La Agroecología es una herramienta de transformación social -ciencia-acción-participativa o forma de vida y movilización desde territorios concretos- que desafía el régimen agroalimentario y sus capataces. Y como nos alimentamos a diario -quienes podemos hacerlo-, nuestras percepciones y nuestras acciones condicionan la capacidad de la sociedad y de sus individuos de definir de forma ‘autónoma’ […]
La Agroecología es una herramienta de transformación social -ciencia-acción-participativa o forma de vida y movilización desde territorios concretos- que desafía el régimen agroalimentario y sus capataces. Y como nos alimentamos a diario -quienes podemos hacerlo-, nuestras percepciones y nuestras acciones condicionan la capacidad de la sociedad y de sus individuos de definir de forma ‘autónoma’ cómo queremos hacerlo. Y, siguiendo a Castoriadis, en el hecho de poder gobernarnos con autonomía crítica sobre los asuntos que nos afectan, reside que podamos llamar democrático -algún día- al mundo en el que vivimos.
De esta manera, la Agroecología así entendida es, innegablemente, un acto político. ¿Por qué agregar entonces dicho adjetivo? Por dos razones. La primera para entrar en la disputa del reconocimiento de manejos y saberes de personas que nos ayudan a vivir y alimentarnos de forma saludable en muchos casos. No hay producción sostenible -para la especie humana- si dicha sostenibilidad no democratiza los regímenes agroalimentarios. La apuesta actual de los gobiernos no sólo consiste en facilitarle un hardware apropiado a la gran industria alimentaria: leyes de salud y comercialización propicias, investigaciones que apoyen su desarrollo -menos del 1% se dirige hacia la agricultura ecológica-, educación hacia el agronegocio, invisibilización de prácticas alternativas, etc.
También quiere imponer la lógica de un monocultivo del software, de los saberes, de las formas de hacer, de cómo ha de ‘desarrollarse’ un territorio. Los monopolios colonialistas, y la red que teje el imperio agroalimentario globalizado se comporta como tal, precisan del epistemicidio de otras formas de entender el conocimiento que desafíen la fábrica capitalista, dice Boaventura de Sousa Santos. En particular, las élites persiguen no reconocer ni amparar derechos de, precisamente, pueblos y comunidades que atesoran las culturas alimentarias más sostenibles : pueblos indígenas, campesinos y campesinas, productores y productoras de tradición artesanal. Su memoria biocultural asociada es una amenaza. Estas ‘culturalezas’ -como nos indican Víctor Toledo y Narciso Barrera- nos vienen ofreciendo caminos que tienden a cerrar circuitos -energéticos, materiales, mercantiles, políticos- de abajo hacia arriba. Democracias de alta intensidad, o radicalización de la democracia, que se extiende desde la siembra hasta la mesa : democracias alimentarias que van creando auto-gobierno en otras parcelas de la vida como la salud, las economías sociales-solidarias, la gestión directa y sostenible del territorio, etc.
La segunda razón tiene que ver con la hegemonía que en estos debates de la Agroecología política, pasan a tener las políticas públicas necesarias para avanzar en esa democratización de tierras, cultivos, mercados y saberes.
En Brasil son conocidas las bondades que dichas políticas públicas han tenido para el país, valgan como ejemplo: el ingreso de 300.000 agricultores en programas de alimentación locales -programas de consumo institucional-, que además reciben un incremento del 30% si los productos son ecológicos ; los apoyos a la creación de núcleos de investigación agroecológica autónomos entre productores, estudiantes y profesorado; o la potenciación de sistemas de certificación manejados por agricultores y consumidores -caso de Ecovida-, no por empresas o instituciones públicas muy al margen de la sostenibilidad territorial, como ocurre en la Unión Europea. Pero también son manifiestas las contradicciones que conviven en ese despegue ‘agroecológico’. Contradicciones que sitúan a Brasil, paradójicamente, más cerca de la senda de Francia que de la construcción cooperativa de la agroecología en otros países latinoamericanos, como sería el caso de Colombia.
