sencillo, la negociación se realiza entre amplias unidades económicas (países o sectores) y el acuerdo resulta alcanzable bastante fácilmente. Todo, aparentemente, perfecto.
El enorme inconveniente de estas restricciones por la vía de las cantidades estriba en que genera una negociación de poderes económicos, en este caso entre países (véase el caso de Rusia, Estados Unidos, etcétera) o entre sectores y el Gobierno, que termina en componendas políticas en las que entran en juego muchas otras consideraciones que nada tienen que ver con el problema de base. Kioto se alcanza, pero se aleja del resto de los agentes económicos que asisten al reparto de cuotas de basura como mudos espectadores. La mirada de los telespectadores de un bar, esta semana por la tarde, el filo de la noticia, no dejaba lugar a dudas: miraban a los representantes del Gobierno, a los dirigentes de las empresas eléctricas, con una cierta simpatía por el acuerdo alcanzado, pero sin disimular que los consideraban poco menos que unos vándalos que estaban creando un serio problema a nuestro planeta Tierra.
Porque el factor ‘informativo’, publicitario, socialmente responsable, tan importante e insustituible en nuestra sociedad de la información, el sentido de los grandes desplazamientos de ideas y pensamientos, de sentimiento de globalidad sin barreras, apenas se consigue con restricciones cuantitativas. Cuando estas cuotas se imponían a bienes importados (de esto hace ya algunos años) era bastante normal comprobar cómo unos pocos privilegiados o enchufados se paseaban con automóviles ‘restringidos’, vanagloriándose de que ellos habían sido ‘los elegidos’. Las restricciones de Kioto están concebidas multilateralmente, son un razonable punto de arranque, pero constituyen solamente una primera aproximación al problema.
La economía actual ha dado muestras, en muchas ocasiones, de una flexibilidad sorprendente. Tenemos mil ejemplos de cómo funcionan los mecanismos de mercado cuando se produce una reacción ‘social de mercado’ ante una determinada señal convenientemente formulada. Pero para ello es indispensable descender al nivel del actor de la vida económica, sea consumidor de a pie o empresa, porque sólo a ese nivel se pondrá en marcha esa reacción en cadena.
En la actualidad, mientras se debaten los acuerdos de Kioto, ¿quién no ha oído frases del tipo «el problema es que Estados Unidos no está concienciado con el medio ambiente» o «a las eléctricas con tal de que les suban las tarifas todo les da igual»? Ese mismo usuario y consumidor de polución no duda ni un segundo en aportar su granito de arena al problema cada vez que consume energía en exceso o conduce su vehículo, y sigue pensando que el problema es de los demás, no suyo. Su preocupación actual es instalarse un buen equipo de aire acondicionado para evitar los calores del año pasado, comprarse el último modelo de todoterreno que acaba de salir y reforzar la calefacción de su segunda vivienda de cara al invierno que viene.
Por eso, algunos países están seriamente explorando cómo llegar al gran público y trasladarle su cuota del problema, ya sea en términos de restricciones o en términos de coste.
Para muchos, esta vía es tremendamente costosa desde el punto de visto político. Eso será así si no está adecuadamente explicada. Pero si, con perseverancia, se atina a convencer de que toda actividad «dañina para el medio ambiente» tiene que llevar su «precio» por contaminar, si cada uno paga por el mal que ocasiona (cuestión, eso sí, muy costosa e incierta) habremos dado un paso enorme en la buena dirección. Entonces, podremos también hacer una lectura mucho más optimista y positiva del inmenso problema de contaminación medioambiental al que nos enfrentamos. Convencerse de que nuestro sistema provoca un daño medioambiental importante, creciente y permanente, es una constatación realista pero triste y negativa. Pero, en cambio, no hay nada más positivo, una vez tomada conciencia de la existencia del problema, que saber que se poseen los medios y los instrumentos necesarios para empezar a resolver un problema.