Recomiendo:
0

La aparente enajenación de Enrique IV

Fuentes: Rebelión

Fragmento de «Las Dudas de Hamlet, Letizia Ortiz y la transformación de la monarquía española» (Península, 2011).

«¿Os vais a preparar para la mascarada?»

WILLIAM SHAKESPEARE, El mercader de Venecia

Hace unos años asistí a una sesión nocturna de los cines Verdi de Madrid para ver la película francesa La cuestión humana, del realizador Nicolas Klotz. Cuando la proyección estaba a punto de comenzar, entró en la sala un pequeño grupo de personas entre quienes se encontraban los Príncipes de Asturias. En una edición de Informe Semanal, ciclo que presentó durante un tiempo Letizia Ortiz, le dedicaron un bloque entero al entonces noviazgo de la pareja. Allí se dijo explícitamente que el príncipe Felipe había abandonado sus salidas nocturnas y que entonces se lo veía con Letizia Ortiz, por ejemplo, en la exposición de Édouard Manet en el Museo del Prado, en el teatro, en el cine o en la ópera. «Es una imagen inédita del Príncipe heredero», dice la periodista que comenta el reportaje. Sin duda puede que la princesa de Asturias haya influido, como es lógico, en interesar por sus aficiones a su marido, pero llama la atención que en un espacio de información presuntamente objetivo se haga hincapié en un detalle de la vida íntima del príncipe Felipe. Las imágenes del Museo del Prado y de distintos auditorios y espacios culturales se utilizan con el solo fin de destacar este cambio en los hábitos del príncipe. O bien, también puede que, ante la acumulación de imágenes de los distintos paseos de la pareja no hayan encontrado otra manera de argumentar su inclusión en el reportaje que aduciendo ese motivo. De todos modos, también podemos entender esa información desde la perspectiva del sorprendente personaje al que los televidentes acceden en esa edición de Informe Semanal, que no es otro que Letizia Ortiz desplazándose de la presentación del programa, cosa totalmente normal para la audiencia, a su presencia como sujeto de un reportaje en el inesperado rol de novia del príncipe de Asturias, el autor de su nuevo relato. Hasta ahora el relato más interesante que ha protagonizado porque éste se escribe en la Historia.

El primer relato que se conoce de Letizia Ortiz es el que la tiene como periodista, presentadora de programas informativos televisivos. En un principio, en la televisión, el presentador de las noticias se significaba tanto o más que la misma noticia enunciada. El medio era deudor de la radio y como tal aún no tenía desarrolladas todas sus aptitudes, por lo cual la audiencia visualizaba una emisión radial en la figura de un presentador que, papeles en mano, simplemente leía lo que había acontecido en la jornada. Con el paso del tiempo, la esencia audiovisual del medio empieza a imponer imágenes, las noticias se comienzan a narrar a través de testimonios visuales y el presentador acompaña a modo de correlato lo que se está viendo. La necesidad de ilustrar visualmente todo aquello sobre lo que se habla se fue convirtiendo poco a poco en el imperativo de poseer imágenes para todo, lo cual por un lado lleva a la pauperización de la imagen, a la vulgaridad, a la pobreza de unos contenidos que solo son necesarios por su función de relleno y, por otro lado, al predominio de aquellas imágenes que mueven sentimientos o contienen una carga de emoción de cara a los índices de audiencia. En ese sentido, aún hoy se recuerda el caso de la niña Madeleine McCann, desaparecida en el Algarbe durante el verano de 2007, tragedia que dio pie a un seguimiento desmesurado, lleno de tiempo muerto cuando la investigación está estancada, no genera titulares y da pie a numerosas hipótesis que no excluyeron la inculpación de los padres de la niña, convirtiendo el drama en una suerte de reality show.