En los territorios de este país tan próximo de Brasil es constante el enfrentamiento abierto con las políticas desarrollistas gubernamentales por parte del mundo indígena y campesino, que apuesta por la agroecología cooperativa, arrastrando a grandes redes de economía social-solidaria como Agrosolidaria -30.000 integrantes que se definen como «prosumidores»-. Mercados campesinos, Mingas, capacidad para detener el país y detener leyes que patenten la vida como ocurriera en el 2013, impulso al rechazo de los tratados de libre comercio con Estados Unidos, entre otros, son otros tantos elementos que muestran la vigorosidad para apoyar estrategias de gestión agroecológica de los territorios, cuyo faro serían la creación de zonas de reserva campesina . El Estado brasileño, en la encrucijada de seguir el modelo desarrollista que viene auspiciando, encuentra ahora un ‘obstáculo’ en las demandas provenientes de redes agroecológicas . Y a su vez, el brazo práctico de este Estado -a través de leyes, presupuestos, formación, compra pública, programas de extensión-, incluso cuando trabaja desde el rubro de la agroecología, se aproxima mucho a la producción en cadena de formas de producción ecológicas, restringiéndose a programas que se repiten para la sustitución de insumos, diversificación, manejo más sostenible de suelos. Programas donde las personas productoras y la sostenibilidad territorial parecen contar poco. Son las dificultades históricas de una institución que entiende más de monopolizar y homogeneizar -gestión vertical- que de compartir decisiones y contextualizar -cogestionar y permitir la autogestión-. Institución que, paradójicamente, sería necesaria para enfrentar situaciones de violencia, el poder de los grandes terratenientes o la presión de los intereses de las grandes transnacionales.
Pero, en materia de promoción de un cooperativismo diverso, el Estado demuestra históricamente una gran miopía -si no un gran rechazo- cuando se trata de afrontar globalmente la sostenibilidad en el medio y largo plazo. ¿Extensión -vertical- o comunicación -horizontal-? Sigue vigente con toda su fuerza la pregunta que nos dejaba Paulo Freire. Y también la nitidez de su respuesta hacia una pedagogía de la autonomía. Pedagogía que encuentra sus raíces en una agroecología -política- donde los Estados, o no están, o actúan como paraguas que acompañan procesos. Pero nunca como motores. No han aprendido a comportarse como promotores de la diversidad en los manejos territoriales. Modernidad obliga. En el lado opuesto de la balanza tenemos las redes de productoras y productores vinculadas a Via Campesina o a MAELA, las cuales, de forma autónoma, practican múltiples expresiones de la agroecología -política- en sus territorios. Y como ejemplo particular de redes emergentes en Brasil que apuestan por una articulación social en pos de una soberanía alimentaria, contamos con ejemplos como O Plano Camponês desde el sindicalismo rural, los sistemas participativos de garantía como los que potencia Ecovida o los grupos de consumo ecológico desde diferentes ciudades.
Todo ello hace que la agroecología se distancie de los modos de producción capitalistas en muchas partes del mundo. Y que recobre y exhiba su apellido «político» en aras de la construcción de sistemas agroalimentarios locales y sostenibles, ligados a personas que traman, desde saberes propios y propicios para nuestra salud y nuestra existencia como especie, un afán de establecer redes de cooperación que van de arriba hacia abajo . En dicha democratización de conocimientos, la creación de redes cooperativas no absorbidas por el capitalismo y de mercados de proximidad serán elementos centrales en el avance de una pluriversidad agroecológica. Las políticas públicas podrán y deberán existir como paraguas para acompañar , en el corto plazo, el acceso a tierras, a semillas propias, a mercados de prosumidores, etc. Uno, por la legitimidad que aún detentan estas políticas para enfrentar formas de violencia del capital como el acaparamiento de la tierra, de la biodiversidad o de los canales de comercialización. Y dos, por su potencial -no muy practicado de manera regular- de ponerse al servicio de la promoción de tecnologías convivenciales, aquellas que favorezcan autogobierno y no dependencias colonizantes.
Ángel Calle Collado, Integrante del ISEC – Universidad de Córdoba.