El conflicto en torno a Kukutza (gaztetxe okupa o edificio ocupado por jóvenes, en el barrio de Errekalde en Bilbao) plantea la cuestión de lo público y su gestión ya que supone una trasgresión del orden que establece una línea divisoria clara entre lo público y lo privado. La cosa funciona así. Las instituciones políticas, […]
El conflicto en torno a Kukutza (gaztetxe okupa o edificio ocupado por jóvenes, en el barrio de Errekalde en Bilbao) plantea la cuestión de lo público y su gestión ya que supone una trasgresión del orden que establece una línea divisoria clara entre lo público y lo privado.
La cosa funciona así. Las instituciones políticas, surgidas en origen de un proceso electoral, deciden qué es y cuál es el interés general. Qué es lo que debe ser tratado y gestionado como un bien público. Al otro lado de la línea están los pasivos ciudadanos disfrutando de sus libertades negativas, aquellas que les sirven para protegerse de las injerencias arbitrarias del Estado, de la Administración. Esos ciudadanos están autorizados, desde luego, a defender sus muy privados intereses. A cambio no deben interferir en la definición de lo público ni en la gestión de lo que interesa a la sociedad en su conjunto.
El orden establecido es un orden dividido. Es un orden que parte del supuesto de que la inmensa mayoría de los individuos no es capaz de saber que es lo que es bueno para todos, o bajo qué criterios deben organizarse la sociedad, la política o los servicios públicos. Además, hay otro supuesto. Esa mayoría esta contenta de que se le deje vivir en paz, sin los agobios de estar pensando todo el día en lo que interesa a todos. Se ocupa solo del que «hay de lo mío». Eso sí, de vez en cuando elige a aquellos que se supone son expertos en la enojosa tarea de servir desinteresadamente al prójimo – alguien tiene que hacerlo- actuando en nombre de todos y para el bien de todos. Y se sobrepasa otro umbral cuando se añade otro supuesto: los políticos son los únicos titulares para hacerlo. Monopolizan la gestión de lo público identificándolo con lo institucional.
La historia de Kukutza, como la historia de miles de colectivos, de grupos, de movimientos sociales a lo largo de la historia, es la historia de una trasgresión. La historia de gentes que decidieron no respetar esa división establecida porque había una necesidad colectiva no satisfecha desde lo público. Decidieron que ellos debían gestionar determinados bienes públicos (asociación y cultura, en este caso), pero no para su propio beneficio sino para el interés general de la comunidad cercana, un barrio machacado históricamente y hoy desasistido: Errekalde. Gestión pública sin beneficio privado, en un espacio público -fábrica abandonada y ahora, tras recalificación municipal, comprada por un promotor- dirigido al servicio de la comunidad.
Rompieron el monopolio de lo público en manos de la Administración no por gusto sino por necesidad. Ya que no hay centro cívico, ¡hagámoslo!. Ya que nadie se ocupa de los jóvenes, ¡démosnos la tarea de autoorganizarnos y autoeducarnos desde nuestros gustos generacionales y desde el respeto de los unos con los otros!.
Vieron y demostraron que se puede trabajar para la comunidad, desde la comunidad, sin necesidad de recurrir a las instituciones. Decidieron que eran ciudadanos activos, concernidos y comprometidos con los problemas públicos; que además lo canalizaban mucho mejor que la típica Casa de Cultura o Centro cívico -en este caso, inexistente-; que ya son un activo del barrio sin que haya que hacer la experiencia de construir un (normalmente caro) centro cultural, primero, y lo más difícil, integrarlo en la vida y usos de la comunidad (¡cuánto centro cívico lánguido hay!;) y que, por lo tanto, decidirán cómo gestionar este asunto colectivo de enlazar con la juventud y el barrio, desde unas reglas asumidas colectivamente. Y ¡claro! Se niegan a abandonar un activo y a delegar el ejercicio de su cuota de soberanía.
La historia de Kukutza es la historia de un grupo de gente joven y menos joven que decidió construir un espacio público alternativo. Distinto, no contrario, de lo público institucional y oficial, y que escribe en el aire la pregunta de si disponemos de autoridades permisivas, progresistas e inteligentes. En muchas ciudades de Europa las autoridades entendieron experiencias constructivas de ocupación similares y las apoyaron como otra forma de bien colectivo. Entendieron además que encajaba dentro de la historia de las políticas culturales con el paradigma de «democracia cultural».
Esta experiencia colectiva (escuela de teatro, artes circenses, rocódromo, danza, cursos de informática, biblioteca, conciertos, restaurante vegetariano…) es más pública, está más cerca del interés general y tiene menos riesgos de transformase en un bien «privado» del gestor oficial, en la medida que es gestionada bajo principios de participación inclusiva, autogestión y horizontalidad.
Formas de gestión no solo más democráticas y con larga tradición entre nosotros –auzolan y cooperativas- sino que logran que el contenido de las decisiones sea más justo y solidario, y más «bien común». La autogestión tiñe el resultado, refuerza el interés general.
De hecho es un hito en la historia de los gaztetxes y de los movimientos okupa: un gaztetxe de tercera generación. No es solo un colectivo que ocupa un edificio no utilizado para sí (primera generación), ni de mera autogestión de grupos alternativos (segunda generación), sino que le añade la integración en la comunidad barrial (tercera generación) como un equipamiento social.
Kukutza ha recibido un apoyo impresionante de un amplio sector con pensamiento crítico que ya entiende la permanencia del centro como otra bandera por un mundo mejor. Es ya una cuestión pública.
Igor Ahedo, Pedro Ibarra y Ramón Zallo, profesores de la Universidad del País Vasco- Euskal Herriko Unibertsitatea.
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