¿Pero no son acaso los reality shows una malformación de los telediarios? La diferencia, de momento, es que en un reality show el presentador de turno forma parte de la trama, de la historia sin guión ni tino. En un telediario, por el contrario, el presentador se diluye en un rol funcional ya que los sucesos y su correspondiente expresión visual eclipsan su figura. Por supuesto que hay excepciones y se dan cuando el presentador se convierte en noticia de sí mismo. Ocurrió con Alfredo Urdaci, director de los servicios informativos de Televisión Española y presentador de la segunda edición del Telediario durante el gobierno que presidió José María Aznar. Urdaci, significado abiertamente con la política gubernamental, en lugar de buscar un perfil bajo y sutil para sus fines, hizo gala del trazo grueso consiguiendo convertir en espectáculo aquello que la convención enmarca en el espacio de la mera información. La operación de Urdaci consistió en recuperar la palabra en detrimento de las imágenes filmadas. La noticia, la expectación, consistía en asistir a la interpretación oral de los hechos y no a su mero visionado con epígrafes orales. La cota máxima la alcanzó en una emisión donde, por dictamen judicial, se vio obligado a leer una rectificación luego de ser acusado por el sindicato Comisiones Obreras (CCOO) de manipular la información referida a la huelga general del 20 de junio de 2002. Al leer el comunicado, se refirió al sindicato no por su nombre sino por sus siglas: «ce ce o o». Junto a Alfredo Urdaci, en la presentación del segundo Telediario se sentaba Letizia Ortiz. Hasta el día del anuncio de su boda con el príncipe Felipe, pocos conocían su nombre.

Hecha pública la noticia de la relación, comenzó a circular un supuesto segundo relato de Letizia Ortiz. La editorial Random House Mondadori compró los derechos de la novela El hombre abreviado de Alonso Guerrero y puso en circulación una edición de bolsillo en diciembre de 2003. Guerrero, escritor y profesor de instituto fue el primer marido de Letizia Ortiz. El hombre abreviado es una nouvelle de setenta páginas en las que se narran las peripecias de un escritor alcohólico durante la jornada en la que tiene que firmar su divorcio. La especulación de carga autobiográfica del autor en este texto lo ha convertido en una versión más de Letizia Ortiz que, a diferencia de Madame Bovary, no parece leer sino, por el contrario, ser escrita. En ese sentido, se diría que no busca lecturas sino autores, tal y como lo planteaba Luigi Pirandello.

Enrique IV, el protagonista de la obra homónima de Pirandello, es un aristócrata que, tras sufrir un accidente, entra en una espiral de locura y piensa que es el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. A su alrededor, su mujer, el amante de ésta, un psiquiatra y otros personajes montan un plan para intentar que el protagonista recobre la cordura. Al final de la comedia se descubre que el protagonista, que ha sufrido un permanente estado de desesperación por el enfrentamiento con el Papa que le ha excomulgado y por recuperar el amor de su esposa, lleva tiempo en sus cabales y que todo ha sido una representación. A partir de ahí comienzan las interrogaciones que se hace Pirandello desde el texto. Este hombre, de manera consciente, ha ocupado el rol de un emperador y se ha alejado de la realidad una decena de siglos para dar la espalda a otra realidad, la suya, la de una Europa que sale de la Primera Guerra Mundial y se encamina hacia otra contienda. ¿Dónde está la representación? ¿En el aristócrata que interpreta a un emperador o en su mujer y su amante que fingen ante su presencia? Estos son temas recurrentes en Pirandello, la verdad y su representación atraviesan con preguntas sus obras Seis personajes en busca de autor, Cada cual a su juego y Esta noche se improvisa, en las cuales apariencia y realidad están en constante tensión. Parafraseando a Wilde, Pirandello sostenía que la realidad copia al teatro, pero no en su verdad sino en su ficción. De la misma manera, Letizia Ortiz se deja conducir de una ficción a otra, siempre de la mano de un autor. Se podría decir que ejerce una suerte de transbovarysmo. El crítico y editor Constantino Bértolo sostiene que «Don Quijote confunde los libros con el mundo y Emma Bovary descubre en los libros otro mundo». Por eso, cuando Emma Bovary se desplaza de los folletines en los que se ha sumergido al mundo de lo real, la realidad se le revela pequeña, pobre, insuficiente. Ni en su matrimonio ni en sus amantes hay nada parecido a la realidad deslumbrante que encuentra en las lecturas románticas. Bértolo opina que «ese desasosiego producido por el choque entre lo real y lo virtual es lo que le permite a Flaubert -un realista que no consigue sofocar su romanticismo­- decir: ‘Madame Bovary soy yo’. Desasosiego que en el autor se resuelve mediante la escritura y en su personaje mediante el adulterio: una posibilidad a su alcance de vivir dos vidas, la posibilidad de pasar a mejor vida».

