No se trata del argumento de una película en la que un temido villano intenta hacerse con el control de mundo; recoger una planta de un huerto familiar de Ecuador fue suficiente para que la International Plant Medicine Corporation, con sede en Estados Unidos, obtuviera una patente de variedad vegetal de una planta sagrada de […]
No se trata del argumento de una película en la que un temido villano intenta hacerse con el control de mundo; recoger una planta de un huerto familiar de Ecuador fue suficiente para que la International Plant Medicine Corporation, con sede en Estados Unidos, obtuviera una patente de variedad vegetal de una planta sagrada de la Amazonia: la ayahuasca.
¿Es que el mar es propiedad de alguien? ¿Y el aire? ¿Se puede patentar una cebra, una jirafa, un elefante? Si de lo que estamos hablando es, al fin y al cabo, de vida, ¿por qué entonces la biopiratería es un mal cada vez más extendido? Deberíamos empezar a preguntarnos si estaríamos dispuestos a patentar nuestro hígado.
Las corporaciones mundiales de la biotecnología se llaman a sí mismas la «Industria de las Ciencias de la Vida» y utilizan lemas como el de la Conservation Internacional «conservar la herencia natural viviente de la Tierra, nuestra biodiversidad global y demostrar que las sociedades humanas son capaces de vivir armoniosamente con la naturaleza». Sin embargo, están atentando contra la vida de millones de especies y de pequeños agricultores.
No deja de resultar curioso el contraste de estas elogiables intenciones con el nombre con el que bautizan a sus productos, como ha puesto de manifiesto Vandana Shiva, Directora de la Fundación para la Ciencia, la Tecnología y la Ecología. Los plaguicidas de Monsanto se llaman Roundup (acorralar), Machete o Laso (lazo). La American Home Products, llama a sus plaguicidas Scepter (cetro), Lightning (relámpago), Assert (imponer), Avenge (venganza). Este es lenguaje de guerra no de la sustentabilidad. La sustentabilidad se basa en la paz con la tierra.
En 1995, pueblos de la India descubrieron que existían 29 patentes extranjeras sobre los agentes que dan al nim, un árbol de su tierra, sus propiedades insecticidas. Las comunidades locales utilizan el nim desde hace milenios en la agricultura, la salud pública y la medicina, en artículos de tocador, cosméticos y protección para enfermedades del ganado. Ahora, la demanda internacional ha hecho aumentar el precio de una tonelada de semillas de nim de 300 a 8000 rupias en veinte años y, como consecuencia, se han vuelto demasiado caras para la población misma que descubrió la manera de utilizarlas.
Creer que se puede patentar la sabiduría y los conocimientos ancestrales es un ejemplo más de etnocentrismo y globalización descarnada, una nueva forma de colonialismo. No hay que olvidar que la innovación local ha sido el pilar de la biodiversidad actual y es la única garantía de la seguridad futura de ésta. El día que Colón descubrió América deberían haberle contestado: «Oye, nosotros ya sabíamos que estábamos aquí». ¿Cómo pueden los genes ser algo nuevo?
La biotecnología no puede apropiarse de la vida, decidir cuales pueden sobrevivir. El monopolio de la explotación de semillas está provocando la desaparición de numerosas especies en detrimento del triunfo y comercialización de unas pocas. Además de privar de derechos naturales a personas que viven de ellas desde hace siglos.
Tenemos que empezar a ver la muerte de una lengua, de una semilla, de una especie animal como una tragedia que, desgraciadamente, nos acucia cada día. Cada organismo o especie, incluso la humana, está inextricablemente relacionado con el medio y para subsistir depende de todo el ecosistema. «Es mucho más honroso colaborar con Shakespeare que explotarlo», Stanislavski aplicaba esta frase a los actores que supeditaban el resultado de la obra a su mayor lucimiento, pero se puede aplicar igualmente a nuestra relación con la naturaleza.