Letizia Ortiz, a diferencia de Emma Bovary, ya ha vivido más de dos vidas. Hoy su nueva vida está siendo escrita en la Historia y su personaje se mueve arropado por un texto. En la novela La soledad era esto de Juan José Millás, la protagonista, una mujer de clase acomodada, se encuentra en el umbral de la edad madura y es víctima de una crisis de contingencia; la búsqueda de respuestas a sus interrogaciones existenciales la lleva a contratar a un detective privado, de modo tal que éste no conozca la identidad de su cliente, para que la siga día y noche y le vaya enviando los correspondientes informes. Esta necesidad de ser escrita para leerse a sí misma, comprenderse de alguna manera, encontrarse un sentido, es la misma por la cual muchos solicitan que se les escriba una biografía para ver, de algún modo convertida en texto una versión supervisada de su experiencia vital y así objetivarse. Dice Enrique IV en un pasaje de la comedia de Pirandello: «Estoy curado, señores, porque sé perfectamente fingirme loco, aquí, y lo hago tranquilo. Penoso es para vosotros, que vivís vuestra locura con tanta agitación, sin conocerla ni verla». Se trata, pues, de conocerse para poder verse y se supone que la escritura es un sistema de conocimiento y por lo tanto, dadora de identidad y esta es una operación que está en manos de los autores, beneficiarios de ella al igual que su personaje.

Según cuenta la agencia Reuters en una información que el periódico el Heraldo de Aragón publicó el 15 de agosto de 2008, durante los Juegos Olímpicos de Pekín, Letizia Ortiz compartió una pausa con un grupo de periodistas españoles, y entre ellos había un corresponsal latinoamericano a quien, al no conocerle, preguntó por su identidad. El periodista se presentó y a su vez le preguntó a ella a qué medio pertenecía. Letizia Ortiz, según relata Reuters, visiblemente sorprendida le respondió: «¡Yo soy una princesa!» Indudablemente, fuera de contexto, el rostro de Letizia Ortiz, para un periodista deportivo de América Latina, aunque visto, puede diluirse como lo hace el de una presentadora de un telediario que un día deja de aparecer en antena o el de una princesa que hace un viaje oficial y las imágenes se entremezclan con las de un tsunami o el resumen de una jornada de la liga local de fútbol. Pero más allá de la información que manejase el periodista, lo que importa es la autoafirmación de Letizia Ortiz en tanto Princesa de Asturias y el eco que tiene en la famosa frase que en su día pronunció Flaubert en los tribunales de París. Personaje y autor.

Aquella noche en los cines Verdi, al concluir la película, el grupo en el que estaban los Príncipes de Asturias se apresuró a abandonar la sala, pero Letizia Ortiz se demoró en hacerlo. Sentado en mi butaca la observé caminar lentamente hacia la salida sin quitar los ojos de la pantalla sobre la que aún se podían ver los créditos de la película. En ese momento pensé que se trataba del interés que tantos compartimos por saber el nombre de un actor, el intérprete de algún tema musical, el sitio de alguna localización de la película o simplemente la fuerza de la costumbre o la espera de alguna pista más del film. También pensé, al verla irse, sola y con prisas detrás del grupo que ya había partido, que era, efectivamente, una parte suelta de la monarquía, una pieza que se intentaba adaptar con esfuerzo al funcionamiento de la maquinaria real. Ahora, años después, creo que se interesaba por los autores de la película porque, conscientemente o no, ella tiene la necesidad de fijar su atención en los que construyen la historia. La que leía los créditos no era una espectadora, era un personaje en plenitud de sus funciones tal y como le expresó al periodista latinoamericano. Segura de sí misma. Tanto como Enrique IV quien no dudó al afirmar: «Estoy curado porque sé fingirme loco».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.